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La chapuza. Moneda europea y soberanía democrática

El Viejo Topo,

Vilassar de Dalt,

280 págs.

Pasar a la acción, recuperar la soberanía popular

David Rodríguez

Tras la manifestación convocada a propósito de la huelga general del 31 de marzo de este año en contra la reforma de la Ley Laboral francesa promulgada por el gobierno de Hollande, pudimos ver al economista Frédéric Lordon, micrófono en mano, arengando a los jóvenes parisinos que comenzaban a tomar la Plaza de la República de París, lugar en el que permanecerían durante toda esa noche, dando así nacimiento a la llamada NuitDebout, es decir, una suerte de 15M dispuesto a ocupar las plazas de varias ciudades galas. Este acontecimiento del presente nos brinda, pues, la oportunidad de adentrarnos más a fondo en las ideas que defiende este intelectual y activista francés.

En el prólogo del libro, Lordon ya deja claro que lo suyo es ir de frente y no esquivar los problemas. Así, en forma de preguntas retóricas, comienza por responder a algunas de las objeciones a las que se enfrenta cualquiera que, en una conversación política dentro de los círculos de izquierdas, formule la idea de la salida del euro como una vía practicable para recuperar la soberanía popular.

Así, Lordon se pregunta: “Salir del euro… para quedarse en el capitalismo?”; a lo que responde reconociendo que salir del euro no es salir del capitalismo, pero que “salir del capitalismo es más fácil de proclamar que de pensar”. A continuación, Lordon se pregunta: “Relanzar el crecimiento… cuando el planeta agoniza?”; y se responde: “Claro que ha llegado! [el momento de poner en cuestión la lógica absurda del crecimiento del PIB] Pero el decrecimiento rigurosamente aplicado es una alteración tan profunda de las relaciones sociales […] que viene a ser otra manera de decir salida del capitalismo”. Prosigue después con la pregunta: “Restablecer la soberanía… para dársela a unos representantes?”; y se responde: “La desposesión se eleva al cuadrado cuando a la que es inherente a la propia representación se suma la que despoja la representación atrapándola en unas obligaciones de rango superior, las de los tratados europeos”. Finalmente, nuestro autor expresa la necesidad de no decaer y de “Intentarlo otra vez”, aclarando que la salida del euro y la recuperación de la soberanía monetaria forman parte del “programa de las condiciones necesarias y no, desde luego, de las condiciones suficientes”; a lo que añade que “no es un progreso decisivo, es decir, que decida por sí solo, pero es […] un metaprogreso, o sea, la posibilidad de progresos futuros.”

Así, la propuesta de Lordon es diáfana: hay que intentar hacer algo; es necesario abandonar la inacción escudándose en la “tentación del todo” y para ello hay que echar mano del espacio político que permite desenvolver esa tentativa de pasar a la acción: el “espacio nacional”, saliendo de la falsa “antinomia mortal del nacionalismo/internacionalismo”, ya que “oponerse al neoliberalismo” significa, de entrada, empezar a “desmontar las interdependencias y ser capaz de pensar, si es posible, que hay situaciones intermedias entre la globalización capitalista y Corea del Norte”.

Además de por el prólogo, el libro está conformado por dos grandes partes, “Atolladeros de Europa” y “Salir”, a las que hay que sumar un apéndice en el que se reivindica la pervivencia de las nociones de izquierda y derecha política (lo que indica que Lordon tiene poco que ver con las corrientes que, por ejemplo en el 15M y después en Podemos, vieron en la superación de esas categorías la apertura de un supuesto camino liberador para la emancipación de las clases populares).

En “Atolladeros de Europa”, Lordon identifica el proceso de construcción europea como la “realización regional” de la “globalización liberal”. Una globalización que, con la financiarización −a la que califica de “revolución política silenciosa” en la que las finanzas se convierten en el “tercer intruso en el contrato social”− se relaciona, de forma conflictiva, con el principio de soberanía política. La fijación de normas férreas como las que establecen los tratados europeos (la auténtica “política constitucional” de la UE) supone un disparate que ataca a la línea de flotación de la idea de soberanía, la cual tiene que ver, precisamente, con la discrecionalidad: “que el pueblo soberano pueda decidir y revisar a voluntad”; idea esta, pensamos, que vendría a representar la versión democrática y plebeya de la máxima del jurista aristocrático y filonazi Carl Schmitt, según la cual “soberano es aquel que decide sobre el estado de excepción.”

