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Juan-Ramón Capella

Apuntes sobre la cultura social hacia 2016

Tatuajes

Si uno sale a la calle o se dispone a ver televisión, lo que probablemente afecta más a la sensibilidad es la infinita proliferación de los tatuajes. Muchísima gente exhibe tatuajes, y uno tiende a pensar que hay muchos más no exhibidos. Este tatuaje masivo es un fenómeno que aunque tenga varios años sigue siendo nuevo. Es un fenómeno cultural-poblacional nuevo. Secundariamente, pero menos masivo, están los piercings, y los pendientes entre los varones. Este fenómeno, sin embargo, parece más localizado entre los jóvenes.

¿Cuándo aparece la masificación de los tatuajes? Creo que el efecto mimético lo provocó el futbolista Beckham, hacia 2002, cuando empezó a jugar en el Real Madrid. Beckham era un icono publicitario no sólo por su belleza física (en un canon bastante soso y muy tradicional, por decirlo todo) sino también por su matrimonio con otro icono, una de las Spice Girls. La exposición al público del mozo tatuado pudo ser decisiva en la difusión de los tatuajes entre los jóvenes. Por lo demás, son muchísimos los futbolistas destacados, iconos mediáticos también, que exhiben tatuajes (algunos tienen la epidermis tan exageradamente tatuada que pueden resultar repulsivos).

Esta moda del siglo XXI no se parece en nada a las pinturas y adornos de las tribus africanas primitivas, a veces verdaderas obras de arte, que los elaboran según sus tradiciones. Los de aquí se parecen más bien a las caracterizaciones de piratas inventadas por los maquilladores de las películas de Hollywood, esa peste.

Es evidente que tanto los piercings como los tatuajes expresan una «voluntad de diferencia», una distinción que en el caso de los piercings (en la lengua, en la nariz, en los pezones) puede resultar incluso deliberadamente agresiva para la sensibilidad ajena. Esa agresividad inmotivada, que las personas padecen, es también signo de decadencia social: no hay fraternidad en un piercing desagradable. El piercing expresa o bien cierto esteticismo (en casos más bien excepcionales) o más bien agresividad difusa.

La cuestión, sin embargo, es si tatuajes (de los masificados en un cuerpo se puede decir lo mismo que de los piercings) y piercings, que manifiestan una «voluntad de diferencia», expresan realmente autonomía personal libre o en cambio gregarismo y (lo que no parece ser a una visión superficial, pero más que probable sin embargo) sumisión.

Habida cuenta de que los tatuajes y demás no transmiten ningún mensaje inteligible —no expresan una protesta, un deseo, etc.—, no se dirigen a la inteligencia sino a la sensibilidad, limitándose sólo a ser exhibidos (salvo el caso de que expresen mensajes íntimos, aunque como medio de comunicación serían rocambolescos), se puede eliminar la hipótesis de que formen parte de algún tipo de mensaje político o social: son simplemente manifestaciones culturales. Con ellos su portador trata de individualizarse, aunque la masificación de tal intento lo convierte en su contrario, en una gregarización. Pues al difundirse, como la moda, por imitación, la sospecha de gregarismo y conformismo en ambientes determinados puede cobrar fuerza.

Es la televisión la que puso en contacto los tatuajes de Beckham con los jóvenes.

La moda, más en general, es también un fenómenos gregario. No interesa aquí la industria de la moda, sino modas particulares entre los jóvenes, que pueden sucederse casi sin dejar rastro: llevar pantalones a cuadros los chicos, o los pantalones caídos a la altura de medias nalgas, o llevar los tejanos agujereados, o camisetas sobre camisetas, comparten con los tatuajes el hecho de proceder de modelos televisivos (ahora de películas o series norteamericanas), y son reveladores de una fortísima exposición a la televisión sin protector cultural alguno.

Se puede concluir que la adopción de tales modas se debe al temor de las personas a quedar excluidas, de aparecer —en determinados ambientes— como raras, como no integradas del todo.

También muestran abismos socio-culturales, entre aquellos que parecen sentirse a gusto en el mundo tatuado, por decirlo así, y aquellos a quienes ese mundo disgusta.

De todos modos, conviene consignar también aquí un fenómeno más reciente: el sincorbatismo de los ricos y/o poderosos: gentes que siempre solían vestir formalmente, que observaban rigurosamente las formas de la vestimenta, ahora aparecen a menudo sin corbata, como menos engolados. Creo que este fenómeno no es independiente de la aparición de nuevos signos de vitalidad político-social de los de abajo. G. Orwell señalaba que tras el fracaso de la insurrección militar en la Barcelona de 1936 desaparecieron los sombreros. Que las corbatas vayan a menos parece pues una buena señal.

Televisión y publicidad

La magnitud de esos fenómenos, que no parecen tener dueño, esto es, que no parecen haber sido provocados por alguien determinable —las personas, simplemente, han quedado atrapadas en los modos de vida consumistas—, manifiesta la enormidad de la influencia de la prédica publicitario-televisiva, con una capacidad de incidencia muy superior a la de las prédicas educativas, religiosas o políticas.

