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Apolonia Manchón Restoy y Eduardo García Manzano

Reclusión residencial: casos ejemplares

L.C. es una usuaria que no lee cada día el periódico y que no asiste a ninguna escuela de adultos porque su incompetencia cognitiva la sitúa en esa amalgama de retraso, infantilismo y la tan nombrada inmadurez emocional. Durante más de veinte años, su único medio de deambulación ha sido una silla de ruedas manual, que sólo lenta, muy lentamente, puede propulsar, siéndole por tanto sólo útil en espacios cerrados, precisando en el libre espacio exterior de un acompañante para los paseos y las excursiones. Para una persona con una parálisis cerebral de estas características es ineludible la expectativa de tener algún día una silla de motor eléctrico, siempre con la prerrogativa de convencer a los demás de que será capaz de manejarla. Probablemente, el día que L.C. recibió el esperado “regalo” de su primera experiencia de libertad y de autonomía motorizada, su felicidad cifró ese día en un lugar privilegiado de su calendario emocional. Le tocaba entonces a ella la demostración efectiva de que iba a conseguir manejarla, una prueba mucho más compleja de lo que su entorno familiar y residencial jamás habrían imaginado, a no ser que conocieran, por ejemplo, las enormes dificultades en las que se encuentra una persona con disminución sensorial que, gracias a algún recurso tecnológico, de un día para otro, ve y oye lo que antes nunca había visto u oído. En un proceso de estas características, se debe aprender y desaprender al mismo tiempo y es justo realizar un seguimiento en el que el umbral de evaluación sea radicalmente flexible. No ocurrió así en la incidencia que vamos a relatar.

Ahí tenemos a L.C. con su silla de motor en el interior del servicio residencial. No colisiona con otros usuarios, no pisa los pies de los cuidadores, respeta los marcos de las puertas y, en definitiva, ya no necesita de un cuidador para desplazarse de su habitación al comedor, del comedor al taller ocupacional, y del taller al lavabo cuando tiene “molto pipi”. En su servicio residencial hay un horario pautado para el vaciado de vejigas, un momento de mucho trabajo y que precisa de una mínima organización que eduque la impaciencia y el egocentrismo propio del grupo más inmaduro e infantil. Difícil labor con L.C. en su silla de motor disfrutando de su libertad en el interior de su servicio residencial. Efectivamente, muy excitada, riéndose, no para de moverse de un lado a otro obstaculizando a los profesionales y alterando a casi todo el mundo en mayor o menor medida. Avisada en repetidas veces, los cuidadores optan por usar el mecanismo que posibilita pasar la silla de motor a funcionamiento manual. De la excitación y las risas pasamos así a un mutismo que no presagia nada bueno: L.C. comunicará a su mamá que en el servicio residencial no le dejan utilizar su silla de motor, sin detallar, claro, debido a su incompetencia cognitiva, el contexto exacto en el que se da tal impedimento.

Los padres visitan la Dirección del centro para exigir explicaciones, aclaraciones, precisamente sobre un tema que parecía ser un alivio en la infelicidad no reconocida de tener una hija siempre tan dependiente y tan retrasada, ahora que el uso de la silla de motor representaba su único aprobado en su currículum vital. Hechas las aclaraciones, dadas las explicaciones, de la indignación pasamos a la vergüenza. Por una misteriosa razón que tal vez esté asociada con el hecho de que la persona que ocupa la Dirección cursa a distancia la carrera de Psicología con una clara tendencia cognitivo-conductual, ésta cree conveniente llamar a L.C. para que dé sus propias explicaciones en el lugar más apropiado, el despacho, y así obligarla a ser lo más objetiva posible delante de sus padres, a pesar de su declarada incompetencia cognitiva. Ella se defiende declarando que “mi silla es mi libertad”. El padre, aún más avergonzado si cabe, le responde que su conducta nada tiene que ver con su libertad, sino al contrario, que está en un servicio residencial y que debe respetar las normas, los deberes. El mutismo general señala el final de la reunión, pero en cada uno de los protagonistas revela emociones y, por supuesto, niveles de competencia cognitiva desiguales.

