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El siglo soviético

Crítica,

Barcelona,

510 págs.

Ramón Campderrich Bravo

El socialismo supone que la propiedad de los medios de producción es de la sociedad, no de una burocracia. Siempre se ha pensado en el socialismo como una etapa más de la democracia política, no como su rechazo. Por ello, seguir hablando de ‘socialismo soviético’ es presentar una auténtica comedia de los errores. Asumir que el socialismo es factible supondría la socialización de la economía y la democratización de la política. Lo que sucedió en la Unión Soviética no fue sino el dominio de la economía por parte del Estado y una burocratización de la economía y de la política. Si, ante un hipopótamo, alguien insistiera en afirmar que se trata de una jirafa, ¿se le otorgaría una cátedra de zoología? ¿Acaso las ciencias sociales son menos exactas que la zoología? [*]
M. Lewin, El siglo soviético, p. 471.

 

Aprovechando el primer centenario de la Revolución Rusa, la editorial Crítica ha tenido la acertada idea de volver a editar la traducción española de la obra maestra del ya fallecido historiador ruso afincado en Estados Unidos Moshe Lewin [1]. El ensayo de Lewin se propone proporcionar una respuesta racional y solvente a la pregunta ‘¿qué fue la Unión Soviética?’, esto es, ꞌ¿en qué consistió el sistema sociopolítico existente en aquel país durante más de setenta años?ꞌ.

La poca disposición a analizar con racionalidad y precisión el sistema político y la sociedad soviéticos ha sido por mucho tiempo la actitud predominante entre los académicos occidentales. Con demasiada frecuencia, la invocación de etiquetas ideológicas o propagandísticas tales como comunismo, socialismo o totalitarismo, unas utilizadas con manifiesta incorrección, otras creadas en sus mismos orígenes con fines de manipulación propagandística [2], ha sustituido el estudio científico de la realidad soviética. El abuso indiscriminado de dichas etiquetas ha comportado repetidas veces un entendimiento defectuoso de la naturaleza del sistema soviético y ha reducido toda su complejidad a un catálogo de los crímenes indudablemente cometidos por muchos de sus líderes. En agudo contraste con los prejuicios subyacentes a la mayoría de los estudios occidentales sobre la historia soviética, Lewin está convencido de que esa historia puede ser científicamente estudiada al margen de tales prejuicios. Según el académico ruso, su ensayo sería la prueba viviente de dicha posibilidad.

El libro de Lewin es más un ensayo de investigación que una monografía histórica tradicional, por lo que predomina en él la perspectiva analítica y temática por encima de la cronológica. Dos son las tesis clave acerca del sistema soviético sostenidas en El siglo soviético: 1) este sistema apenas guarda alguna similitud con un modelo de sociedad socialista, pues, en realidad, fue una estrafalaria mezcla de autocracia zarista renovada y dictadura modernizadora no capitalista; y 2) resulta por completo inapropiado definir como ‘estalinista’ toda la experiencia soviética postrevolucionaria porque el estalinismo acabó hacia mediados de los años cincuenta y desde entonces se desarrolló una sociedad y un estado postestalinistas, muy distintos a aquellos conocidos en la época de Stalin, hasta que las reformas de Gorbachov condujeron a la disolución de la URSS.

1) Respecto a la primera de las tesis mencionadas, Lewin describe, haciendo gala de un impresionante conocimiento de los archivos rusos desclasificados hasta el momento de la publicación de su libro, cómo evolucionó la sociedad y el estado-partido soviéticos en su papel de autocracia modernizadora entre los años veinte y los años ochenta del siglo XX. La Gran Guerra, la Revolución Rusa y la subsiguiente guerra civil destruyeron buena parte de las estructuras sociales y políticas heredadas del pasado. El partido bolchevique, una organización política socialista urbana antes de la Revolución de Octubre, conquistó el poder prevaliéndose del vacío de autoridad existente entonces a causa de la incapacidad de cualquier otra fuerza u organización para ganarse el apoyo de la población o de movilizarla con el objeto de construir un régimen estable y popular. En un contexto de devastación total tras años de guerra [3], el liderazgo bolchevique se encontró en la nada envidiable posición de tener que reconstruir la sociedad y el estado por medio de un partido diezmado y excesivamente centralizado cuyos miembros políticamente más valiosos y mejor formados habían muerto en la guerra. Por si ello no fuera suficiente quebradero de cabeza, Lenin y sus colegas, líderes, recuérdese, de un partido obrero urbano, se hallaban inmersos en un mundo abrumadoramente rural –a principios de los veinte, el campesinado todavía constituía más de las tres cuartas partes de la población del antiguo imperio ruso− y aislados del resto de Europa, por no decir acosados por los gobiernos europeos. A esas alturas, no existían ya organizaciones o movimientos políticamente relevantes fuera del partido bolchevique y el componente democrático de la Revolución Rusa, los soviets, no pasaba de ser una sombra de lo que fue, perdida su autonomía debido a las exigencias de la guerra civil o liquidados sin más en el transcurso de la misma en los territorios controlados por los rusos blancos [4].  En resumidas cuentas, la Rusia de la postguerra civil estaba a merced de una minúscula élite con poder absoluto para llevar a cabo una misión primaria y urgente [5], si se quería que el país sobreviviese a su ruina: reconstruir el estado y la sociedad, como ya se ha apuntado.

