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Josep Fontana

Después de la crisis

El pasado 17 de septiembre, nuestro amigo Josep Fontana —miembro del Consejo Editorial de SinPermiso— pronunció, invitado por la Fundación Alfonso-­Carlos Comín en el ICCB de Barcelona, la conferencia cuyo texto traducido al castellano reproducimos a continuación.

 

La crisis que comenzó en verano de 2007 ha terminado, en principio, y le hemos dado ya tantas vueltas, que tal vez sea mejor cambiar de argumento. No quiere esto decir que ya lo sepamos todo sobre lo que pasó. Hace pocos días, por ejemplo, se publicó un memorando datado de noviembre de 1997 que nos descubre que el Departamento del Tesoro, en colaboración con los grandes bancos norteamericanos, estaban negociando con la Organización Mundial del Comercio un acuerdo para cambiar las reglas, a fin de facilitar la libre circulación internacional de productos bancarios tóxicos, extendiendo la especulación y la ruina a todo el mundo.

A lo que puede añadirse que toda una serie de nuevos documentos muestran crudamente la corrupción y la incompetencia de las agencias de evaluación que fueron instrumento esencial del desastre. Hay, por ejemplo, unos correos electrónicos intercambiados por funcionarios de Standard & Poor’s diciendo cosas del siguiente tenor: «Dios nos ayude. Este es el sitio más estúpido en que he trabajado nunca»; «Me ha costado explicar cómo hemos llegado a estas cifras, porque no hay el menor cálculo detrás». O: «Hay que esperar que seamos ya todos ricos y estemos retirados cuando esto se hunda» [1].

Un tema suficientemente angustiante es el de la posibilidad de que una crisis como esta se repita en cualquier momento, ya que no han cambiado mucho las condiciones que permiten a las instituciones financieras especular igual que antes, según revela la reciente historia del señor Martín-Artajo y los 6.000 millones de dólares que hizo perder a JPMorgan especulando en derivados. Lo que no es más que una anécdota, porque la amenaza venidera realmente seria es la crisis en gestación en los llamados países BRICS —concretamente, en Brasil, India, Indonesia, Sudáfrica y Turquía—, que podría tener consecuencias muy graves en un futuro inmediato [2].

Pero de lo que quiero ocuparme no es de la crisis, sino de lo que viene después. Trataré, pues, de relacionar lo que empieza a experimentarse entre nosotros —para quienes eso de que la crisis se haya acabado no deja de ser más que una profecía— y lo que ha pasado y está pasando en los EEUU, en donde la crisis terminó hace tiempo.

Partiendo, sin embargo, de un punto que debería quedar muy claro. La mayor parte de los fenómenos a que me referiré comenzaron en realidad mucho antes del estallido de la crisis, que los aceleró y precipitó, razón por la cual nos dejó con la ilusión de que, si esos fenómenos habían sido causados por la crisis —como tantos siguen todavía creyendo—, desaparecerían también una vez pasada la crisis, de modo que todo volvería a ser como antes. Pues bien; yo os invito a examinar ese mundo de reglas nuevas que está aquí para quedarse y perdurar.

Hablemos, pues, de lo que ocurre en los EEUU, en donde, en verano de 2009, comenzó a decirse que la crisis se había superado, al menos en el sector financiero, mientras que para le conjunto de la producción la recuperación de la economía se daba por asegurada en el último trimestre de 2011. Gran noticia, diría Robert Reich —antiguo secretario de Trabajo con Clinton—, pero con un aspecto inquietante, porque «a día de hoy, aun cuando el país produce más bienes y servicios que antes de la crisis, eso se está haciendo con 6 millones menos de trabajadores».

Una de las cosas que desde el primer momento resultó evidente es que la crisis había acelerado un proceso iniciado mucho antes: el de la «gran divergencia» que conduce a un aumento de la desigualdad, es decir, al empobrecimiento de la mayoría y al enriquecimiento de los más ricos. Hacia marzo de 2012, el equipo dirigido por Emmanuel Sáez, profesor de la Universidad de California, publicaba sus estimaciones sobre la distribución de la riqueza creada, mostrando que si en el conjunto del período 1992-2010 la parte de crecimiento «capturada» por el uno por ciento de los más ricos representaba el 52%, en los años de la «recuperación, 2009 y 2010», esa parte se incrementó hasta el 93% [3].

Para justificar esa diferencia, un profesor de economía de Harvard, N. Gregory Mankiw, ha publicado un artículo académico en el que, tomando de ejemplo a Steve Jobs, a la señora Rowling —autora de los libro de Harry Potter— y al productor cinematográfico Steven Spielberg, sostiene que el fuerte aumento de las ganancias del «uno por ciento» más rico no es sino el premio a su creatividad, y que el desplome de los ingresos de los demás se debe al descenso registrado en la formación de los trabajadores especializados a consecuencia del retroceso educativo [4].


