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Soledad Bengoechea

Las grandes olvidadas: las chicas de servir

Las mujeres solas también emigraban

El incremento significativo de la población urbana española durante las primeras décadas del siglo XX se debió, en gran parte, a la migración campesina de las áreas más cercanas a las urbes. Muchas mujeres emigraron. En la ciudad, ellas podían dedicarse a distintas labores remuneradas. Las más conocidas eran las de obreras de fábrica, comadronas y parteras, maestras, vendedoras, lavanderas, actrices. Pero la actividad más numerosa era el servicio doméstico, que ocupó una joven mano de obra femenina. El oficio de servir —una alternativa al convento— se convirtió en una válvula de escape para los contingentes migratorios femeninos con escasa formación. Los padres agricultores sin propiedades se sentían más seguros enviando a sus hijas a trabajar como criadas que a la fábrica, lugar que muchos asociaban al libertinaje y la perdición.

Tradicionalmente, la emigración femenina ha sido presentada como parte de la emigración familiar, en la que las mujeres solo eran sujetos pasivos de cambios sociales a los cuales permanecían ajenas. A finales del siglo XIX y principios del XX, si se marchaban con la familia formarían parte de esta emigración familiar; si lo hacían en solitario, se entendía que era por necesidades de la propia familia. Resultados obtenidos a través de la historia oral —y escrita, desde luego—, matizan esta afirmación. Muestran cómo, en general, las jóvenes que se empleaban como sirvientas, doncellas o niñeras en las ciudades eran emigrantes de las zonas rurales que se desplazaban solas y establecían los primeros contactos con la forma de vida urbana, convirtiéndose en un pilar decisivo en la movilidad de otros miembros de la familia de origen [1].

Por el carácter de sus tareas y su permanente demanda, el servicio doméstico fue siempre un empleo propio de la mujer de extracción humilde. Para las personas que podían permitírselo, la representación social que significaba contar con criados aumentó la oferta de tales puestos de trabajo. De este modo, en la segunda mitad del siglo XIX y hasta 1914 la cantidad de chicas de servir se incrementó y superó en número a las campesinas. No solo habían criadas en familias económicamente pudientes, sino también en aquellas que en la actualidad ni siquiera consideraríamos clase media, solo media baja. La dureza de las tareas domésticas antes de la introducción de la tecnología y el bajo coste que una sirvienta significaba permitía este dispendio. Además ¡socialmente estaba bien visto! Pero poco se sabe de las vidas de este importante núcleo femenino tan determinante en el desarrollo familiar. Si la figura de la criada ha sido importante en la literatura, no puede decirse lo mismo en la historia. Pocos han sido los y las profesionales que se han ocupado del mundo del servicio doméstico.

El olvido de los juristas de legislar en este terreno, desde 1900 hasta 1931, es sorprendente. Las empleadas del hogar se excluyeron de la legislación laboral: esto permitía que esas trabajadoras padeciesen las condiciones más miserables, que contrastaban con una cada vez mayor exigencia por parte de las familias que las contrataban. Las sirvientas podían ser externas, asistentas que trabajaban por horas o jornadas, o bien internas que vivían en la casa y dormían en el mismo domicilio donde servían. De ellas nos ocuparemos en estas páginas.

El mundo laboral de las criadas estaba jerarquizado en razón del tipo de trabajo. Bajo la denominación de servicio doméstico había diferentes oficios femeninos: sirvientas o criadas, cocineras, camareras, niñeras, nodrizas de crianza, nodrizas a secas, gobernantas y señoritas de compañía. Este sería el último grupo vinculado esencialmente a las clases más acomodadas. Esta calificación se fue desdibujando con el paso del tiempo, especialmente entre las «chachas», que realizaban su trabajo en los sectores de la clase media que, con menos recursos económicos, no podían permitirse disponer de servicio doméstico con especialización de sus tareas, así como en aquellos hogares en los que el número de sirvientes/as se había reducido. A medida que los sectores que podían contratar trabajadoras domésticas se ampliaban, se exigía que este servicio fuera capaz de desarrollar una mayor diversidad de funciones. 