Una vez desaparecido del horizonte inmediato el ilusorio sueño de una revolución socialista mundial o europea –visto las cosas retrospectivamente, claro está−, la élite a que se ha hecho referencia en el párrafo anterior sólo podía hallar alguna inspiración realista para cumplir su misión en el capitalismo occidental y, sobre todo, en la Rusia prerrevolucionaria (ya que el haber de la Rusia revolucionaria se limitaba a la guerra, el caos y la férrea dictadura que representó el ‘comunismo de guerra’, si dejamos de lado el corto experimento de los soviets y la decepcionante NEP). Y ¿cuál era el único modelo que ofrecía la Rusia prerrevolucionaria a los apparatchik bolcheviques? Pues ni más ni menos que la recién derrocada autocracia zarista misma, consistente, básicamente, en una todopoderosa burocracia estatal encargada de tratar todos los asuntos concernientes al imperio ruso en nombre de un déspota sacrosanto. Esa fue en buena medida la clase de régimen que surgió finalmente en la década de los veinte y de los treinta: una autocracia bajo el liderazgo de un déspota, Josif Stalin, en la cual un gigantesco aparato burocrático se ocupaba de cada detalle y administraba cada aspecto de la sociedad. Pero mientras la autocracia zarista era en lo fundamental conservadora, estaba consagrada a la preservación de un orden semifeudal y agrario, la autocracia burocrática soviética obedecía a un espíritu modernizador, es decir, funcionaba como un despotismo cuyo fin era transformar Rusia en una potencia industrial urbana de primer orden, con ciudades modernas, tecnología moderna, armas modernas, una población técnicamente instruida… Naturalmente, la modernización soviética seguía los patrones de modernidad de la época, que no eran otros que los propios de la primera mitad del siglo XX.

Para alcanzar lo antes posible esta meta modernizadora, el autócrata, Stalin, y la burocracia del estado-partido a su servicio estaban dispuestos a imponer todo tipo de sacrificios a la población soviética en aras de unos mal concebidos ideales de progreso y grandeza patriótica. Las brutalidades de la ‘colectivización’ forzosa del campo, de la industrialización acelerada, del GULAG [6] y de la reconstrucción después de la Segunda Guerra Mundial se justificaron como sacrificios inevitables para crear de la nada una Gran Patria Rusa moderna. Brutalidades que supusieron millones de víctimas, a las que habría que sumar las purgas políticas preventivas de miembros del partido y del ejército considerados potenciales enemigos del proyecto nacionalista de modernización ‘relámpago’ de la URSS (o, también, de quienes eran vistos como unos inadaptados a la nueva realidad). Además de responder a una política preventiva de eliminación de hipotéticos obstáculos a ese proyecto, las purgas políticas (y administrativas) servían al propósito de señalar chivos expiatorios a los cuales responsabilizar de los fracasos o contratiempos en su implementación, así como del sufrimiento que generaba a la población.

2) En cuanto a la segunda tesis de Lewin, la necesaria diferenciación entre la URSS estalinista y la postestalinista, el autor ruso advierte del error científico o la trampa propagandística que supone equiparar dos fases de la historia soviética tan heterogéneas entre sí. Para Lewin, la principal diferencia estructural entre estalinismo y postestalinismo reside en que durante el primero la maquinaria burocrática modernizadora se hallaba sometida a un liderazgo y control específicamente políticos, si bien de carácter criminal, aterrador y arbitrario, encarnado en la persona de Stalin, mientras que en el postestalinismo no: los estratos superiores y medios de la burocracia del estado-partido se liberaron de cualquier clase de liderazgo y control efectivos y se hicieron dueños indiscutibles de la situación. Ante la falta de una dirección política, democrática o tiránica, de la burocracia, sus capas superiores no tuvieron otra preocupación (ni otra aptitud) que conservar y disfrutar sin los sobresaltos del estalinismo sus privilegios económicos y sociales a cambio de una mejora sustancial, aunque modesta en comparación con la experimentada en las sociedades occidentales, de las condiciones de vida de la población.