Dejemos de lado a los ricos, y hablemos de las razones que explican el empobrecimiento de los demás. En lo que hace a la población trabajadora, el empobrecimiento se debe a un proceso radical de reducción de la masa salarial generado por la combinación de la insuficiencia del empleo, la disminución de los salarios. La baja calidad de los puestos de trabajo creados y la inseguridad laboral.

Empecemos con el problema del paro, que es posiblemente el más grave de nuestro tiempo. De acuerdo con el informe de la OIT de este año [5], el paro ha aumentado en el mundo a tal punto, que en 2012 había 197 millones de parados, cifra a la que hay que añadir otros 39 millones de personas que se han «caído del mercado de trabajo». Las previsiones apuntaban a ulteriores incrementos para 2013 y 2014, especialmente en los países desarrollados.

Hay que tener además en cuenta que esta medida de desempleo utilizada por la OIT —de idéntica naturaleza a la habitualmente utilizada en todos los países—, la llamada U3, sólo incluye a quienes están buscando activamente empleo, por no a quienes se hallan fuera del mercado, ya porque todavía no han encontrado ocupación, ya porque han tirado la toalla y no buscan empleo, ya porque tienen ocupaciones ocasionales que les dejan fuera de las estadísticas oficiales. Eso explica episodios grotescos, como el que se ha dado recientemente en este país con una celebración del descenso del desempleo que ocultaba el hecho de que no había más gente trabajando, sino que unos han abandonado el país (los inmigrantes que vuelven a casa o las 30.000 personas que cada mes se van de España, según celebraba hace unas semanas el presidente del Banco de Sabadell) y otros han renunciado a seguir figurando en las listas del paro.

Más reveladora que la cifra de paro es la tasa de participación de la fuerza de trabajo —la proporción de gente mayor de 16 años que trabaja o busca empleo—, que en los EEUU ha llegado en abril pasado al 63,3%, la tasa más baja desde 1979. El último dato de empleo, publicado el pasado 6 de septiembre y que habla de 169.000 puestos de trabajo creados reduciendo la tasa de desempleo de 7,4% a 7,3%— tendría que matizarse cotejándolo con este otro dato: hay 516.000 personas menos en las filas de la «fuerza de trabajo» [6].


Hay dos problemas que limitan la representatividad de las listas del paro: la dificultad de acceder a ellas por parte de jóvenes que no han conseguido todavía su primer empleo y la facilidad con que se sale de ellas a partir de cierta edad. En un artículo dedicado a este tema —»La trampa del desempleo» [7]— Paul Krugman explicaba el drama de la persistencia en el paro de los trabajadores que llevan mucho tiempo desempleados: de los 12 millones de parados registrados en los EEUU, 3 millones llevan más de 6 meses sin empleo, y 3 millones, un año o más. Y el drama es que cuando un trabajador ha estado mucho tiempo en el paro suele por lo general experimentar el rechazo de quienes ofrecen trabajo, lo cual está creando una clase de parados permanentes.

Pero el problema no es sólo el de la insuficiencia de los puestos de trabajo creados, sino la naturaleza de esos puestos. Lo que nos obliga a regresar a la observación de Robert Reich antes citada, cuando hablaba de que se había conseguido realizar la misma producción que antes de la crisis con 6 millones menos de trabajadores. Como apuntaba el propio Reich en un escrito posterior, eso se explica por los considerables incrementos de productividad que se han dado en estos años [8].

Todos habíamos previsto, huelga decirlo, que los avances tecnológicos producirían cambios importantes en la ocupación; pero nos quedamos equivocamos pensando que eso llevaría a reemplazar el trabajo de los obreros menos perorados y a aumentar la demanda de los especializados. En eso se fundaba en buena medida la ilusión, generalmente aceptada, de que una buena educación era una garantía para lograr un buen trabajo. El caso, empero, es que las nuevas tecnologías vienen a reemplazar precisamente a los trabajadores más calificados [9]. Un estudio de la Oficina de estadística de los EEUU muestra que las tres ocupaciones más numerosas actualmente son los vendedores al detalle, los cajeros y los trabajadores en la preparación y servicios de comidas —incluido el fast food—, que suman entre todos más de 10 millones y tienen unos salarios anuales que oscilan entre los 18.000 y los 25.000 dólares, cuando la media estadounidense son 45.790 dólares [10]. Si atendemos a la última estadística norteamericana de empleo antes mencionada, la del pasado mes de agosto, veremos que de los 169 mil puestos de trabajo creados, 44 mil son de vendedores y 21 de trabajadores del sector de la comida [11].

