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Rafael Argullol

Alegato contra la codicia

Tras subir lentamente las escaleras,

arrastrado por la apretada multitud de pasajeros,

sale por la boca del metro de Syntagma,

justo delante del Parlamento, en el momento mismo

en que el reloj señala las nueve en punto.

A esta hora la muchedumbre llena la plaza,

y Dimitris Christulas, desconcertado

por el movimiento que observa a su alrededor,

busca refugio detrás de un árbol.

Enseguida saca el revólver

del bolsillo derecho de su americana

para dirigirlo a su sien.

Cuando su dedo índice roza el gatillo

se da cuenta de que su escondite no es perfecto.

Le observan, en efecto, una mujer empeñada

en arreglar una rueda del cochecito de su hijo;

y un vendedor ambulante de Senegal

que acaba de extender en la acera

una manta para los falsos bolsos de marcas caras;

y un muchacho montado en una bicicleta,

quien es el más cercano a Christulas

y el único que escucha sus palabras:

«no quiero dejar deudas a mi hija».

De inmediato se produce el silencio,

el silencio sobre Syntagma, sobre Atenas, sobre el mundo.

Al día siguiente, escandalizados, los noticieros

informan de la muerte de Dimitris Christulas.

Dan detalles: se había trasladado en el metro

desde su barrio de Ambelokipi hasta Syntagma.

Era un farmacéutico jubilado de 77 años,

y la tarde anterior le había pagado al casero

el importe del último alquiler de su piso.

En el bolsillo izquierdo de su americana

tenía, redactada cuidadosamente, una nota

con los motivos de su acción: era —según afirmaba—

demasiado viejo para empuñar un kalashnikov y rebelarse,

como aconsejaba que hicieran los jóvenes,

y se negaba a buscar en la basura,

en contenedores y papeleras,

el alimento al que creía tener derecho

después de decenas de años de trabajo.

Los noticieros se extienden en estadísticas

sobre la difícil vida de los ancianos

y el terrible azote que cae sobre Grecia,

con la propagación de la epidemia de suicidios;

entretanto, muchos atenienses rodean el árbol

de la plaza Syntagma con flores y cirios.

Pero volvamos al silencio que se apodera del escenario

mientras Christulas percibe en la yema de su dedo

el extraño frío del gatillo. Ese silencio tenso,

abrumador, cargado de presagios,

más estruendoso que cualquier ruido.

Nadie puede escapar a ese silencio

porque está alojado en la boca del estómago,

en el hígado, en el pulmón, en la víscera más íntima.

Yo, os aseguro, no consigo arrancarlo de mí mismo

cuando veo a los Christulas

que no han tenido el arrojo de Christulas,

hurgar en los contenedores y papeleras de mi barrio,

la cara azorada, los ojos evasivos,

en ceremonias repetidas bajo el estigma de la deshonra.

Los nuevos mendigos, a diferencia de los antiguos,

—curtidos en la tarea, supervivientes de hierro—

se sumergen torpemente en la basura,

vacilantes, inexpertos, al borde del pánico,

como si estuvieran inmersos en una pesadilla

de la que ya no lograrán despertar.

Los hay a cientos por el centro de la ciudad,

con sus mejillas afeitadas, sus corbatas

y sus dignos trajes raídos, al principio.

Luego, a medida en que pasan los días,

desaparecen las corbatas, brotan las barbas

y los pantalones, ya sin raya, se exhiben sucios y arrugados.

El nuevo mendigo ya compite con el viejo mendigo

en el áspero dominio de la calle:

«un euro para comer, amigo»;

«un euro para comer, hermano».

Algunos nada dicen mientras representan

en la obra el papel que nunca imaginaron.

Un anciano, en mi calle,

—un anciano de no menos de 90 años—,

vestido con un elegante abrigo negro,

con gesto digno deja el sombrero también negro

a sus pies, para las monedas,

y empieza a tocar con un oboe una pieza de Mozart.

Siempre es la misma,

una única pieza en su repertorio,

y la toca rematadamente mal;

y cuando alguien acerca la mano a su sombrero

para soltar una moneda, se sonroja

antes de saludar militarmente.

Otro, cerca de él, canta

—con mayor habilidad—

unas cuantas arias de ópera;

otro, ya enajenado,

hace ademán de bailar entre los turistas;

otro, quieto, muy quieto,

sentado en una sillita plegable

—de esas de pescador de caña—

mira con ojos despavoridos a la gente que pasa.