Los resultados del postestalinismo, que se extiende desde la condena de los excesos de Stalin por Jrushchov en el XX Congreso del partido (1956)  hasta los años ochenta, fueron ambiguos. Por un lado, el grueso de los ciudadanos soviéticos gozaron de un nivel de vida y una seguridad jurídica nunca antes visto en los territorios de la URSS (ni tampoco después): las condiciones de vivienda, alimentación, instrucción y trabajo mejoraron drásticamente; se creó un incipiente ‘estado de bienestar’; el terror masivo y los campos de concentración desaparecieron; el respeto a la legalidad en el ámbito penal y policial se tomó en serio y la severidad de las penas se suavizó. Pero, por otro lado, el dinamismo del sistema a todos los niveles, dependiente en el pasado de las sacudidas provocadas por las periódicas descargas de la terrorífica e inhumana furia estalinista, quedó reducido a la mínima expresión. A pesar de contar con información fidedigna tanto de la situación de la URSS como de sus rivales occidentales, la élite soviética, incapaz de reaccionar e innovar, continuó pensando en términos de la primera mitad del siglo XX en cuanto al modelo tecnológico-productivo [7] y en términos de autocracia sin autócrata en el plano político. El postestalismo terminó el mismo día en que los burócratas de las altas esferas se cansaron de ser meros gestores oficiales de los activos estatales y, aprovechando las oportunidades y la inestabilidad creada por las reformas de Gorbachov, decidieron apropiárselos con todas las de la ley. El origen de la clase dirigente y del capitalismo mafioso rusos de los noventa se halla en este paso, o conversión de los gestores o managers del estado-partido soviético en propietarios legales de sus activos privatizados [8].

No deseo acabar esta reseña sin plantear críticamente una cuestión a mi juicio fundamental y que el autor no formula en su ensayo. Se trata del problema de la probable conexión causal entre determinados aspectos de la organización, doctrina y práctica del movimiento bolchevique con anterioridad a su toma del poder en otoño de 1917 y el desarrollo posterior de los acontecimientos que llevaron a la génesis de ese espantoso engendro que fue el estalinismo. Las afirmaciones al uso en cierto sector de los estudios sobre la URSS del estilo ‘Lenin y los revolucionarios bolcheviques de 1917 nada tuvieron que ver con lo que pasó después en la URSS’ o ‘la degeneración del sistema soviético fue obra exclusiva de Stalin’ no parecen convincentes ni razonables. En este punto, si en verdad queremos comprender por qué fracasó el experimento soviético en el antiguo imperio zarista, se debería valorar cuidadosamente las aportaciones sobre el tema de autores contemporáneos que, si bien han hecho de la tarea de denigrar la revolución bolchevique una especie de compromiso personal, son, a pesar de ello, historiadores competentes, como Orlando Figes o Robert Service.

Notas

[*] El original en inglés matiza el contenido de la última pregunta retórica: “Are the social sciencies really that much less exact tan zoology?”.

[1] La primera edición en español de El siglo soviético data de 2006.

[2] Este es el caso del término ‘totalitarismo’. Proviene de la expresión ‘stato totalitario’, acuñada en los años veinte por el fascismo italiano para referirse a sí mismo.

[3] No es una exageración. Un ejemplo muy significativo: la producción rusa de acero y hierro de 1921 representaba tan sólo el 4% de la de 1913 (Lewin, M., El siglo soviético, pág. 370).

[4] Como es sabido, un soviet es una asamblea o consejo de soldados, obreros urbanos o campesinos. A lo largo de 1917, la mayoría de los soldados y los trabajadores urbanos y muchos campesinos formaron de manera más o menos espontánea soviets en las unidades militares, las fábricas y las comunidades rurales, los cuales tomaron progresivamente el control de ejércitos, talleres y aldeas. El movimiento de los soviets forzó en la práctica la abdicación de Nicolás II e impuso a los empresarios y terratenientes sistemas de cogestión en las fábricas y las propiedades rurales. En el momento de tomar el poder, el partido bolchevique era la fuerza dominante únicamente en los soviets de Moscú y Petrogrado.  

[5] Mucho se ha hablado de la viveza de las discusiones internas y de los procedimientos de toma de decisiones colectivas en el seno del partido bolchevique hasta la consolidación del poder personalísimo de Stalin. Ello es cierto, pero no se olvide que estas discusiones y procedimientos sólo se daban en la cúpula del partido y no suponían ningún cuestionamiento de su monopolio del poder ni de su fuerte centralización jerárquica interna.

[6] Acrónimo de Glavnoe Upravlenie Lagerei (Directorio General de Campos), el organismo al frente del sistema de campos de concentración soviético.

[7] Excepción hecha de los sectores armamentístico y espacial, un mundo aparte en el estado soviético.

[8] El fenómeno de progresiva suplantación de facto de los titulares formales de las organizaciones por sus gestores no es exclusivo de los regímenes de ‘tipo soviético’. Al contrario, ha estado muy presente en la evolución de las sociedades capitalistas del siglo XX, y no sólo en el ámbito público, sino también, y sobre todo, en el privado. Así, por ejemplo, ha sido habitual que las empresas hayan estado bajo el dominio de sus consejos de administración, integrados por los ejecutivos o managers de máximo nivel de la empresa, en lugar de estarlo bajo el de sus órganos de decisión ‘soberanos’ –las juntas generales de accionistas−. La burocratización privada o público-privada se complica aún más en nuestros tiempos, en los cuales el capital de las empresas suele estar controlado por inversores institucionales.

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2017

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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