A veces las mujeres de servicio aparecen en la literatura dibujadas como bien nutridas, aseadas, defendidas del mundo exterior. En algunos casos era así, pero sobre todo en los primeros años del siglo XX la realidad solía diferir. Su alimentación acostumbraba a ser escasa, excepto en el caso de las nodrizas, y a menudo se reducía a lo que sobraba en la mesa del señor y la señora. Cuando salían de la casa para ir a la compra, con la cabeza gacha y el cesto bajo el brazo, evitaban los escaparates de las pastelerías, el olor que emanaba de las churrerías. Los buñuelos, dorados y humeantes, despedían un aroma graso, apetecible, a mantequilla y anís. La peor parte la llevaba la llamada comúnmente «criada para todo»: trabajaba de buena mañana hasta entrada la noche en faenas que requerían un gran esfuerzo. La sirvienta no se cansaba nunca, no lloraba nunca, nunca le dolía nada; la sirvienta no pensaba, no veía, no escuchaba y no hablaba, solo cuando tenía que decir: sí, señora, sí patrona. Porque si sentía, si escuchaba, si hablaba, si interactuaba como persona era despedida; por abusiva, por salida. La criada estaba ahí, pero puede decirse que era invisible hasta para los señores.

La chica de servicio era la primera que se levantaba en la casa. ¡Siempre estaba dispuesta a servir! Se lavaba en una palangana, se vestía y salía a la puerta, pues ya sentía los gritos de las lecheras que llegaban de las aldeas vecinas: ¡Leche! ¡Leche!

Después, la «muchacha» tenía que encargarse de hacer todas las labores de la casa: lavar la colada a mano, fregar de rodillas los suelos… Y cuidarse de las camas era muy duro. Había que varear todo el colchón de lana para quitar los abultamientos y que quedara todo liso. Luego tocaba planchar, cocinar y si procedía también acarrear agua de las fuentes, o las labores agrarias. Sobre ella recaía la responsabilidad de sacar adelante a los niños, cuidar a los enfermos y ancianos, los hábitos alimentarios. Antes del comienzo de la temporada invernal debía atender a los deshollinadores, que limpiaban el hollín de los buitrones para que la chimenea pudiera ser utilizada durante los días de frío. Y asumiendo estas responsabilidades, después de realizar la compra, a menudo tenía que controlarse y aceptar que la señora le acusara ¡de hacer sisas! Solía tener dos horas para comer y una tarde libre a la semana, siempre que la señora no tuviera visitas y esto le impidiera marchar. Por todos estos trabajos, a menudo se limitaba a recibir ropa usada, comida y cama como pago por sus servicios. Solo acostumbraban a percibir salarios las consideradas como especializadas, que siempre servían para las clases media y alta. Lo habitual es que estas últimas fueran agraciadas físicamente. Tenían que vestir de uniforme. Un uniforme que no deseaban. Un uniforme que señalizaba su presencia ante los demás, que las ponía en evidencia diciéndoles a todos que ellas no formaban parte de esa familia, que eran un estamento distinto de ellos. La estética identificaba al dominante y al dominado. Las criadas que tenían la fortuna de recibir un salario, por pequeño que este fuera, hacían milagros con él: lograban ahorrar y enviar dinero a sus familias, o guardaban parte de ese sueldo para que les aliviase la enojosa vejez.

Cuando la casa era grande y los ingresos de la familia lo permitían, se acostumbraba a tener más de una «chica». En otros casos, la criada para todo debía someterse a la autoridad de diferentes cargos femeninos y masculinos, que eran los que fijaban sus obligaciones. La principal autoridad solía recaer en un hombre, aunque tampoco siempre. Sin mayor libertad ni tiempo propio, separadas de los suyos, el mundo afectivo de las «muchachas» se reducía a la familia donde trabajaban y a las compañeras en el servicio, si las había. Solas y vulnerables, su sexualidad se limitaba a encuentros furtivos. En los peores casos, además, tenían que soportar que los jovencitos, los hijos de sus patrones, iniciasen la vida sexual usando sus cuerpos cansados, tocándolas cada vez que podían, vendiendo una ilusión que nadie compraría. Soportaban el mismo oprobio que sus antepasadas, las mujeres medievales que los amos ultrajaban recurriendo al derecho de pernada. Si como consecuencia indeseada de estas conductas resultaba un embarazo, a veces se provocaban ellas mismas el aborto o pagaban a quien se lo causara, poniendo en gran riesgo su vida. Si seguían con la gestación, lo normal era que el bebé no fuera reconocido por el padre y que ellas perdieran el empleo, lo que las desproveía de vivienda y manutención. Si la embarazada permanecía en la casa, era posible que el niño le fuera robado y dado en adopción, o bien que fuese abandonado por la recién parida. En algunos casos, se producía un infanticidio o el bebé terminaba en la inclusa.

