Skip to content

El Lobito

Un cuento del Lobo Feroz

A la vista de mi eficacia para colarle a mientras tanto un ensayo (por llamarlo de alguna manera) suyo, mi tío el Lobo Feroz quiere ahora colar un cuento. Un cuento no muy religioso que digamos. Yo le he advertido que ese cuento puede causar muy mal efecto, como algunas de las ocurrencias de Iglesias; por una parte los rojeras ya no somos unos comecuras (entre nosotros hay curas), y por otra los curas cristeros, aquellos que te daban con el crucifijo en la cabeza, han desaparecido (en el sentido real, al menos; otra cosa es en el figurado). Mi tío dice que usar para torturar la figura en bronce de un torturado es imperdonable.

En realidad lo que le ha impulsado a escribir su cuento, más bien una parábola, es la sinvergonzería de los obispos españoles que inscriben como propios en el sacrosanto (cada vez mas sacro y menos santo) Registro de la Propiedad bienes que jamás han sido de la iglesia, gracias a la ley de Aznar que les permite a los obispos hacerlo por la cara, sin aportar papeles ni ná. —»Eso si que es un Expolio —clamaba mi tío— y no la pintura de El Greco».

Yo no entro ni salgo en el valor literario del cuento de mi tío, pero le ayudo porque yo también creo que la ciudadasnía tiene que obligar a las instituciones a derogar (si se dice así) la dichosa ley de Aznar. Que lo inscrito sin pruebas en el Registro ha de salir de él. Y que un decreto injustificable, como el del primer Habsburgo de España que donaba a la Iglesia la Mezquita de Córdoba, ha de ser declarado nulo de pleno derecho. Aquellos monarcas consideraban a los países que gobernaban como bienes de la familia y no como estados; por eso antepasados hispanos fueron a poner una pica en Flandes, donde como gente de aquí no se les había perdido nada. Lo sé muy bien porque estoy en segundo de Historia.

Bueno, me estoy enrollando; si habéis llegado hasta aquí, entonces os sale a cuenta seguir adelante. El Lobo Feroz no le puso título a su cuento, de modo que es… ¡tachín!…

Un cuento sin título

Un buen día, un obispo de cierta religión seguida por bastante gente, se dió cuenta de que no tenía motivo o razón alguna para creer en Dios. Vamos, que no creía. Había cumplido los sesenta años y llevaba quince de obispo. Por supuesto, el obispo solo sabía hacer de obispo (bueno, también de cura). Si no hay Dios todo está permitido, se dijo a sí mismo (tal vez eso fuera un sofisma, aunque no atinaba a comprender por qué). Pero a nadie le dijo nada. Siguió ejerciendo de obispo.

Pronto se dio cuenta de que él no era en realidad una anomalía única. Sabía, por ejemplo, que Spellman y otros habían llegado a cardenales de la iglesia católica a pesar de su afición a monaguillos y seminaristas —aunque no por eso, sino por los dineros que allegaban al Vaticano—, y que algunos colegas de profesión tenían esas mismas aficiones desde la lejana época del centro de formación. En los ratos de café y cigarrillos, verdaderamente informales (y sabrosos), que sucedían a las reuniones formales del episcopado, en que a veces los colegas llegaban a tocar temas escabrosos y contaban —sin dar nombres, naturalmente— las prácticas sexuales más originales oídas en los confesionarios, nuestro obispo fue entreviendo las aficiones de cada cual —aficiones eróticas al parecer meramente mentales, aunque no siempre se pudiera descartar algo más—. Él, probablemente por falta de imaginación, no tenía ninguna. Pero seguía siendo incómodamente ateo y obispo.

De modo que quiso averiguar, tanteando, si alguno de sus colegas había perdido la fe como él. Además ahora tenía otros problemas: a veces hacía algo malo —como destinar al quinto pino a un molesto cura santurrón— que antes hubiera sido pecado; pero ahora no sentía culpa, sino vergüenza. Se veía mal a sí mismo, no se gustaba.

A un viejo maestro suyo, ya no solo obispo sino arzobispo, con quien tenía mucha confianza —en realidad él era un protegido suyo—, se atrevió a formularle primero lo de la culpa y la vergüenza. «Todos nos avergonzamos», respondió el arzobismo. El obispo no creyente interpretó eso como un «todos somos pecadores». Logró finalmente romper el silencio con la pregunta siguiente: «¿Crees que alguno de nosotros no cree realmente en Dios?». Y obtuvo una respuesta sorprendente:

—¿Crees tú que hay alguno que crea?

Y, tras un silencio:

—La fe, hijo mío, es un don de Dios. Si no te la da, no te la da, y punto.

—Pero será por culpa mía

—Si dices eso es que crees en Dios.

—Pero me suena a chino lo del Dios uno y trino. Y no me parece de fiar un Dios sádico que necesite una víctima propiciatoria tal como su propio Hijo, que es Dios, digamos, para martirizarle y así perdonar los pecados de la gente. ¡Pero si le martiriza la propia gente, que peca para que le sean perdonados los pecados! (iba a decir además que el Dios de la Biblia no le parecía presentable, pero se calló a tiempo).

El arzobispo guardó silencio, preguntándose qué se habría hecho de sus manuales de lógica. Eso envalentonó a su interlocutor:

—Además, el pecado consiste en hacerle un mal a otro —dijo—, y por tanto quien tendría que perdonar es ese otro. ¿Tú crees que a Dios le importa un pimiento que alguien se cepille a la mujer ajena? [O viceversa, añadió consciente de la época en que vivía.] Eso es un invento de Moisés.

—Y tus dudas un invento de Satanás. Por algo siempre se ha dicho que esas cosas son un misterio, cosa incomprensible. —El arzobispo aún sabía torear las impertinencias teológicas. Recuperó su posición de superioridad:

— ¿Por qué sigues haciendo de obispo?

—Pues porque no sé hacer de otra cosa.

—Entonces haz como todos. Calla, y pide la fe al Dios en quien no crees. Serás un obispo piadoso. Y harás carrera —añadió, echando mano a su bonete púrpura antes de irse.

 

Creo que a mi tío el Lobo Feroz se le quedó en el tintero el asunto del sufrimiento de los animales —de todos—. Nosotros, los lobos, no nacemos con el pecado original, y sin embargo se nos niega el paraíso. Como a todos. Dicen que es cuestión de construir uno ladrillo a ladrillo.

 

[© ElLobitoFeroz, marzo 2021]

26 /

3 /

2021

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

+