Este último es el sector más explotado, no sólo porque sus trabajadores tienen los salarios más bajos, sino porque tienen las peores condiciones de trabajo; el 90% no tienen derecho a baja por enfermedad, de modo que se ven obligados a acudir enfermos al puesto de trabajo. Eso explica que sean los obreros del fast food quienes hayan iniciado recientemente un movimiento huelguístico exigiendo mejor salario y el derecho a formar un sindicato.

Las historias personales que se recogen entre ellos muestran la imposibilidad de subsistir con unos salarios de miseria. Se trata de trabajadores entre los que hay gente con calificación universitaria, como una chica con grado en ciencia política y en sociología gracias a haber cursado unos estudios que le han dejado deudas por un monto de 20 mil dólares de créditos académicos aún por devolver y que se queja de que el sueldo no le alcanza para una comida al día. Eso ilustra un aspecto importante de la cuestión: el reconocimiento del hecho de que «el valor de un título universitario ya no es el que solía ser, y el coste de obtenerlo comienza a ser prohibitivo» [13].

En efecto, uno de los cambios que veíamos en la naturaleza de los trabajos que se recuperan después de la crisis es la desaparición progresiva de los oficios calificados, en especial los que requerían una preparación universitaria. La concentración que se ha producido en estudios de ciencia, matemáticas, tecnología e ingenierías, que —se pensaba— aseguraban el futuro laboral de los estudiantes, está reduciendo las ventajas salariales que tenían estos titulados, y eso sin tener en cuenta que algunas especializaciones podrían quedar rápidamente superadas. El McKinsey Global Institute pronostica que en un futuro inmediato habrá una docena de nuevas tecnologías disruptivas, como la robótica avanzada, en donde el software reemplazará el trabajo ahora realizado por licenciados universitarios [13].

El resultado de esos cambios en el mercado de trabajo es una caída sistemática de los ingresos salariales. Un estudio publicado por el Economic Policy Insitute —»Una década de salarios estancados» [14]— nos da la clave explicativa de la génesis y persistencia de la desigualdad. Entre 2000 y 2012, los salarios se mantuvieron estancados o bajaron para el 60% de los trabajadores, aun cuando en esos años hubo ganancias de productividad cercanas al 25%. Y eso no era más que el final de una larga etapa de estancamiento que empezó en 1979 (con la salvedad de unos pocos años en la década de los 90), hasta el punto de que entre 1979 y 2012 la media salarial se ha incrementado un 5%, mientras que la productividad ha crecido un 74,5%. Su conclusión no puede ser más clara:

«El débil crecimiento salarial desde 1979 para todos los asalariados, salvo para los salarios más elevados, es el resultado de unas decisiones políticas intencionadas, incluidas la globalización, la desregulación, el debilitamiento de los sindicatos y el empeoramiento de las condiciones laborales, como la negativa a aumentar el salario mínimo.»


En 2007 había 1,7 millones de trabajadores cobrando el salario mínimo; en 2012, esos trabajadores eran ya 3,6 millones [15], y se sabe que son muchos los que trabajan por debajo de ese mínimo legal (por ejemplo, los trabajadores rurales, que van en grupos subcontratados por empresas especializadas). 

Del otro lado del Atlántico, los sindicatos británicos denuncian lo mismo:

«Desde hace 30 años, la parte del ingreso nacional pagada como salario se ha ido contrayendo a favor de los beneficios, y dentro de la porción salarial, cada vez ha ido a parar más a los situados en la cúspide. Eso ha contribuido al considerable retroceso de los niveles de vida experimentado en los últimos años.»

La causa principal de eso, dicen los sindicatos británicos, ha sido la política que llevado a una disminución de la capacidad negociadora de los trabajadores y al papel creciente del sector financiero desde la desregulación de los años 90. En Gran Bretaña, añaden, hay cerca de 5 millones de trabajadores con ingresos por debajo del umbral del salario mínimo legal [16].

El efecto combinado de la pérdida de puestos de trabajo estables y de la disminución de os salarios es un aumento de la pobreza. Las cifras indican que un 15% de los habitantes de los EEUU —unos 50 millones de hombres, mujeres y niños— viven por debajo del umbral de la pobreza. Y las estimaciones de una Supplemental Poverty Measure [Métrica Suplementaria de la Pobreza] que se propone estudiar con mayor detalle las zonas fronterizas con la pobreza basándose en los niveles de vida y no en los datos brutos de ingresos concluyen que la zona de «pobreza y sus aledaños» abarca a unos 100 millones de personas, es decir, cerca de un tercio de la población norteamericana. Un estudio de la UNICEF de mayo de 2012 decía que, entre los países desarrollados, los EEUU eran el penúltimo en materia de pobreza infantil, que llega al 23% (prácticamente uno de cada cuatro niños); sólo Rumania le va a la zaga en este cuadro [17].