Sin trabajo entonces, sin familia, a las sirvientas les quedaban los caminos de la prostitución o la mendicidad. Les acechaban la sífilis y el hambre. Se calcula que un 50 % de las prostitutas madrileñas de principios de siglo XX procedían del mundo del servicio doméstico. Las «fámulas» constituían el estatus más bajo en la consideración socio-laboral; por detrás de ellas tan solo se encontraban las prostitutas, al igual que hoy día, muy lejos de toda consideración laboral y social. La situación de desprotección y dependencia que tenían que acatar era absoluta: sin horarios, sin cotizaciones, sin desempleo, sin pensión y siempre bajo la amenaza de que el señor de la familia diese por finalizado un contrato que se había realizado de forma oral y privada. Eran asalariadas que trabajaban en tareas domésticas, no incorporadas al mercado laboral, sin consideración legal de empleo. Y en el ámbito rural las condiciones de trabajo de las criadas solían ser aún más duras.

Las sirvientas conocían la intimidad de las familias, hasta de lo que no querían que nadie se enterase. Ellas observaban los temperamentos, vicios, miedos, jactancias, vacíos y pretensiones de sus amos. Era normal. Estaban ahí todo el tiempo, invisibles, como muebles viejos que se movían de un lugar a otro para que no estorbasen. Trabajaban en silencio, una manera de pasar desapercibidas, porque ¿qué tenía qué contar una sirvienta? ¿En qué forma podía interactuar con sus empleadores? Máximo cuando ellos tenían cuna de oro y pergaminos y se codeaban con la flor y nata de la sociedad. De ninguna manera: la criada no sentía, no pensaba, no tenía emociones, estaba ahí para servir, jamás era vista como persona, no existía como ser humano. Las empleadas domésticas guardaban secretos íntimos, principalmente sobre sus señoras, que cualquier amigo o amiga de sus empleadores daría el brazo derecho por saber. Nunca les decían gracias por su ética, ¿qué podía conocer de ética una limpiabaños? ¿Qué podía saber de pintura, arte, lectura, vinos, refinados quesos y comidas gourmet? Una cosa era que les cocinasen y sirviesen y otra que interactuaran.

Cuando se menciona el traje de sirvienta nos estamos refiriendo al uniforme de trabajo de las criadas. Este tipo de indumentarias, en las formas que se usaban a principios del siglo XX, apareció en Inglaterra a finales del siglo XIX. Las «chachas» llevaban un vestido oscuro o blusa y falda, bata, delantal, zapatos negros y cofia blanca. Por su parte, J. J. Arazuri describía así el atuendo de la sirvienta pamplonesa de 1900:

A excepción de los domingos por la tarde, en que les correspondía asueto, aquellas chicas salían siempre a la calle con delantal y una falda de vuelos sobre una saya igualmente vueluda. De cintura para arriba vestían con chambra o blusa. Las mayores usaban en invierno mantón, generalmente negro, y pañuelo en la cabeza, mientras las jóvenes empleaban la toquilla cruzada por delante del pecho y sujeta en la parte posterior de la cintura con un imperdible. El pelo invariablemente peinado con moño. La mayoría salían de casa con el llavín (así se llamaba a la llave de la puerta de la habitación, para diferenciarla de la llave del portal, que generalmente era de un tamaño descomunal) y para no perderlo, se lo ataban a la cintura con la cinta del delantal; por esto también se les llamaba «las chicas del llavín […] [2].

Después de analizar el censo de población de la ciudad de Pamplona, este autor destaca el elevado número de mujeres que trabajaban como ayudantes en el hogar: 2.060, un 13,43 % del total de la población femenina. La inmensa mayoría de aquellas de las que conocemos sus datos de procedencia venía del ámbito rural de la provincia: solo el 10,4 % de ellas eran pamplonesas. El número de sirvientas era mucho más alto en las zonas de mayor nivel adquisitivo de la ciudad, destacando las calles Espoz y Mina, Constitución (actual plaza del Castillo) o Chapitela. Las zonas de extramuros eran las que tenían el índice más bajo de mujeres de servicio, contabilizándose 32 en la zona conocida como Rochapeana [3].