La incompetencia cognitiva de la Dirección ha sido manifiesta al no entender las implicaciones que el mensaje de su usuaria contenía, referidas al sentido que debe darse al hecho de tener la experiencia de una primera y auténtica autonomía por medio de una silla de motor. No se adquiere una silla de motor para evitarles a los cuidadores el trabajo de desplazar al usuario de un lugar a otro en el interior del servicio residencial. Se adquiere una silla de motor para poderla disfrutarla en el espacio libre del exterior, claro, siempre y cuando se den, no sólo las suficientes condiciones cognitivas que posibiliten el adecuado manejo instrumental, sino también las psicosociales que indiquen que esa experiencia única de autonomía y de libertad tiene algún sentido y dirección. No haber asumido la falta de previsión de un trabajo serio realizado para la consecución de esos objetivos, o la declaración de la imposibilidad de realizarlo, eso es lo que verdaderamente transmitía el simbólico mensaje de L.C., con su incompetencia cognitiva opuesta y al mismo tiempo simétrica a la de la Dirección de su servicio residencial, parque inmóvil para usuarios con silla de motor. Por no hablar de la inmoral decisión de los cuidadores al desconectar el motor de la silla, porque, para cualquier persona con esa clase de parálisis cerebral, la silla de motor es una parte más en su integridad personal; de haber podido andar, ¿cómo habrían evitado su disruptiva conducta?, ¿atándola?

R.E. era el eterno expulsado, perdón, el eterno derivado, ya que en el mundo de los servicios sociales la palabra “expulsado” es del todo inapropiada: si has salvado (integrado) a un condenado (excluido) que acaba siendo muy problemático, entonces, no puedes contradecirte expulsándolo (excluyéndolo de nuevo), tienes que derivarlo. El caso es que, cuando R.E. aparece en el servicio residencial, como usuario del servicio ocupacional integrado en el mismo centro, la mayoría del personal tiene la información de difusas fuentes de que el muchacho ya ha sido derivado desde otros centros. No hace falta mucha información de justificación en estos casos, son suficientes unas pocas etiquetas tales como “inadaptado, muy nervioso, agresivo, disruptivo, problemático”, etc.

Las situaciones críticas provocadas, al parecer, siempre por él, llevan a una parte del personal a solicitar un curso centrado exclusivamente en la contención verbal y mecánica, es decir, en adquirir estrategias de abordaje para evitar que el usuario problemático se agreda a sí mismo o a los demás. Una de las actividades del curso es situarse frente a una representación de una posible situación crítica. El actor que realiza el papel de sujeto problemático es quien da el curso, un profesional con una larga experiencia y sensibilidad al respecto. Una de las monitoras del centro ocupacional, representando su propio papel, sorprende al resto de alumnos al quedarse completamente bloqueada, temblando, sin voz y gimoteando. ¿Qué le ha pasado?: la representación ha desenmascarado el hecho de que algunas personas consiguen desinhibirse y desacomplejarse frente a determinadas clases de usuarios, especialmente paralíticos cerebrales y ancianos, y ese plus de personalidad segura y autosuficiente puede llegar incluso a manifestarse en la relación con los otros profesionales del centro, sobre todo si se dan, como se dan, alianzas y coaliciones; pero, frente aquel profesor-actor desconocido y sus dotes interpretativas, algo falló, algo se reveló, lo que desgraciadamente no se aprovechó para una crítica desinhibida y complejizada. La mayoría de las veces que cometemos errores nos olvidamos que afortunadamente siempre estamos a tiempo de entender que cometimos los errores acertados, los más apropiados para revelarnos lo que ignorábamos.

No tardaron mucho en poner en práctica las lecciones de las clases con R.E. Téngase en cuenta que uno de los principales motivos por los que este muchacho se alteraba era, ni más ni menos, su temor a ser “expulsado”, de manera que su conducta emitía el siguiente mensaje circular: me altero y pierdo el control porque tengo miedo de que me expulsen si me altero y pierdo el control. Es por esto que no resulta nada fácil identificar lo que propició la incidencia que R.E. provocó aquella mañana en uno de los talleres; de ella fue testimonio indirecto una cuidadora que se encontraba en una de las habitaciones de la planta superior; desde ahí oyó los gritos y el llanto del muchacho; salió al balcón y lo vio moverse de un lado a otro del patio, cogiendo todo lo que tenía al alcance de sus manos para lanzarlo en un inútil intento de desahogo de su rabia e impotencia.