Me gustaría destacar que no estoy hablando de las consecuencias de la crisis, sino del panorama que en la actualidad se presenta como una pauta estable para el futuro de este mundo posterior a la crisis. Este mundo de unos «años de trágico despilfarro» en el que, como ha escrito Paul Krugman hace menos de quince días, «millones de norteamericanos desanimados han caído probablemente para siempre fuera del campo de las fuerzas de trabajo y en el que millones de jóvenes norteamericanos han visto cómo sus proyectos de vida y de carrera resultaban permanentemente deteriorados» [18].

No creo que tenga que esforzarme demasiado para demostrar que esos mismos rasgos de la poscrisis norteamericana se están dando entre nosotros y que la persistencia de las políticas de austeridad es una garantía de su continuidad. Nuestras cifras de paro son tan terribles que resulta francamente dudoso que puedan llegar a absorberse nunca hasta devolverlas a los niveles estables del pasado, cuando necesitábamos inmigrantes de América Latina y del norte de África para los trabajos más duros y peor pagados. Sabemos, porque el Instituto Nacional de Estadística así nos lo repite, que los salarios bajan continuamente. Para matizar el cuadro, bastará con recordaros unas noticias que he leído esta última semana en los diarios españoles: que hay un millón de personas que trabajan en la economía sumergida (y los expertos dicen que podrían ser muchos más); que en Cataluña hay un 26% de parados que no reciben prestación alguna y unas 100.000 familias en las que nadie percibe ingresos; que hay un milón cien mil parados mayores de cincuenta años, condenados a no volver a encontrar ocupación estable y que han de buscarse la vida en el sector del trabajo ocasional, sin derecho ninguno, sin seguro ni garantía ningunos [19].

Hasta en el debate sobre la alimentación infantil, que ahora se quiere matizar diciendo que no es cuestión de hambre, sino de mala nutrición (ignorando que el problema para el desarrollo del niño no son las calorías que recibe, sino la calidad de su nutrición), hemos sabido que hay muchas familias que ocultan la situación de sus hijos, temerosas de que la administración les retire la custodia [20].

No me interesa hacer una lista de los desastres presentes, sino mostrar la similitud formal entre nuestra salida de la crisis y el sistema que se ha instalado en los EEUU, a fin de entender mejor la naturaleza del futuro que nos espera. Necesitamos partir del hecho de que lo que está pasando no es un empeoramiento temporal de las condiciones que podríamos combatir con los viejos métodos de defensa, sino que se está produciendo un cambio global de las reglas del juego, un cambio al que tendremos que enfrentarnos con una estrategia nueva.

Una estrategia que tendremos que inventar y que no será fácil de elaborar. Si hay algo que todos los que analizan los males del nuevo sistema reconocen es que no es verdad que esos males arraiguen en los cambios en la tecnología o en las condiciones del mercado, sino que el motor que alimenta la progresión de la desigualdad es de naturaleza política, y por consiguiente, que los remedios que se precisan son de la misma naturaleza.

Lo ha dicho explícitamente Emmanuel Saez, el gran estudioso de la desigualdad, al afirmar que «la desigualdad es un producto de la política gubernamental». Para remediarla, dice Paul Krugman en uno de los mejores artículos que ha escrito en los últimos meses, se necesitarán soluciones políticas, ya que la única posibilidad de conservar una sociedad de clases medias — «una sociedad en la que los ciudadanos comunes y corrientes tengan una esperanza razonable de mantener una vida decente si trabajan duro y observan las normas»— pasa por construir una red de seguridad social potente, que no sólo garantice la sanidad, sino unos ingresos mínimos. Y mientras una parte creciente de los ingresos vaya a parar al capital en vez de al trabajo, concluye, la única solución consiste en un considerable aumento de los impuestos sobre los beneficios [21].

La verdad es que no escasean quienes ven con claridad el problema, incluidos los del otro lado. Por ejemplo, la señora Christine Lagarde, la jefa del Fondo Monetario Internacional, decía el pasado enero los economistas y los políticos habían descuidado demasiado tiempo el tema de la desigualdad: «ahora todos nosotros entendemos mejor —decía— que una distribución más igualitaria del ingreso contribuye a una mayor estabilidad económica, a un crecimiento más sostenido y a unas sociedades más sanas». Unos objetivos a los cuales no se ve que el FMI contribuya cuando sigue insistiendo en la necesidad de que en España caigan más los salarios.

También los sindicatos británicos tienen claro que, para recuperar el nivel de ingresos de los asalariados, es preciso introducir cambios importantes que significarían un «nuevo contrato social con los trabajadores»; pero pierden credibilidad cuando comparan eso del contrato social con «lo que el presidente Obama ha llamado un ‘acuerdo básico'». Y cuando se ven las medidas concretas que proponen, puede advertirse que no van mucho más allá de las tradicionales de la socialdemocracia de antes de su corrupción [22].