Aunque los censos apuntan que las servidoras más jóvenes tenían diez años cumplidos, la realidad era que algunas de estas empezaban a trabajar como cuidadoras de niños con seis o siete años (al igual que las petites bonnes, las niñas sirvientas en Marruecos), continuando como parte del servicio doméstico hasta la edad de contraer nupcias o al incorporarse a otra actividad laboral. El oficio se aprendía rápido. Sin contrato laboral alguno, a los doce o trece años algunas niñas ya podían haber trabajado en varias casas. En el caso de Pamplona, por ejemplo, el 84,01 % de las sirvientas eran menores de treinta años. La gran mayoría, el 92 %, eran solteras, frente a un 5,77 % de viudas y un 1,85 % de casadas. Esta mano de obra era absorbida tanto por laicos como por religiosos [4].

A finales del siglo XIX y principios del XX, el servicio doméstico era un sector esencial, aunque no exclusivamente, femenino en gran parte de las ciudades europeas. En sintonía con otras urbes, durante esas fechas, en Barcelona la feminización del universo de las criadas estaba ya muy avanzada. En aquella población la mayor parte de estudios señalan que las sirvientas solían ser chicas jóvenes y solteras que emigraban de zonas rurales hacia la capital. Algo más avanzado el siglo XX, en 1930, las criadas nacidas en la misma Barcelona eran solo el 9,82 %. Las catalanas, incluyendo las de la provincia de Barcelona, constituían el 31,29 % y las nacidas en el resto del estado representaban el 65,64 % del total. Sin embargo, estas últimas provenían de territorios vecinos de Cataluña, por este orden, aragonesas y valencianas.

A las puertas de proclamarse la Segunda República (1931), los itinerarios migratorios del trabajo doméstico aún no eran de largo recorrido, como sucederá en las oleadas migratorias de la década de 1960. Una mirada a la prensa obrera de la época indica la relación de las sirvientas con la alfabetización en aquellos mismos años treinta: la tasa de alfabetización de las criadas barcelonesas era prácticamente igual a la de la población femenina catalana, que se situaba en el 77 %. Según el padrón de ese año, las tasas de alfabetización superaban el 75 %, tanto en el caso de las no catalanas como en el de las catalanas. Resulta importante destacar este dato, pues los discursos burgueses y obreros presentaban el conjunto de sirvientas domésticas como analfabetas. Claro que habría que preguntarse si la prensa obrera se había preocupado de aceptar como no analfabetas solo a las que sabían escribir su firma. También podría ocurrir que las mujeres del sur de España, donde el ambiente cultural estaba más retrasado, hubieran ido menos a la escuela y algunas fuentes así se refieran a ellas, y especialmente a años anteriores. Por otra parte, estas trabajadoras adquirían en el ejercicio de la profesión una calificación informal no reconocida, pero imprescindible para el correcto desarrollo de su actividad laboral: cuidado de las personas, conocimiento y tratamiento de alimentos, confección de ropa [5].