Y es difícil no sentir el silencio aniquilante

que rodea a la hermandad del asfalto,

el mismo silencio, el mismo

que se agolpa en la plaza Syntagma

cuando Dimitris Christulas

acerca la pistola a su cabeza.

Ese es asimismo el silencio

en el que se enroscan

las extrañas palabras del hombre

que tengo delante —un viejo, como todos,

aunque todos son viejos, ese tipo de hombres.

Busca también él algo en la papelera

y luego, de repente, señala con el dedo

a un edificio que está a su frente:

la sede de la Bolsa, neoclásica,

anodina, cerrada a cal y canto,

pues hoy es domingo, y las finanzas

también descansan en el Día del Señor.

Es un hombre encorvado, de aspecto tímido,

que me recuerda a mi padre

—a como era mi padre en sus últimos años,

bastante más bajo que en mi infancia.

Compro el periódico en el quiosco

situado frente a la Bolsa,

sin perder de vista el dedo que señala.

Hasta que veo que el dedo se hace puño

y el hombre amenaza al invisible adversario

que acecha detrás mío. Exclama:

«¡Los codiciosos!, ¡los codiciosos!».

Lo dice con vehemencia pero sin gritar,

en voz muy baja, casi un murmullo,

como hacía también, airado, mi padre, en raras ocasiones.

«¡Los codiciosos!, ¡los codiciosos!».

Pasa junto a mi y se acerca

a la puerta acristalada de la Bolsa.

Algunos transeúntes se quedan observándolo

mientras sigue levantando el puño contra el edificio

y su imagen se agiganta en la distorsión del cristal.

Súbitamente el planeta deja de girar.

El sol del mediodía

clava en tierra los pasos y los gestos

—la ciudad, los paseantes, el puño amenazador—,

y otra vez estalla el silencio

que envuelve el último ademán de Christulas

allá en Syntagma, en el corazón de Atenas.

«¡Los codiciosos!, ¡los codiciosos!».

Detrás de la gran fachada de cristal

—como si fuera la gigantesca bola de un mago—

puedo contemplarlos claramente,

juntos, en el nervioso tropel de la compraventa,

y uno a uno, el depredador dispuesto

al asalto final sobre la presa.

«¡Los codiciosos!, ¡los codiciosos!».

En el espejo deformante

todos somos codiciosos o cómplices de la codicia,

pues, por cobardía o miedo,

renunciamos al deber de explicar que el hombre

era el único animal que se había preguntado

por lo que había tras la línea del horizonte,

y nos rendimos a lo más cruel y sangriento,

el único animal que atesora con avaricia

mucho más de lo que pueda necesitar en una vida,

y a costa de destruir la vida de los otros.

Todos somos codiciosos o cómplices de la codicia,

porque hemos permitido que un ser implacable,

nacido en la cloaca de la peor pasión,

se apoderara de la entera condición humana

y dictara sus brutales leyes al universo.

De modo que el codicioso,

bárbaro adorador del ídolo de oro,

avanza a cara descubierta, libre de toda atadura,

saqueador de la belleza, dueño del mundo.

Somos, pues, culpables.

Nuestro delito ha sido dejar

que el depredador que hay en nosotros

expulsara a todo lo noble y digno

que estábamos obligados a preservar

para seguir siendo considerados seres humanos.

Hemos dejado que se nos robaran

hasta las palabras, y ahora nuestro lenguaje

ya es el lenguaje del mercado, del beneficio,

del tráfico de almas,

sin ningún lugar para la compasión.

Nos hemos ofrecido en sacrificio

para ser carne de una rapiña sin límites

y nuestros restos yacen, esparcidos,

alrededor del altar.

Y falta ya muy poco

para que también la libertad

nos sea arrebatada

por el amor a la codicia,

que parece ya el único amor permitido.

O eso es lo que cree

ese hombre que amenaza sin ira a un edificio

—ese hombre que me recuerda a mi padre anciano—

mientras entona una acusación a los espectros:

«¡los codiciosos!, ¡los codiciosos!».

Y eso mismo es lo que cree

Dimitris Christulas, la mano apretada en la culata,

al observar la plaza Syntagma, centro de Atenas,

situada tan sólo a unos quilómetros

del corazón antiguo, la Acrópolis,

donde hace exactamente 2.454 años

se representó por primera vez Antígona,

y el hombre cantó a lo más elevado de sí mismo:

«Muchas cosas hay portentosas,

pero ninguna tan portentosa como el hombre»

proclama, en el teatro, el coro de ancianos.

Dimitris Christulas dispara.

Al caer se lleva consigo un retazo

del azulísimo cielo de Grecia.

6 /

4 /

2012

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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