Lo malo es que las fuerzas políticas que tendrían que impulsar esos cambios no parecen capaces de hacerlo. Vivimos en un sistema político en el que la apariencia de democracia ha llegado a corromperse a tales extremos, que no hay marcha atrás posible. Los partidos que nos gobiernan administran los recursos que reciben de nosotros a través de los impuestos y los utilizan para pagar a las empresas las obras y los servicios que el Estado no produce por sí mismo, a cambio de recibir de esas empresas la oportuna y oculta compensación. Buscan normalmente aparentar que esas contrataciones están sometidas a control público, porque se hacen con concursos de por medio; pero lo que nadie comprueba es el grado de cumplimiento de las condiciones fijadas. Si se hiciera un estudio de las diferencias existentes entre los precios a los que se otorgan las concesiones de obras y servicios y su coste final, tendríamos una primera imagen aproximada de la corrupción. Eso sin tomar en cuenta los muchos casos en que la desvergüenza ha llegado a tal punto, que se prescinde hasta de las apariencias del concurso público. ¿Por qué preocuparse de las formas, si la experiencia demuestra que los ciudadanos no tienen inconveniente en votar a políticos de corrupción públicamente reconocida?

El problema es que, como sostienen los neurobiólogos, la conducta de los humanos está determinada por un pensamiento que en su mayor parte es inconsciente, montado sobre creencias y prejuicios. La mayor parte de los políticos, dice George Lakoff, sobre todo los de izquierda, creen que la gente piensa siempre conscientemente. «Creen —escribe— que todo el mundo piensa igual y que, si se le da a la gente los hechos, la mayoría razonará infiriendo las conclusiones correctas. Pero como eso es científicamente falso, no acostumbra a pasar» [23].

Los votantes deciden menos por el razonamiento que por un núcleo de ideas y valores interiorizados en que basan su concepto del bien y del mal y de la forma en que debe organizarse la sociedad. Y esas ideas y valores son cotidianamente alimentados por los periódicos, las radios y las televisiones que cada quién elige como más cercanos a sus concepciones del mundo; unos medios que están normalmente manipulados por los grandes intereses de la derecha. En 1928 Edward Bernays, un sobrino de Freud radicado en los EEUU, publicó un libro, Propaganda, que se abría con las palabras que siguen:

«La manipulación consciente e inteligente de los hábitos y opiniones organizados de las masas es un elemento importante de la sociedad democrática. Quienes manipulan este mecanismo oculto de la sociedad constituyen el gobierno invisible que asume el auténtico poder que rige el destino de nuestro país» [24].

Desde 1928 la cosa ha avanzado considerablemente…

A tal punto menosprecian nuestros políticos la capacidad racional de los votantes, que no dudan en tomarnos el pelo de la forma más desvergonzada. Tenemos en estos momentos al gobierno del PP en Madrid, al de Convergència en Barcelona y al del PSOE en Andalucía dedicados, cada quién por su lado, a promocionar programas de lucha contra la corrupción.

¿Quién puede creerles, si no empiezan por meter en la cárcel a los corruptos que todos ellos tienen en su propia casa? Aunque es verdad que eso les dejaría sin el grueso de sus actuales cuadros, la sociedad no perdería mucho. El único que hizo en su día un gesto positivo para interpretar las cosas fue Pasqual Maragall cuando soltó, sin percatarse demasiado de lo que estaba haciendo, aquella bomba del «3 por ciento» con la que demostró, dicho sea de paso, que no andaba muy bien informado de las tarifas. 

Los efectos corruptores del sistema han sido tan eficaces, que han terminado por devorar hasta a las partes sanas de la vieja política de izquierdas. De manera que han terminado por hacer ineficaces fórmulas de reforma que en el pasado habían dado resultados espléndidos. Lo entendió perfectamente Eric Hobsbawm, testimonio vivo del fracaso del socialismo en sus dos grandes versiones, revolucionaria y reformista: en sus últimos escritos políticos decía que «los socialistas, marxistas o de otra índole, se han quedado sin su tradicional alternativa al capitalismo, a menos que —o hasta que— reflexionen sobre lo que querían decir con el término ‘socialismo’ y abandonen la presunción de que la clase obrera será necesariamente el principal agente de la transformación social» [25].