En algunas zonas de España, la formación profesional de las criadas era una preocupación continua entre las clases acomodadas. Querían asegurarse la contratación de un servicio doméstico acreditado, con un perfil dócil, formado tanto en aspectos laborales como morales. Y para lograr estos objetivos, en Barcelona, al igual que en otras ciudades, como Madrid o Vitoria, existían escuelas dominicales para orientar a las trabajadoras del hogar. En Almería hay constancia de que, desde 1908, existía una escuela para jóvenes sirvientas, y en la Ciudad Condal, desde finales del siglo XIX, organismos privados vinculados a la Iglesia y financiados por las mujeres de clases acomodadas ofrecían formación a jóvenes inmigrantes recién llegadas. Igualmente, había iniciativas de carácter más laico, como el Institut de Cultura Popular de la Dona, que ofrecía formación como cocineras, camareras o sirvientas. Organizaciones de mujeres de la burguesía barcelonesa adscritas al sindicalismo católico y al catolicismo social también fomentaron, en los años veinte, iniciativas para garantizar la formación de las sirvientas. Así, la Unión de Señoras para la Defensa de las Obreras Sirvientas, creada en 1919 en Barcelona, establecía en su octava base que se aumentaría el salario de las criadas si acreditaban «mediante certificado de aptitud haber cursado las enseñanzas de la escuela de ménagère de la Unión Profesional»: es evidente que existió un claro interés por obtener un servicio doméstico cualificado. En La Coruña, durante décadas, el servicio doméstico fue la actividad más numerosa para las mujeres de esa ciudad, con una gran diferencia con respecto a otras formas de empleo, quizás con la única excepción de la fábrica de tabacos. El censo del año 1900 muestra un total de 2.867 trabajadores en este trabajo, el 6,44 % de la población total, de los cuales 197 eran hombres y 2.670 mujeres, es decir, el 0,98 % de la población masculina y el 10,94 % de la femenina. El número de sirvientes disminuyó en las áreas urbanas gallegas hacia la primera década del siglo XX. Este declive ocurrió tanto en ciudades como Santiago, Orense o Lugo, como en aquellas caracterizadas por un desarrollo más dinámico, tales como La Coruña o Vigo [6].

El baile de la tarde

El gusto popular por el baile en espacios abiertos de Madrid tenía un aroma rural. Gran parte de la clientela eran jóvenes criadas, que descansaban de sus tareas el jueves y el domingo por la tarde, y muchachos recién llegados a la ciudad. Estos jóvenes de ambos sexos consumían gustosos este tipo de ocio. En una descripción de un baile en el barrio de Tetuán, donde se localizaban muchos merenderos con música que funcionaban en verano e invierno, destaca una escena de este tipo, que Carmen del Moral Ruiz expone en este hermoso fresco de gran riqueza visual:

En un grupo de criadas, que bailan entre ellas, bailan todas las mozas que han venido a Madrid a servir: las de La Mancha, las de la Alcarria, las extremeñas y las gallegas. Estas criadas tienen las manos rojas, las uñas largas y negras, y los dedos con ronchas, rasguños, mataduras del estropajo y cortaduras de la cocina. Sus parejas, los bailarines, son horteras, carniceros que llevan puesto el delantal y los manguitos verdes, chicos de tiendas de ultramarinos, soldados [es decir, los oficios y ocupaciones que permitían sobrevivir en Madrid a cualquier joven recién llegado]. Cae la tarde, hay un campestre ambiente de aldea; la gaita suena jovial y otras veces melancólica, como en las bodas de los pueblos. Algunas criadas, que les ha dicho el amo que tienen que estar pronto en casa, se despiden de sus amigas dándose un beso en cada carrillo y diciendo: «Hasta el domingo que viene»; otras se van cogidas de la mano [7].

Amamantar hijos ajenos

La nodriza, ama de cría, nana o ama de leche (entre otros muchos nombres), mujer que amamanta hijos ajenos, ha sido parte de las sociedades humanas desde siempre, y solo empezó a declinar en el siglo XIX en algunas partes del mundo. Las élites pudientes siempre han utilizado ese recurso, y existe constancia de ello incluso en la antigua Mesopotamia. El oficio tenía en la Roma imperial cierto prestigio y buena remuneración. Nada que ver, por usar otro ejemplo de élites, con el uso de las esclavas negras en las colonias americanas hasta el siglo XIX [8]. Las amas hasta finales del siglo XVIII habían sido patrimonio exclusivo de la aristocracia. No obstante, a lo largo del siglo XIX se convirtieron en una figura asociada con el modelo social burgués, en un signo externo de estatus social. En los países occidentales, las amas de cría o nodrizas jugaron un papel fundamental en la proyección de la clase burguesa desde finales del siglo XIX porque constituían un reflejo de la riqueza e influencia social de la familia para la que trabajaban. 

