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Gregorio Morán

Lecciones de Francia

Estamos viviendo uno de los fe­nómenos sociales y políticos más importantes de los últimos años: la situación en Francia, atenuada desde hace dos días por las inundaciones. Confieso que echo en falta más artículos de nuestro irónico corresponsal Rafael Poch. Serían de agradecer para contrarrestar los lugares comunes de la prensa conven­cional.

En Francia se confrontan dos concepciones, de cuyo resultado nosotros seremos de los primeros en sentirlo. Primero, porque ya estamos en ello, y luego porque la derrota aceleraría nuestra decadencia. En claro; un gobierno con el marchamo socialdemócrata asume a trompicones la política que exige “la patronal” —no sé si el término ha sido arrumbado de nuestro lenguaje cosmopolita—, pero que se mueve en las mismas coordenadas que se crearon a comienzos del siglo XIX y la acumulación de riqueza y capital. Muy sencillo. Hay que sacar al Estado de todos aquellos centros económicos y sociales donde, tras correr mucha sangre, se consiguió hacerle garante de una legislación que no fuera aristocrática y reaccionaria, tan sólo burguesa. Ahora les parece poco.

Segunda tarea. Hay que liquidar los sindicatos como organizaciones y reducirlos, en el mejor de los casos, a unos representantes limitados a las empresas. Lo más inquietante de la reforma francesa está en eliminar lo general, es decir, las clases sociales reivindicativas para reducirlas a los empleados de empresas privadas. No hace falta ser un genio de la sociología para destacar que es el final del sindicalismo francés, entendido como una fuerza de defensa y presión del conjunto de la clase trabajadora.

No han tenido bastante con la erosión permanente de las clases medias —en España se calcula la bajada social en tres millones de familias y sigue el jijijijajaja— para ahora liquidar los restos de la historia obrera. Hacerlos empleados de empresas, negar su carácter de colectividad. Y como siempre ha ocurrido en la historia, desde Alemania hasta España, pasando por Francia, esa es una tarea que debe encomendarse a la socialdemocracia. La derecha no se atrevería a hacerlo, salvo en países donde la tradición sindical se destruyó, como aquí, en los años postreros del PSOE.

Pero en Francia hay elementos que dificultan la impunidad del poder y las presiones patronales —bastaría recurrir a su historia—. Lo primero es una sociedad civil que ejerce, sin castrar. Ya se han recogido 5.500 firmas de notables —publicadas en el diario Libération (¡dónde podrían aparecer aquí!)— exigiendo que los grandes salarios no pueden pasar de 1,75 millones de euros anuales, que no está mal, pero que son una nadería con lo que están ganando los ejecutivos de esas empresas que consideran que el mayor problema es tener trabajadores fijos y atenerse a las condiciones que impone la legislación estatal. (El caso de Carlos Ghosn, líder de Renault —participada por el Estado—, es que alcanza los 16 millones anuales y que le importa una higa lo que puedan decir los consejos de administración, porque no son vinculantes).

Ocho premios Nobel galos y una medalla Fields (¿cuántos tenemos nosotros?) han exigido que se mantengan los programas de investigación, y ese Gobierno implacable de un Hollande desnortado y un Valls implacable en su ambición de llegar a la presidencia, han tenido que pensárselo. Primera medida, subir los sueldos de los profesores. En Francia tienen un peso que nosotros ni podemos soñar, y que tampoco hicieron aquí nada por ganárselo, el desdén social por la enseñanza de alto o bajo grado viene de lejos y en muchos casos justifica esa obsesión por garrapiñar los departamentos docentes. La quiebra de la enseñanza en España es una pandemia en la que se mezcla la zafiedad de una sociedad descerebrada con el desánimo de los profesionales. La enseñanza media está en precario y la universidad en quiebra.