Su amigo Donald Sassoon lo interpreta en el sentido de que Hobsbawm creía que «lo que ha desaparecido (por ahora) es la creencia, compartida por todos los protagonistas de las grandes revoluciones de los siglos XIX y XX, de que era posible cambiar el orden social existente por otro mejor» [26]. Y diríase que vienen a confirmar esta opinión las desoladoras palabras que el propio Hobsbawm escribió en el prefacio de su libro póstumo describiendo nuestro tiempo como «una era de la historia que ha perdido el norte y que, en los primeros años del nuevo milenio, mira hacia adelante sin guía ni mapa, hacia un futuro incognoscible, con mayores perplejidad e inquietud de las que yo recuerdo haber visto nunca en mi larga vida» [27]. 

¿Qué podríamos poner en el lugar de las fórmulas que parecen haber caducado? En los EEUU hay un grupo de economistas de reconocido prestigio, como Richard Wolff, profesor emérito de la Universidad de Massachussets en Amherst, convencidos de que el remedio radica en el cooperativismo, o sea, en las «empresas obreras autodirigidas», como dice él. En uno de sus últimos escritos, intitulado «Un socialismo para el siglo XXI», presenta así el panorama:

«Los trabajadores transformarán sus fábricas, oficinas y almacenes en ‘empresas obreras autodirigidas’. Las defenderán tanto de un retroceso hacia el capitalismo, como de la subordinación a cualquier tipo de aparato de partido o de estado. Los trabajadores operarán sus empresas como el núcleo central de la transición del capitalismo al socialismo. Constituyendo su propio cuerpo de directores, se apropiarán de y distribuirán el excedente por ellos producido. Así habrán substituido a los capitalistas. El autogobierno democrático de los trabajadores en el puesto de trabajo liquidará así la organización antidemocrática del puesto de trabajo característica del capitalismo» [28].

Me recuerda esto, por un lado, a los problemas que se le plantearon a la economía soviética en sus primeros momentos con el peligro de la sindicalización, que convertía a los trabajadores en propietarios en beneficio propio. Pero los mayores problemas de esa fórmula se advierten cuando nos damos cuenta de que Wolff y otros colegas suyos —como Gar Alperovitz— ponen como modelo de lo que quieren a Mondragón, la gran cooperativa guipuzcoana. Y uno se percata de que no es sólo que Mondragón no haya cambiado en más de medio siglo de existencia el entorno social del país, sino que lo que pueda hacer en el futuro está completamente determinado por las decisiones de política económica que puedan tomarse desde Madrid. O sea, que la solución no está en la fábrica, sino en el gobierno.

Recuerdo que, estando yo en el Perú, conseguí un casete con canciones cantadas por los presos de Sendero Luminoso, y me impresionó una adaptación que habían hecho de «La varsoviana» con un estribillo que se repetía constantemente: «Salvo el poder, todo es ilusión».

Ya me perdonaréis que, después de mencionar al cooperativismo, no hable de un buen número de propuestas, más o menos sensatas, de trasformación del mundo, la inmensa mayoría de las cuales parten, o de obviar el asunto de cómo conseguir neutralizar la capacidad que tiene el poder político para frenar todos los cambios que pongan en peligro sus intereses, o de suponer que se puede producir una suerte de conversión universal que logrará que todos y cada uno de nosotros se despierte un día resuelto a compartir el uso comunitario de los bienes esenciales o a renunciar a los males que trae consigo el crecimiento indefinido. 

Propuestas casi siempre formuladas suponiendo que «el mundo» es el espacio de los países desarrollados en que nosotros vivimos, olvidando, entre otras cosas, que fuera de éste hay otro mundo que tendrá unos problemas angustiosos en los años venideros, ya que, como posiblemente sepáis, se ha abandonado aquella ilusión de una contención del crecimiento de la población mundial, y las nuevas estimaciones de las Naciones Unidas apuntan a un aumento muy superior al que estaba previsto: la de África pasará en el transcurso de este siglo de los mil millones actuales a tres mil seiscientos millones (Malaui, por ejemplo, se calcula que pasará de 15 a 129 millones). Ninguna propuesta de cambio social puede hacerse olvidando que estos vecinos nuestros, que ya están llamando a nuestras puertas, tendrán muchos más motivos para franquearlas en cuanto se les acaben los alimentos y el agua, y que costará mucho convencerles de que lo que conviene es acostumbrarse a consumir menos. Quiero decir que algunos de estos proyectos idílicos que apuntan a la necesidad de un cambio moral tendrán que ajustarse a una imagen más compleja del mundo que viene.