Debido a que en aquella España de principios del siglo XX las tasas de mortalidad infantil eran muy elevadas, muchas mujeres perdían a sus hijos recién nacidos. Como disponían de leche, con ella a menudo amamantaban de manera solidaria a los hijos de familiares, vecinas o amigas que no tenían suficiente secreción láctea para criar a sus bebés. Los niños que eran criados por una misma mujer sin ser hermanos se denominaban «hermanos de leche». En aquella época, muchas mujeres de provincias se dirigían a la capital en busca de un futuro huyendo de la miseria y la hambruna. Algunas madres campesinas pobres decidían «alquilarse» como nodrizas a cambio de un salario. La prensa del momento recogía abundantes anuncios en que familias pudientes solicitaban ese servicio, y de mujeres ofreciéndose como amas de crías, indicando en los mismos la edad, el tiempo de leche y la disposición a criar en casa de la familia del bebé, aunque también había matrimonios que dejaban a sus hijos a cargo de la nodriza, que los criaba en su propia casa, separando así al bebé de sus padres.

Las niñeras, en concreto, eran unas falsas mamás que estaban ahí todo el tiempo. Sin querer, como consecuencia de su trabajo, daban abrazos, cuidaban enfermedades, contaban cuentos y ofrecían apoyo moral a niños que llegaban a querer como propios. Algunos de estos niños o niñas, convertidos en adultos, se olvidaban de los besos recibidos y nunca volvían a ver a sus niñeras. Otros y otras, en cambio, llegaban a quererlas más que a sus propias madres y las visitaban cuando les llegaba la vejez.

La inmigración de las nodrizas se daba sobre todo entre las mujeres casadas. Era una emigración temporal típica, en la que un miembro de la familia campesina se trasladaba a la ciudad para trabajar ganando un salario. En general, era posible ahorrar este dinero casi en su totalidad, debido a que el matrimonio que ofrecía el servicio otorgaba a la nodriza vivienda y manutención gratuitas. Era costumbre que los señores de la casa trataran muy bien a la nodriza. A diferencia del resto del servicio doméstico, estaba bien alimentada, en ocasiones mejor que los propios señores, pues siempre se tenía presente que debía amamantar al niño. A veces ejecutaba alguna faena del hogar, siempre ligera, nunca fatigosa. Tampoco era raro que el médico de la familia la auscultase de tanto en tanto para asegurarse de su buena salud.

Las nodrizas tenían, por tanto, un estatus superior al resto del servicio doméstico. Fueron no solo el pilar fundamental de la crianza del recién nacido, sino también un miembro más del núcleo familiar. Leyes no escritas establecían que, además del salario, recibieran gratuitamente comida y vestido, para  garantizar su bienestar y facilitar su relación con los menores de la familia. Hay tarjetas postales de la época que muestran la indumentaria de las amas de cría. La burguesía hizo especialmente hincapié en las cuestiones relacionadas con su indumentaria, ya que debían reflejar la posición económica de la familia especialmente cuando la nodriza salía del entorno doméstico. Las joyas constituían el símbolo por excelencia de la riqueza de la familia, por lo que solían ser obsequio habitual para las nodrizas: «Cuando el niño echa un diente, al ama unos pendientes», afirmaba un dicho popular. Las joyas de las amas de cría solían ser muy ostentosas.
Cuando aún no había leches en polvo derivadas de la leche de vaca, las nodrizas asturianas eran un cuerpo de élite muy cotizado entre la clase alta española. El pecho de las mujeres de esa región solo era superado por el de la mujer pasiega, originaria de la Vega del Pas (Santander). Había un ranking de nodrizas. Primero, sin duda, las pasiegas. Segundo nivel, muy cerca, las asturianas. Luego ya, a más distancia, las gallegas. Y finalmente, de forma residual, las leonesas. ¿Y por qué esta jerarquía en la calidad del servicio? Aparte de otras cosas, inicialmente, asimilaban la bondad de la leche de la mujer con la bondad de la leche de las vacas de esos territorios: si la nodriza se había alimentado de buena leche, la suya también lo sería.

