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Avatares de mi sobrino el Lobito

La verdad es que quiero mucho al chaval, a pesar de sus provocaciones y a esa adolescencia o postadolescencia que le hace particularmente terco. Bueno; me explicaré. El chico estudia Historia, con bastante afición y buenas notas. En realidad no tiene más problema que la moda antimarxista de los profesores de ahora, que se empeñan en olvidar el condicionamiento económico y ponen énfasis en todo lo cultural. ¡Cuando ni siquiera el principal problema político planteado, el secesionismo catalán, se puede entender dejando de lado el aspecto económico! Los secesionistas, en definitiva, lo que quieren ahora y lo que han querido siempre es no pagar impuestos. Y claman contra las miserias del Estado español —y no digo yo que no les falte razón, pues el Estado español, menudo uno, con su historia y su presente—, pero es que no se han mirado la otra historia, la reciente de la Generaldiktat de Catalunya, con esa familia de filibusteros envueltos tantos años en la bandera cuatribarrada, con esa Convergència que se llevaba el 3 % de cualquier obra pública del país, y con ese Artur Mas que cuando los tribunales le exigen que pague aquello a lo que se le ha condenado casi llora porque se ha autoconvencido que se le hace una injusticia… Bueno, el Estado español, es un desastre, pero, dentro de él, la Generalitat catalana lo es mucho más.

Mi sobrino diría que se me va la olla y no le faltaría razón. Porque el chico, además de estudiar Historia y leer bastante más que lo recomendado por sus profesores (que al parecer buscan congraciarse con los estudiantes no imponiéndoles nada), los sábados y domingos coge su bicicleta y se convierte en repartidor de Glove, o como se diga, para no tener que pedirle cuartos a sus padres. Yo siempre le digo que se ponga un casco, que por lo que le pagan no vale la pena romperse la crisma. Y él me contesta que no sé de qué va la misa.

—¿Cómo que no sé lo que me digo?— le digo.

Y después de muchas vacilaciones lo suelta. Que lo peor no es el pedalear y subir escaleras, sino cuando quieren darle propinas, propinas tan tacañas que acaba cogiéndolas por no hacerles un feo a los dadores, o, en cambio, propinas no tacañas, pero que intentan conseguir de él favores que nada tienen que ver con el reparto.

—¿Ah, sí?

—No te lo puedes imaginar. La gente está como que muy salida.

Mi sobrino es bastante guapote, pues ha salido a mí, pero no le imagino suscitando la lascivia del personal que compra por Amazon. Ahí hay un no sé qué sociológico que no sé qué es, pero es. ¿La pandemia? Mi sobrino me ve entristecido pero se ríe:

—No hay problema siguiendo al pie de la letra las instrucciones del reparto —dice para tranquilizarme.

Coge su bici y se va a la Biblioteca. Y yo me pregunto qué será eso de las instrucciones del reparto. Porque para los de mi quinta el mundo está tan mal repartido que cuesta pensar que esa lotería tenga algunas instrucciones.

Mi sobrino sueña con organizar a los repartidores, pero teme al potencial ejército de esquiroles que el paro facilitaría a las empresas. Le digo que la palabra esquirol es la única aportación de la lengua catalana al lenguaje político universal.

—Haced huelgas cortas —le digo—, de uno o dos días. No tendrían tiempo de ir a por esquiroles ni siquiera en esta floresta.

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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