En los niños, en la escuela, está siempre muy claro que la posesión de un objeto que los demás no tienen produce una momentánea distinción; de la misma manera que no poseer lo que todos tienen (un yo-yo, un telefonillo) produce sufrimiento, ansiedad, temor a la marginación en el carente.

Ese comportamiento «modélico» en los niños se encuentra también en jóvenes y adultos acríticos con el consumo. La publicidad se sirve de ese mecanismo psicológico (por ejemplo, proponer un auto con un mecanismo que no tienen los demás, un uso elitista del auto, etc.) para inducir al consumo.

El mundo social contemporáneo muestra que las personas sufren por no poseer objetos o rasgos que tienen los demás. Por eso hay que calificar los tatuajes o los piercings de gregarios, o conformistas, dentro de los grupos sociales a los que se adscriben sus portadores. Son sumisos ante la televisión y ante el grupo.

La institucionalización de estos fenómenos se materializa en el llamado centro comercial (su acceso está incluso señalizado en las carreteras del Estado); es allí donde se produce el shopping, el moderno entretenimiento consistente en ir de compras, se compre o no; donde tiene lugar el neurótico «placer adquisitivo» de bienes innecesarios…

La pregunta político-social pregnante es hasta qué punto este consumismo activo y esas modalidades de la moda afectan a las clases trabajadoras. Y temo que no hay que ignorar la respuesta obvia: tienden a afectar a toda la sociedad, clases trabajadoras incluidas, aunque éstas busquen beneficiarse al máximo de los precios, de las rebajas, etc. Hay también «centros comerciales» para trabajadores, con mercancías baratas, en las periferias de las grandes ciudades.

Un paréntesis: sobre la televisión:

Las cosas de la televisión son vistas como hechos de cultura, igualándolos a los de gran cultura, por las capas pequeño burguesas y por los profesionales pseudointelectuales de los medios audiovisuales, casi siempre inmunes a los libros y al arte verdaderos. Esos agentes recuerdan ante micros y cámaras series, dibujos animados, personajes, músicas, etc., productos casi siempre deleznables tratados como obras de arte, y entre ellos tratan al personal de la televisión y de la radio (o sea, a ellos mismos) como «grandes comunicadores». Hay incluso «expertos» que se expresan como maestrillos en «comunicación» (en realidad manipulación). Crean Academias de la comunicación. Todos alaban la mierda «cultural» con que les alimenta la clase dominante como si no hubiera otra televisión posible. No hay nada menos popular, en el sentido autónomo de la palabra, que la televisión, y nada más popular que ella en el sentido heterónomo de ‘popular’. Porque para el sector definitivamente atontado de la población, el que pasa horas ante las pantallas y sigue sus concursos, huye de la lectura como de la peste, compra los cosméticos anunciados, sigue sus consejos de salud, consulta a sus pitonisos o guisa sus recetas, toda autonomía ha desaparecido para siempre.

Producción y publicidad

La publicidad nació como necesidad de dar a conocer las mercancías; con la producción masiva se agigantó también la publicidad, y ésta consiguió llegar a todas las viviendas con los inventos de la radio y la televisión. Además ocupó las ciudades, las vías de comunicación, etc., hasta el punto de que pocos espacios públicos no han sido colonizados por la publicidad, que también consigue colarse en espacios privados.

La publicidad, ayuda, pues, a colocar la producción de masas. Y lo hace tan bien que es capaz de crear necesidades de masas. La publicidad de la Coca-cola convirtió en indispensable este producto: se creó publicitariamente la necesidad de consumir Coca-cola, que hoy está naturalizada, por decirlo así, en la vida cotidiana de prácticamente todo el mundo. Si la publicidad puede producir necesidades, y eso está demostrado, ha dado un paso más allá de su función originaria. Ya no está limitada a anunciar las mercancías sino que puede sugerir consumos que determinen la producción de nuevas mercancías.

De modo que la publicidad no tiene más límite que la financiación que las empresas quieran darle, o, dicho de otra manera, su límite está en que haya empresas capaces de comprar publicidad (para adjudicársela luego indefinidamente a sus propios compradores, incorporando el coste al de producción de las mercancías publicitadas). Los costes publicitarios tienden a resultar nulos a partir de cierta masa (la producción industrial masiva de contenidos de conciencia es muy barata). Por eso la publicidad puede promover la venta (y la producción previa) de bienes inútiles, o de bienes de obsolescencia planificada, etc. Eso muestra que, sin límites políticos, la publicidad es un instrumento social perverso potencialmente, y probablemente también perverso actualmente, dicho sea poniéndonos un poco aristotélicos.

Ya no es la publicitación de un bien determinado lo que más cuenta: es la proposición general de un modo de vida consumista lo que la publicidad genera. Los microanuncios, inabarcables con la mirada, que aparecen en las ruedas de prensa de deportistas, o en los propios estadios cuyas competiciones se televisan, muestran que no es necesario destacar publicitariamente algo determinado: basta con que se halle inmerso en la cadena de las publicidades, en el universo de mensajes producidos industrialmente que inducen al consumismo.