Sobre estas mujeres norteñas que «vendían» su leche a las familias pudientes y sobre la miseria en la que vivían la mayor parte de las zonas rurales españolas nos habla Francisco Feo:

Por ejemplo, en el norte de España, en Galicia, y sobre todo en la montaña de Santander y Asturias, es tal el estado de miseria de la población campesina que hay amas de leche, chicas de buen ver, que se dejan preñar para trasladarse a Madrid o a Barcelona, o las grandes ciudades, para servir como amas de leche. El único expediente que tienen para escapar de la miseria, de su ambiente, del ambiente en que están condenadas a vivir, es dejarse preñar y, cuando les viene la leche, se alquilan en casas pudientes donde las señoras que han parido no quieren estropearse los pechos y contratan un ama de leche. Los sueldos son de miseria y por lo tanto se puede tener mucha servidumbre. Tienen un ama de leche en casa para que amamante al niño. Y estas señoras, o estas chicas, normalmente campesinas, cuando se les va a retirar la leche se quedan otra vez embarazadas para volver a tener leche. Para no perder nunca la leche. Incluso hay una institución curiosa en Madrid que aparece en los novelistas de entonces y en los periódicos. Hay un tal Paco «el Seguro», que radica en los cafetines que hay alrededor en la Puerta del Sol, y las chicas saben que recurriendo a este hombre en la primera prestación sexual quedan embarazadas. Por lo visto este hombre era absolutamente infalible. El índice de la miseria narrada afecta más a la mujer, como siempre. Hay mujeres con una edad confesada de 14 o 15 años que se dedican a la prostitución para huir de la miseria [9].

Como comentábamos, en España, el ama de cría por antonomasia era el ama pasiega. Es difícil precisar con exactitud el momento en que se generalizó esta asociación, aunque todo indica que se produjo en la primera mitad del siglo XIX. La figura del ama de cría pasiega adquirió tintes de personaje novelesco y se incorporó con fuerza al imaginario romántico, de tal manera, que cuando las mujeres de otras provincias llegaban a Madrid para emplearse como nodrizas hacían gala de su supuesto origen pasiego para obtener mayores retribuciones económicas.

La periodista Maite Arnaiz nos ofrece esta bella semblanza de las pasiegas:

Frente a la fachada principal de la catedral de Granada está la Plaza de las Pasiegas, que encierra en su nombre una carga de emotividad protagonizada por unas mujeres valientes, decididas, procedentes del Valle del Pas en Cantabria, que acudían a Granada como nodrizas al reclamo de mujeres de familias pudientes que el escritor granadino Julio Belza calificó de «madres melindrosas o con impotencia a la hora de amamantar sus críos». Partían desde el Valle del Pas, su gran patria chica, casi siempre aprovechando el viaje en la carreta de vecinos de la zona, vendedores ambulantes, que recorrían España con los productos de su tierra. Lo hacían después de haber parido y lactado al hijo durante un mes. Como el camino era largo, se llevaban un cachorrito de perro al que daban de mamar durante el tiempo que durase el trayecto para que no se les cortara la leche; cachorro al que cogían un gran cariño y que, una vez cumplida su misión, quedaba al cuidado, ya convenido, de los vecinos que las habían ayudado en el viaje. Al llegar a Granada se dejaban ver en la Plaza de las Pasiegas donde, casi de inmediato, eran contratadas, por necesidad o por «capricho», por mujeres de la burguesía granadina a punto de ser madres [10].

Las norteñas que tenían como destino Madrid se reunían en la Plaza de Santa Cruz, junto a la Plaza Mayor, a la espera de que alguien contratase sus servicios. Paralelo a este mercado de nodrizas nació La Gota de Leche. La idea original de «las gotas de leche» procedía de Francia, donde el médico Dupont había creado la primera en 1894. El objetivo era luchar contra la desnutrición y la excesiva mortalidad infantil. Se concebía como una institución municipal eminentemente benéfica. Ofrecía leche artificial a niños pobres cuyas madres no podían amamantarlos y pagaban el servicio en función de sus posibilidades. A comienzos del siglo XX se crearon estas entidades en Barcelona, Madrid y Sevilla. La idea de crear nuevos Consultorios de Niños de Pecho y Gota de Leche se extendería a numerosas ciudades españolas, como fueron: Bilbao (1906), Málaga (1906), Valladolid (1911), Granada (1916), Córdoba (1916), Salamanca (1919), Ciudad Real (1921) y Huelva (1922). Antes de 1936 tuvo lugar una secuencia completa de expansión y estabilización en la apertura de estos centros. Estas instituciones además de prestar asistencia pediátrica, facilitaban la alimentación láctea. El pago de sus servicios dependía de la posición social de los pacientes, siendo gratis para los más pobres.