Si alguien espera que, para terminar, haga profecías sobre lo que pasará, o que proponga remedios de futuro, se equivoca. Mi función, como persona que trabaja profesionalmente en el estudio de la evolución de la sociedad, es, sencillamente, la de tratar de explicar lo que pasa, la de ofrecer los elementos para que, venciendo prejuicios, tópicos e interpretaciones mal intencionadas, cada uno mire a su alrededor, examine lo que pasa y tome partido. Lo que he querido explicar es que estamos entrando en un período que nos amenaza con la consolidación de una desigualdad creciente, con la degradación y la pauperización del trabajo asalariado y con la destrucción de los servicios sociales que nos proporcionaba el estado de bienestar, lo que traerá consigo, con toda seguridad, el empobrecimiento global de la mayoría. He querido explicar también que esa evolución no es el fruto inevitable de causas fatales e invencibles —de la «globalización», la «evolución tecnológica» u otras cosas por el estilo—, sino de una política concebida para lograr el enriquecimiento de algunos a costa de la mayoría. Esa política ha llevado a la destrucción de algunas de las herramientas defensivas que solían utilizarse antes —como la capacidad de negociación de los trabajadores— y ha terminado por corromper la democracia parlamentaria.

¿Cómo, entonces, salir de una situación que tiene unas causas fundamentalmente políticas, cuando las reglas del juego han corrompido las viejas referencias que nos habían servido en el pasado para conquistar beneficios sociales y libertades? Parece evidente que necesitamos puntos de referencia nuevos.

Mirando a nuestro entorno social, no todo lo que se ve es negro. No sólo se ve derrota y frustración, también protesta y resistencia; no sólo corrupción, también solidaridad. Donde no llegan los gobiernos y los partidos, hay movimientos sociales protagonizados por hombres y mujeres que no se resignan a los abusos a que se les quiere someter, trabajadores que luchan por sus derechos, médicos que se oponen a la privatización de la sanidad, estudiantes que rechazan la degradación de la enseñanza pública, colectividades que frenan proyectos de explotación de recursos naturales que amenazan el entorno. Hay, más allá de nuestro mundo, movimientos de campesinos que luchan colectivamente —en América, Europa, África y el sur de Asia por la tierra y el agua, hay protestas de grupos indígenas resueltos a proteger sus formas de vida y su dignidad. A pesar de su diversidad, todos esos movimientos tienen en común el hecho de apuntar a un mismo enemigo: un capitalismo depredador e incontrolado que tiene hoy fuerza bastante, no solo para reprimir las manifestaciones, sino para evitar, a través del control de la política, cualquier intento que pudieran hacer para frenar sus actividades los gobiernos elegidos con su patrocinio.

Hay que encontrar los medios de extender esa consciencia común y elaborar desde abajo, desde la experiencia de los movimientos sociales en sus variantes más diversas, nuevas formas de actuación política que puedan llevarnos adonde no llegan unos partidos que han asistido impasibles, y a menudo como colaboradores, a la destrucción de nuestras libertades y de nuestros derechos.

Hay mucho por hacer. Lo que se logre, dependerá de vosotros. A mí, que estoy ya cerca de la puerta de salida, no me toca otra cosa que la de aportar lo que he aprendido de mi trabajo y de mi experiencia. Pero el trabajo tendréis que hacerlo vosotros. Será difícil, pero vale la pena.

 

Notas

[1] Jaisal Noor, «Greg Palast: Potential Fed chair Summers at heart of global economic crisis», en Truthout, 3 de setiembre de 2013; Matt Taibbi, «The last mistery of the financial crisis», en RollingStone, 19 de junio de 2013.

[2] Simon Johnson, «The nextt emerging market crisis», en New York Times, 5 de setiembre de 2013; Paul Krugman, «This age of bubbles, en New York Times, 22 agosto de 2013, etc.

[3] Emmanuel Saez, «Striking it richer: The evolution of top incomes in the United States. (Updtaed with 2009 and 2010 estimates)», 2 de marzo de 2012. Véase, complementariamente, Annie Lowrey, «The rich get richer through the recovery», en New York Times, 10 de setiembre de 2013.

[4] N. Gregory Mankiw, «Defending the one per cent», Journal of Economic Perspectives, 27, nº3, verano de 2013, pp. 21-­34.

[5] International Labour Organization, Global Employment Trends 2013.

[6] Floyd Norris, «The shrinking ranks of working», en New York Times, 5 abril de 2013; Salvatore Babones, «Jobs, en lnequality.org, 8 de septiembre de 2013.

[7] Paul Krugman, «The jobless trap», en New York Times, 21 abril de 2013. Les observaciones de Krugman se basaban en una investigación de Rand Ghayad y William Dickens, «What can we learn by disaggregating the unemployment-­vacancy relationship?», un paper publicado en octubre de 2012 por el Federal Reserve Bank of Boston.

[8] Robert Reich, «Why there’s a bull market for stocks and bear market for workers», en su blog, 5 de mar: de 2013; James Galbraith, «Sobre la crisis de la Eurozona, Grecia, Alemania y EE.UU. Entrevista«, en SinPermiso, 1 de septiembre de 2013.