Internet

Internet y los teléfonos móviles son —tras los ordenadores personales— los hallazgos tecnológicos más influyentes socialmente después de la invención de la radio y la televisión.

La publicidad también invade el medio de la comunicación digital, pero ahí aparece como una molestia muy superior a la que causa en el ámbito de la televisión. Ante el televisor el espectador «paga» con su exposición a mensajes publicitarios el «bien» —generalmente el degradado bien— que la televisión le suministra. Funciona como un trueque obligatorio. El bien, por ejemplo una película, se degrada por cortes publicitarios, por el doblaje, por la sobreimpresión de pequeños anuncios con el nombre de la emisora o de otros programas, por no aparecer en pantalla en el formato debido. El público se ha acostumbrado a esta degradación de bienes de cultura, a la manipulación de auténticas obras de arte que se consideraría inadmisible si tales obras sólo se pudieran disfrutar en un museo.

No ocurre lo mismo en internet, cuyos usuarios ven la aparición de publicidad en sus pantallas como una intromisión no deseada, y buscan protegerse contra ella. No está claro que la publicidad llegue a tener en internet el éxito que ha tenido con la televisión.

La llamada comunicación horizontal que los medios informáticos facilitan tiene otros peligros: el libre acceso y la libre circulación de lo que se puede llamar propiamente mierda cultural, compuesta por mensajes inmeditados, muchas veces medio afásicos, por informaciones falsas o verdades a medias, también por imágenes que envilecen el concepto de obra de arte al presentarse como tales, y, todo hay que decirlo, por la proliferación en el mundo real de las llamadas instalaciones, o los happenings «artísticos», provocaciones al espectador o atrevimientos que son presentados como artísticos y aceptados como tales por supuestos críticos profesionales carentes del menor atrevimiento crítico. También en esas instalaciones —salvo pocas excepciones— aparece la degradación estilística, el manierismo, como el de aquel sujeto que se dedicaba simplemente a envolver con telas monumentos conocidos, haciéndolo, naturalmente, con financiación del contribuyente..

La comunicación horizontal, entre personas, sin pasar por algún filtro autoritario, es el mayor bien que proporciona internet. Permite la aparición de publicaciones digitales sustraídas a la censura pública (la censura siempre existe aunque no sea una censura política: es la censura impuesta por los pacatos, por los conservadores, siempre prestos a indignarse y a recurrir a los tribunales, de quienes hay que protegerse).

Otros beneficios están mucho menos claros: para empezar, la industria informática (y su comercialización) son de lo más opaco. Llaman «navegar» a efectuar conexiones; llaman «almacenar en la nube» a depositar el trabajo de los usuarios en inmensos contenedores informáticos ubicados en California. Y los grandes agentes económicos de esta rama industrial (desde Apple a Microsoft, pasando por Google, etc.) están dotados de un poder casi incontrolable. Mucha gente acaba sosteniendo la falsa creencia de que internet es un bien común y horizontal, cuando el cableado, los nodos de conexión y los servidores están en manos de empresas privadas. También internet es un medio en el que se consume: imágenes, videos, publicidad, música, információn. La horizontalidad también nos alela.

Todo eso por no hablar de peligros más actuales: los teléfonos móviles permiten localizar exactamente a una persona (actúan como GPS) y matarla mediante drones (eso hace la presidencia norteamericana, sin pasar por jueces y tribunales, como si los asesinatos —incluidos los de los propios connnacionales— fueran actos de guerra).

Instituciones

La mayoría de la población está tan asaeteada de publicidad que ni siquiera es capaz de percibir los problemas políticos reales y sus alternativas. En junio de 2016 ha habido en España unas elecciones parlamentarias en las que estaban en juego dos políticas económicas distintas: la neoliberal y la intervencionista: nadie, ningún medio, lo ha destacado. Los periódicos y medios de masas no informan —los primeros— y manipulan —todos—. En realidad la democracia está secuestrada para los de abajo: los de abajo no han conseguido llegar al poder nunca por medios democráticos. Ni siquiera con el mayor levantamiento poblacional experimentado por Francia en 1968 pudo el Partido Comunista, o sea, el que era el partido de los de abajo, de los trabajadores, alcanzar el poder en coalición con otros partidos de centro-izquierda; es más, algunos políticos radicales, como Mendès-France, se negaban a la colaboración con los comunistas y al mismo tiempo se manifestaban con los estudiantes con el mayor cinismo.

En España no se excluye a los de abajo —a los trabajadores, a los parados, a la gente corriente— del ejercicio del derecho al voto. Pero ese ejercicio no importa demasiado, porque hay mecanismos suficientes para impedir que los suyos —los representantes de las gentes trabajadoras— llegen al poder. Campañas mediáticas, sistemas electorales, calumnias, difusión del miedo, descalificación, tergiversación de sus propuestas políticas, etc., se encargan siempre de tratar de impedir que la voz autónoma de la población trabajadora surja y se inserte en la voluntad pública estatal. Expertos manipuladores académicos se encargan, por su parte, de sugerir lo que esa voz debería decir para resultar aceptable para el poder. De la legión de esos opinantes más vale no hablar: su lugar debería ser un pozo ciego.

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6 /

2016

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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