El trabajo de criar niños ajenos supuso un modo de vida para muchas mujeres muy pobres, mientras que para otras significó un ingreso complementario en momentos de necesidad familiar. Esta práctica fue muy habitual hasta que en la década de 1950, y en muchos lugares y sectores sociales mucho antes, fue perdiendo su función con la difusión del biberón y la leche en polvo. Actualmente en algunas ciudades se han creado bancos de leche materna, que se encargan de recoger el excedente de madres donantes, de procesarla de manera segura y de calidad, y de subministrarla a las unidades de neonatología de los centros hospitalarios. Tienen por finalidad garantizar que todos los niños prematuros muy graves que no pueden ser amamantados por su madre puedan disponer de leche materna. Los avances sociales que han permitido a las mujeres amamantar a sus hijos han tenido un efecto directo en la bajada de la mortalidad infantil, a la vez que en el descenso de la fecundidad. La mortalidad infantil ha mejorado y mejora porque buena parte de ella se debe a infecciones gastrointestinales, y el amamantamiento materno las previene. Pero es que además amamantar es en sí mismo un anticonceptivo, al prolongar el intervalo amenorreico.

Con el transcurso de las décadas, las cosas han cambiado. El incremento económico, la tecnología, la disminución del espacio en las viviendas, la baja natalidad y el cambio en las costumbres han simplificado las faenas que las criadas desarrollaban en las casas y variado la tipología de las mujeres que trabajan en el servicio doméstico. Esto resulta común en todos los países desarrollados.

En los últimos años del siglo XX, las chicas de servir también eran emigrantes, pero pocas españolas. Venían de países extracomunitarios. Por otra parte, se daba más el trabajo doméstico realizado por horas, es decir, eran sirvientas externas, no internas. El trabajo de las niñeras, cuidar niños pequeños, se ha delegado a las guarderías, y el de las nodrizas, al biberón. ¡Nada es lo que era! No obstante, hay una cosa que las iguala: su sorpresa y rubor cuando el primer día de trabajo en algunos edificios encuentran un portero que exclama: ¡Eh, por la escalera interior! O bien: ¡Entrad por la puerta de servicio!

Notas:

[1] Cristina Borderías,  «Emigración y trayectorias sociales femeninas», Historia Social, n.º 17, 2003, pp. 75-94.

[2] J. J. Arazuri, «De Pamplona de toda la vida. Iruindarra, betidanik», La Rotxapea del siglo XIX: vendedoras, sirvientas, costureras, 18 de febrero de 2016, https://www.facebook.com/PTV12/posts/la-rotxapea-del-siglo-xix-vendedoras-sirvientas-costureras-el-trabajo-que-las-mu/861346680655402/

[3] Ibidem.

[4] Ibidem.

[5] Mónica Borrell Cairol,  «La feminización del servicio doméstico. Barcelona 1848-1950», Revista de Demografía Histórica, vol. XXXIX, Issue I, 2016, pp. 25-62.

[6] Jesús Mirás Araujo, «Una aproximación al peso del servicio doméstico femenino en la ciudad de a Coruña entre 1900 y 1960», HMiC: història moderna i contemporània, n.º 1, http://www.raco.cat/index.php/HMIC/article/viewFile/22044/21878

[7] Carmen del Moral Ruiz, «Ocio y esparcimiento en Madrid hacia 1900»,  Arbor, CLXIX, n.º 666, junio de 2001, pp. 495-518.

[8] Julio Pérez Díaz “Amamantar hijos ajenos”, Apuntes de Demografía, 1/11/2009. https://apuntesdedemografia.com/2012/11/01/amamantar-hijos-ajenos/

[9] Francisco Feo Parrondo, «Mujer y medio rural en Asturias (siglo XX)», INGEBA, http://www.ingeba.org/lurralde/lurranet/lur22/feo22/22feo.htm

[10] Maite Arnaiz,  «La leche materna de las nodrizas crió a reyes, aristócratas y burgueses», El Diario Montañés, 12 de octubre de 2008, https://www.eldiariomontanes.es/20081012/sociedad/domingo/leche-materna-nodrizas-cantabras-20081012.html

 

[Soledad Bengoechea es doctora en historia, miembro del Grupo de Investigación Consolidado de la UB “Treball, Institucions i Gènere” (TIG) y miembro de Tot Història, Associació Cultural]

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2021

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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