Lordon ataca sin piedad las propuestas del “Partido de la Concordia Universal”, esto es, el europeísmo de izquierdas, el cual ve en los eurobonos la solución a todos los problemas del continente, señalando, por una banda, que el economicismo implícito en este europeísmo concibe la integración de los países europeos sólo como unión económica (si se rompe esta, se rompe toda otra relación) y no como potenciación del intercambio de otro tipo de valores, bienes y riquezas no mediadas por el mercado. Por otra banda, Lordon recuerda a los europeístas de izquierdas que el hecho de que sean los mercados los que ejerzan de disciplinadores del gasto de los países de la Eurozona otorga a Alemania un poder cuya pérdida sólo se podría compensar permitiendo que ese país transforme a los socios comunitarios en protectorados auditados directamente por la potencia centroeuropea, lo que ya acontece en Grecia. En suma, estas son las disyuntivas que no quiere afrontar el europeísmo bien pensante.

La dominación de Alemania es, pues, la “peor dominación de todas” porque es una dominación de “reluctant sheriff” (sheriff reticente), una dominación no deseada. Y lo es porque el rigor monetario forma parte del “gran mito colectivo” alemán de posguerra; un mito que, para Lordon, actúa como “sucedáneo del sentimiento nacional que después de la derrota no puede permitirse expresiones patrióticas chovinistas” y que, añadimos nosotros, parece encarnar el auténtico “patriotismo constitucional” habermasiano que profesa la sociedad teutónica. Teniendo esto en cuenta, la idea de ejercer de potencia implicaría que Alemania se convirtiese en prestamista internacional último (a semejanza de los EEUU), lo que conllevaría la disposición a estar “abierto a la idea de la creación monetaria”; algo que, dice Lordon, “horroriza a Alemania”: “Alemania domina pero de la peor forma, porque su dominación, de entrada, no es el fruto de un afán de poder, sino de un temor irreprimible […] sin proyecto ni lucidez”.

El comienzo de la segunda parte del libro, que lleva por título título “Salir”, no puede ser más rotundo: “La ciencia económica no existe. Sólo hay economía política”. Se trata de un marco de partida a tener en cuenta para adentrarse en lo que se propone en las páginas siguientes. En efecto, para Frédéric Lordon el contexto de sobreendeudamiento generalizado de todos los agentes, causado por el neoliberalismo, obliga a buscar fórmulas para conseguir que estos se deshagan de toda esa enorme deuda. Para tal fin, el “partido de los deudores” debe hacer frente al “partido de los acreedores” de una manera decidida, y esta no es otra que instaurando “tipos de interés soberanos equivalentes a los que los bancos centrales otorgan graciosamente a los bancos privados para mantenerlos a flote”. Para que esto suceda, antes hay que alterar por completo el orden de la Unión Europea; algo que sólo acontecerá por la fuerza, es decir, utilizando el “impago de la deuda como un arma política”.

Esta estrategia pasaría por las siguientes fases: suspensión del pago de la deuda soberana, reactivación del banco central nacional, devaluación y, finalmente, recuperación del control sobre el sector bancario y los capitales. “En situación de sobreendeudamiento histórico”, apunta Lordon, “no hay más opción que el ajuste estructural al servicio de los acreedores o su ruina […] Que cada cual escoja su bando y diga claramente por cuál de las dos opciones se inclina”. Lo que se propone en el libro es una “estrategia del choque” en la que “no se trata de hacer política económica en el sentido clásico y apacible de la expresión sino de derribar estructuras”; así, la salida del euro contribuye a derribar las finanzas, “el meollo del capital”.

Para el autor, que está convencido de que la Unión Europea no podrá sobrevivir si Alemania no cambia radicalmente su posición aceptando lo que nunca quiso contemplar, este cambio pasaría por aceptar el fin da independencia del BCE, permitir la creación monetaria en beneficio de los Estados, renunciar al dogma del equilibrio fiscal estructural, controlar los capitales, etc. De ahí que esta “estrategia del choque” tenga en Francia al agente necesario. El país galo, dice Lordon, debe renunciar a alimentar el mito del eje franco-alemán y estar dispuesto a confrontarse con Alemania.

