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Natalia Fernández Díaz-Cabal

El cáncer: experiencias, mitos y tópicos

Con ocasión del Día Internacional del Cáncer de Mama, 19 de octubre

Llevo años como docente de historia de las enfermedades, sus metáforas, las relaciones médico-paciente… Años contemplando desde una tarima las reacciones más variopintas y, de vez en cuando, cambiando la tarima por debates con interlocutores más bragados y hechos a temas incómodos. Porque hablar de enfermedad, y más aún cuando esa enfermedad es el cáncer, es algo muy incómodo. Me he estrenado recientemente como paciente oncológica. Y mi experiencia desde ese lado de la barricada no hace sino confirmar —con bastante inquietud por mi parte— lo que antes venía observando desde el (presunto) privilegio de mi actividad docente: la predisposición al tópico, cuando no al prejuicio, por parte de la gente que, desde esas buenas intenciones de las que está empedrado el camino del infierno, tratan de animarte o consolarte.

La enfermedad no existe; que se me entienda bien: no existe fuera de los manuales que la describen y que ponen ante los ojos de los expertos su rareza, su virulencia o su etiología. Pero los enfermos sí existimos. Somos legión. Y nos dan los nombres más diversos: «enfermos», «pacientes», «usuarios». Ninguna de esas palabras me transmite benevolencia. Más bien al contrario: en sus costuras anida la crudeza de quien te arroja del sistema. Pasaporte Nansen para el apátrida de la normalidad. Como si la normalidad fuera posible. Es más: como si fuera siquiera deseable. La normalidad: ese bulo de la patria homogénea y equitativa. Ese ejército de perdonavidas con todo aquello que supone una diferencia respecto a la grisura de su indistinción.

A nadie le gusta que hable sobre la enfermedad, porque da la impresión de que es un modo de convocarla. Pero hay algo que quiero que sepáis: hay que hablar sobre todo aquello a lo que hay que reparar en su dignidad. Y esa dignidad comienza en el lenguaje, porque es en el lenguaje donde se asientan las bases de la diferencia —los enfermos y los sanos, abismo de proporciones irredentas a medida que sigue creciendo el culto a la salud, donde la salud es, sobre todo, apariencia de salud—. Se nos proscribe a los enfermos, no sólo en lo espacial, sino en los discursos que aluden a nosotros como seres anormales. Y nos recluye para despojarnos de voluntad y de la administración de nuestro cuerpo.

El cuerpo enfermo es parte de una administración con frecuencia sorda e insensible que lo cataloga como “unidad de gasto”. Eso es lo que eres en términos burocráticos: un ente que implica fagocitación de fondos públicos. Se te priva del tiempo y de su tacto sonoro. Se te priva de poder planificar, a cambio de algo incierto —¿es que acaso el futuro alguna vez ha sido cierto para alguien?— y te piden una colaboración grata en la edificación permanente de tu sufrimiento y de tu soledad. Es por eso por lo que escribo sobre la enfermedad y, especialmente, sobre los enfermos, que eres tú, yo y que puede ser cualquiera, porque la salud no es, ni de lejos, ese estadio de feliz normalidad, sino un azar que nos permite una autonomía perecedera. En el lenguaje debe empezar a funcionar esa dignidad que afecta al propio lenguaje y a lo que designa. Sólo con ese ejercicio exorcista yo podré dejar de ser una “unidad de gasto”, los obreros dejarán de ser englobados en la humillante metonimia “mano de obra” y tú no serás simplemente un “recurso humano”…

Hay quien me dice que pierda el miedo a las palabras. Es casi una provocación: nunca he tenido miedo a las palabras, porque he vivido con ellas y de ellas. Tampoco me dan miedo la realidad que vascularizan y en la que me hacen sentir persona. Pero sí me dan miedo quienes tienen miedo a las palabras. Y no digamos a los que tienen miedo de lo que las palabras proclaman, ocultan o representan.

También hay quien dice que me mire hacia dentro, para ver qué ha fallado en mí, porque el cáncer es la enfermedad, parece ser, de los ajustes de cuentas. Una manera de preguntarte: “¿Con qué gestos de tu vida has apelado al tumor, que ha salido airoso, desdeñoso de tus planes de futuro?”. Y tú, que estás libre de tumores hasta en lo más límpido de tu conciencia, ¿qué ves si miras a ese pozo séptico de tu vida? ¿Crees que es suficiente la autocomplacencia para salvarse? Si así fuera seríamos inmortales. Siempre me impresionó aquella frase del escritor Fritz Zorn, fallecido de un linfoma en los años setenta, que recogía en su espléndido y estremecedor libro “Bajo el signo de Marte”: el cáncer son las lágrimas no derramadas. ¿Y si fueran las lágrimas derramadas? ¿Cambiaría en algo?. Mi argumento, como el suyo, sirve para alimentar aquellos que necesitan explicar el cáncer como un mito que no les toca a ellos porque hacen “lo correcto”. El sentido de la vulnerabilidad no llega de golpe. Primero te trae algunos signos ambiguos en una bandeja de plata.

Y, siguiendo con el desmontaje de los tópicos. Ese “siempre se van los mejores”. Pues no. No somos los mejores, en la misma medida en que no somos los peores. Ni llevamos a hombros las albardas de la culpa propia o ajena, ni somos héroes elevados a olimpos imaginarios, ni ángeles que van cayendo donde los demás arrumban cenizas y temores.

Nosotros, los que estamos en el lado más desamparado de la barricada —no se os olvide— somos el precio que todos pagamos por aquello que tenemos de más. Sociedades avanzadas, ahítas, exhaustas, que todo lo han conquistado, que han disfrazado el dolor para fingir que lo hemos erradicado, que han confundido la felicidad con la ceguera. Solo nos diferencia de vosotros una certeza estadística o su metáfora. Lo demás es engañarse: vulnerables somos todos, porque el azar es tozudo y el destino desoye el desaliento.

¿Somos más fuertes? Claro que no. Pero tampoco más débiles. ¿Luchamos? Como el resto. Pero nuestra lucha es obligada para asegurarnos de que mañana despertaremos como si tal cosa. En rigor, no luchamos. Ponemos las herramientas para que otros libren la batalla. Nuestra batalla, que resulta ser la de todos, porque nuestros papeles son intercambiables, no inamovibles. Una batalla poco épica, porque no es real. Lo que sí es real es ese sometimiento lúcido y digno a todo aquello que asegura mi existencia: mutilación, cirugía, quimioterapia, conversaciones que nadie desearía tener… Palabras que intentamos desterrar para que no incomoden o perturben.

Somos la plasmación del miedo, pero gracias a ello los demás seguís vivos.

Me gustaría que eso no se olvidara.

 

[La autora es doctora en Lingüística y doctora en Historia y Filosofía de la Ciencia. Universidad Autónoma de Barcelona y Universidad de Zhejiang (nataliafdezdiaz@yahoo.es)]

19 /

10 /

2014

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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