[9] Dean Baker, «Inequality: The silly tales economists like to tell», en Real-­world economics review blog, 3 de noviembre de 2012.

[10] «Bureau of Labor Statistics, Employment and wages for the largest and smallest occupations, may 2012», 29 de marzo de 2013.

[11] Dean Baker, «Economy added 169.000 jobs in august, but downward revisions cloud the picture», en Center for Economic and Policy Research, 6 de septiembre de 2013.

[12] Peter Rugh, «Fast food strikes fight the slide into junk wages-­for all of us», en Truthout, 10 agosto de 2013; Carl Gibson, «Striking ‘for our dignity’, U.S. fast food workers prepare to walk off August 29», en Occupy.com, 28 agosto de 2013; Steven Rosenfeld, «The other RNA: How the insidously powerful restaurant lobby makes sure fast-­food workers get poverty wages and have to work while sick», en AlterNet, 27 agosto de 2013.

[13] Nancy Folbre, «The once (but no longer) golden age of human capital», en New York Times, 10 de junio de 2013; Peter Radford, «Human capital. The knowledge dimension», en Real-­world Economics Review blog, 24 de junio de 2012; James Manyika et al., «Disruptive technologies: Advances that will transform life, Business, and the global economy», McKinsey Global Institute, mayo de 2013. Barbara Garson, «Abracadabra: You’re a part-­timer», a Tom-­ Dispatch, 20 agosto de 2013.

[14] Lawrence Mishell i Heidi Shierholz, «A decade of flat wages. The key barrier to shared prosperity and a rising middle class», Economic Policy Institute, briefing paper 365, 21 de agosto de 2013. Un comentario a este estudio, Richard Eskow, «Where have America’s wages gone?», en AlterNet, 29 agosto de 2013.

[15] Annie Lowrey, «Faces of the minimum wage», en New York Times, 15 de junio de 2013.

[16] Stewart Lansley i Howard Reed, How to boost the wage share, Londres, TUC, 2013.

[17] Kathleen Short y Timothy Smeeding, Understanding Income-­to-­threshold ratios using the Supplementary Poverty Measure, Washington, U.S.Census Bureau, 2012; Peter Dreier, «The invisib/e poverty of ‘The other America’ of the 1960s is far more visib/e today», en Truthout, 22 de marzo de 2012; Sasha Abramsky, «Shake a stick in post-­financial collapse America, and one hits poverty», en Tuthout, 8 de setiembre de 2013 (este texto es un fragmento de su llbro, The American way of poverty. How the other half still lives).

[18] Paul Krugman, «Years of tragic waste», en New York Times, 5 de setiembre de 2013.

[19] Manuel V. Gómez, «El doble castigo de los parados de mayor edad», en El País, 10 de setiembre de 2013, pp. 30-­31.

[20] La Vanguardia, 9 de setiembre de 2013, pp. 52-­53 y 10 de septiembre, p. 22; Ara, 8 de setiembre, p. 20;; El País, 9 de setiembre, pp. 32-­33, etc.

[21] «Sympathy for the Ludittes», en New York Times, 13 de junio de 2013.

[22] La referencia es del folleto, antes citado, de Stewart Lansley i Howard Reed, How to boost the wage share, Londres, TUC, 2013.

[23] George Lakoff y Elisabeth Wehling, The Little Blue Book.The Essential Guide to Thinking and Talking Democratic, Nueva York, The Free Press, 2012, pp. 1-­2.

[24] Edward Bernays, Propaganda, Barcelona, Melusina, 2008, p. 15.

[25] Eric Hobsbawm, Cómo cambiar el mundo, Barcelona, Crítica, 2011, p. 424.

[26] Donald Sassoon, «Remember us with forbearance: the unrepentant Eric Hobsbawm, an obituary, en openDemocracy, 5 de octubre de 2012.

[27] Eric Hobsbawm. Un tiempo de rupturas, Barcelona, Crítica, 2013, p. 9.

[28] Richard D. Wolff, «A socialism for the 21st Century», en Truthout, 7 de juny de 2013.

  

[Fuente: Sin Permiso. Josep Fontana, miembro del Consejo Editorial de SinPermiso, es catedrático emérito de Historia y dirige el Instituto Universitario de Historia Jaume Vicens i Vives de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona. Maestro indiscutible de varias generaciones de historiadores y científicos sociales, investigador de prestigio internacional e introductor en el mundo editorial hispánico, entre muchas otras cosas, de la gran tradición historiográfica marxista británica contemporánea, Fontana fue una de las más emblemáticas figuras de la resistencia democrática al franquismo y es un historiador militante e incansablemente comprometido con la causa de la democracia y del socialismo. Traducción de Ventureta Vinyavella.]

10 /

2013

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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