En Francia viven algo insólito para nuestros parámetros. El sindicalismo no ha muerto. Y gracias a eso ha aparecido un líder, Philippe Martínez, técnico de la Renault de Billancourt, la leyenda de antaño en la lucha obrera, un tipo audaz y con capacidad política, parece ser que oratoria ninguna, pero que ha arrastrado tras él a un movimiento que no le hace ascos a nada porque conoce la pelea. Es el primer secretario de la CGT, el mayor sindicato aunque muy capitidisminuido —alcanzó cinco millones de afiliados y ahora no llega al millón—, que no milita en el Partido Comunista; lo dejó en el 2002. (Tiene su aquel que la lucha enfrente a dos hombres de procedencia española, con una aspirante muy bien colocada en esta pelea de machos: Hidalgo, alcaldesa de París. Tanto Valls, el primer ministro, como Martínez, de familia exiliada y nacido en el norte de África, como la alcaldesa Hidalgo pertenecen a aquella generación de padres españoles que tuvieron que salir de la canallesca y agobiante España del franquismo. Bastaría la ruinosa experiencia del pintor Xavier Valls, padre del político, en aquella Barcelona franquista, timorata y meapilas de los años cincuenta.)

Cuando, el pasado 21 de mayo, Philippe Martínez, líder de la CGT, agarró un neumático y asumiendo su papel de dirigente hizo lo que los demás no creían que iba a hacer, echarlo para que ardiera y bloquear la refinería de Haulchin, se ganó los galones del valor y de la coherencia. Las cosas son así, esas peleas no se ganan en los despachos; porque los valores no son supuestos, como en el ejército. En el sindicalismo se demuestran.

Otra lección francesa es la cautela ante las huelgas generales, que ya se sabe dan mucho rebomborio mediático y escasa influencia en el adversario. Siete sindicatos en pie de guerra, desde los transportes públicos de París hasta las centrales nucleares —19 en Francia—, bloqueo de refinerías… Pero con otro rasgo significativo, el apoyo de la población a los huelguistas se mantiene en un 50 por ciento, según estimaciones que no tienden a la benevolencia. (Aquí, cuando hay una huelga, es raro que los medios informen a la ciudadanía, y como venimos de donde venimos, es decir, de una insolidaridad y una falta de entendederas de nuestra situación precaria en un mercado que nos vuelve a siglos pasados, el personal se subleva. Lo normal es que cargue contra los huelguistas y nunca contra la empresa que los provoca. Esa frase terrible que suele escucharse en las huelgas que afectan al común, “¡Yo soy un trabajador y me están jodiendo con estas gilipolleces!”. Procedemos de donde es sabido y nadie entiende una protesta que no sea la propia. Los demás le joden, porque llega tarde a trabajar.)

Ese es otro signo. La ausencia de conciencia de que nosotros somos griegos habiendo trabajado como alemanes, y que no debemos nada a nadie. Y que si hubiera alguna duda que se lo pregunten a aquellos que esquilmaron el Estado. ¿Fuimos nosotros, ahora que hemos pasado casi todos de trabajadores a autónomos, es decir, a pequeños empresarios, ricos y sin patrimonio? ¿Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades? Que se lo pregunten al PP, al PSOE, pero si hay un delito que cometimos es el de la cretinización. La gente crédula seguía pensando que algún brujo bancario, profeta y extorsionador, nos había explicado cómo podías sentirte rico siendo más pobre que antes.

Por eso es trascendental lo que ocurre en Francia. Si ganan, podemos compartir una victoria insólita en una época marcada por la vuelta a la servidumbre. Si pierden, habrá que aprender para poder salir de esto. Eso sí, todos nos insistirán en que Mariano Rajoy no miente, sencillamente engaña. Al menos en Francia pelean cuerpo a cuerpo sobre algo que es trascendental: si se elimina el papel del Estado, por más corrupto que sea el nuestro, habremos per­dido un recurso. Igual que perdimos los sindicatos porque supieron alquilarlos a tiempo parcial.

 

[Fuente: La Vanguardia]

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2016

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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