En su apuesta por la repolitización a escala nacional, Lordon se adentra, en el capítulo denominado, con toda intención, “Excursus”, en vericuetos más abstractos y filosóficos para desmontar uno de los mitos del europeísmo de izquierdas: el de la existencia política de un pueblo europeo. Así, echando mano de las categorías de Baruch Spinoza, señala que la “potencia de la multitud” spinoziana “tiene un efecto de transcendencia inmanente que eleva el producto de la composición por encima de sus partes para dominarlas a todas pese a que, en última instancia, procede de ellas”. Una potencia que, para Spinoza, es el principio del Estado y de la Soberanía y que el filósofo holandés denomina “Imperium”. Pero si esta idea del imperium que captura la potencia de la multitud no presupone un tipo específico de Estado, Lordon parte de que el proyecto cosmopolita de la federación de Estados-nación padece de la incapacidad de sujetar a la potencia de la multitud a su ley común debido a que en su seno predomina la affectio societatis y no la affectio civitatis que es, en verdad, una affectio communalis. Este recurso a categorías equivalentes a las de Gesellschaft y Gemeinschaft de Ferdinand Tönnies, no implica caer en esencialismos ni en naturalizaciones. Así, citando a Spinoza, Lordon recuerda que “La naturaleza no crea pueblos […] pero tampoco los crean las adhesiones de la racionalidad contractualista”. Por tanto, siguiendo con la affectio de Spinoza, “dado que los hombres se guían por el afecto más que por la razón, la multitud tiende a agruparse naturalmente y quiere ser conducida como por una sola alma, no porque la guíe la razón, sino algún afecto común”. A lo que añade el economista francés: “las comunidades políticas, las comunidades nacionales, son fundamentalmente comunidades pasionales”. De este modo, cuando existe ese vínculo pasional, el grado de problematización que se produce entre lo local y lo global −en la cesión de poder de lo local a lo global− se atenúa y los “afectos comunes globales” consiguen imponerse sobre los “(sub)afectos comunes locales” (cuestión ésta, por cierto, que el Estado-nación español tampoco ha resuelto, complicando así la convergencia de las diferentes izquierdas nacionales en el objetivo de utilizar las palancas del Estado para romper el status quo europeo).

Esta digresión spinoziana de Lordon contiene la ironía de usar el mismo referente filosófico en que se basó Toni Negri −uno de los mayores referentes del europeísmo de izquierdas y defensor en su día de la inefable Constitución Europea− para justificar, en su obra de autoría compartida con Michael Hardt Imperio (2000), el fin (por la vía de la superación) de la forma Estado y la subsunción de la política internacional en el magma informe del Poder reticular, descentralizado y líquido; un modo de Poder que habría que potenciar para aprovechar sus contradicciones y convertirlo en la antesala de la sociedad poscapitalista que, gracias a la potencia creadora de la multitud, ya estaría naciendo en los intersticios y las grietas dejados por la revolución de las tecnologías informáticas. Una ideología, la negrista, de gran predicamento entre las izquierdas europeas de aquí y de allá, para regocijo, sin duda, de los integrantes de los organismos no electos que rigen la vida política de la Unión Monetaria y que cuenta con una versión actualizada −y también menos esotérica, todo hay que decirlo− en el trabajo de Paul Manson, Postcapitalismo (2016).

En su propuesta “Por una moneda común”, Lordon deja claro que su “repliegue nacional” no se debe a ningún tipo de atavismo. Él es favorable a la creación de espacios supranacionales, pero parte del hecho de que no va a surgir un “fantasmagórico movimiento social de masas europeo impecablemente coordinado” que “en un fin de semana histórico levante desde sus cimientos un nuevo edificio europeo”; caricatura de movimiento de masas constituyente que, se podría argumentar, tampoco se ha producido en la historia reciente de los Estados-nación europeos. Este apriori le lleva a proponer la vuelta “a la casilla de salida de las monedas nacionales” como paso previo cara a “otra forma de común monetario europeo”; un común monetario que, probablemente, esté menos integrado que la Eurozona, cuente con menos adhesiones y deje fuera, por propia decisión, a Alemania; pero un común monetario que, para el autor de La chapuza. Moneda europea y soberanía democrática, habría que explorar.

4 /

2016

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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