La cuidadora lo llamó por su nombre y, de forma natural y espontánea, realizó una auténtica contención verbal, comprometida y afectuosa, sin prejuzgar, sin anticipar, pidiéndole que la esperara para seguir hablando en condiciones más adecuadas. Cuando bajó, el monitor que había decidido el castigo, perdón, la pauta de… (no recordamos la eufemística paráfrasis que se utiliza para demostrar nuestro anclaje progresista), le salió al paso indicándole que a ella no le tocaba intervenir. Fue entonces cuando la cuidadora vio claramente las condiciones del castigo: R.E. estaba literalmente encerrado en el patio exterior del centro, motivo suficiente para su protesta al entender que nada de eso se correspondía en lo más mínimo con lo enseñado en el curso, dado que estaba solo, lejos del compromiso de su sancionador, libre de poder dañar al mobiliario del centro y a su propia integridad física. Al monitor lo defendió el abogado de oficio de turno, representado por la Dirección, argumentando que lo aprendido en el curso requería un proceso lento de sensibilización o, lo que es lo mismo, disculpando y tolerando el primer inmoral suspenso de uno de los alumnos.

Olvidé decir que en R.E. se daban, además de su áurea maldita, otras características reveladoras. Primero, no era residente del centro, sino sólo usuario de los talleres. Segundo, andaba. Sí, él venía de su casa y se volvía a ir él solito o, mejor dicho, acompañado de la confianza que sus padres le otorgaban. Estas dos características unidas revelaban un claro desajuste entre la apreciación de la conflictividad por parte del centro y por parte de los padres, además de reforzar su protagonismo que ocultaba el de otros usuarios conflictivos que, independientemente de la efectividad de las sanciones habituales, ya estaban suficientemente sancionados por ser residentes de veinticuatro horas sin otro respiro que el regular retorno al hogar paterno en los fines de semana.

Finalmente fueron sus padres los que tomaron la opción de derivarlo no sabemos muy bien en qué dirección. En realidad, por parte de la Dirección del centro, aquel curso había representado la ocasión de encontrar algún recurso precisamente para derivarlo lo antes posible. ¿Cómo?: siguiendo el protocolo derivado del curso, llamando repetidas veces a los servicios de urgencias para que éstos, a su vez, llamaran repetidas veces al ministerio correspondiente. Fallida estrategia, porque la primera vez que se activó tal dispositivo, resultó ser de tal envergadura que casi todos sintieron la vergüenza ajena que delataban los rostros de los policías. Ni que decir que, una vez derivado por decisión de sus padres, el rol de usuario problemático quedó vacante, si bien por poco tiempo. Otro usuario que había sido literalmente tapado por el estelar protagonismo de R.E. reivindicó sus derechos a justificar y a fundamentar las labores sancionadoras del centro. Pero el estilo ya no fue el mismo. R.E. no había tenido problemas con todos los profesionales y su mayor temor era el ser expulsado; además, andaba y pasaba cierto tiempo de alivio en la casa paterna, la casa que lo había visto nacer; el nuevo, en cambio, acabó teniendo problemas con todo el personal, de esforzarse en andar lo habría hecho con un caminador, sólo de tanto en tanto iba a la casa paterna algún fin de semana y, por último y sobre todo, deseaba apasionadamente ser expulsado, perdón, quisimos decir derivado. El nuevo protagonista de un ejemplo que ya no vamos a relatar tenía serias carencias relacionales en su entorno familiar, lo cual facilitó que se sintiera cómodamente instalado en su papel de protagonista, nuevo centro de atención del mecanismo sancionador del servicio asistencial-residencial. Actualmente es un sujeto medicalizado psiquiátricamente.

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2012

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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