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Samir Amin

Europa vista desde el exterior

Mientras la Unión Europea se precipita en el vacío —cayendo unos países más rápidamente que otros— las élites dirigentes se aferran a los paraguas que creyeron paracaídas y que no impedirán que se estrellen estrepitosamente.

¿Se puede comparar a Europa con los Estados Unidos?

La opinión mayoritaria en Europa está convencida de que Europa tiene los medios para convertirse en una potencia económica y política comparable con Estados Unidos, y por tanto independiente. Sumando las poblaciones y los PIB respectivos, esto parece evidente. Por mi parte, yo creo que Europa adolece de tres importantes desventajas que hacen inviable la comparación.

En primer lugar, el continente norteamericano (Estados Unidos y lo que yo llamo su provincia exterior –Canadá) goza del beneficio de unos recursos naturales incomparables con los de la Europa que queda al oeste de Rusia, como lo atestigua la dependencia energética europea.

En segundo lugar, Europa está formada por un buen número de naciones históricas distintas, en las que la diversidad de culturas políticas, sin que éstas sean necesariamente chauvinistas, pesa lo suficiente como para hacer imposible el reconocimiento de la existencia de un “pueblo europeo” a semejanza del “pueblo estadounidense”. Volveremos sobre esta importante cuestión.

En tercer lugar (y esta es la principal razón que impide establecer la comparación), el desarrollo capitalista en Europa ha sido y sigue siendo desigual, mientras que se han homogeneizado las condiciones de su despliegue en el espacio norteamericano, al menos desde la guerra de Secesión.

Europa —al oeste de la Rusia histórica (que incluye a Bielorrusia y Ucrania)— está ella misma compuesta de tres estratos de sociedades capitalistas desigualmente desarrolladas.

El capitalismo histórico —es decir, la forma del modo capitalista que se ha impuesto a escala mundial— se constituyó a partir del siglo XVI en el triángulo Londres/Amsterdam/París, para adoptar su forma consumada con la revolución política francesa y la revolución industrial inglesa. Este modelo, que se convertirá en el del capitalismo de los centros dominantes hasta la época contemporánea (el capitalismo liberal, para emplear la terminología de Wallerstein), se desplegó con vigor y rapidez en Estados Unidos después de la guerra de Secesión, que puso fin a la posición dominante de los esclavistas en la gestión de la Unión; y más tarde en el Japón. En Europa, el modelo se impuso, también rápidamente (a partir de 1870), en Alemania y en Escandinavia. Este núcleo europeo (Gran Bretaña, Francia, Alemania, Países Bajos, Bélgica, Suiza, Austria, Escandinavia) está hoy sometido a la gestión económica, social y política de sus propios monopolios, que yo he calificado de “generalizados”, constituidos como tales en los años 1975-1990 a partir de las formas anteriores del capitalismo monopolista.

Ahora bien, los monopolios generalizados propios de esta región europea no son propiamente “europeos”, sino rigurosamente “nacionales” (es decir alemanes o británicos o suecos, etc.), aunque sus actividades sean transeuropeas e incluso transnacionales (por cuanto operan a escala planetaria). Lo mismo puede decirse de los monopolios generalizados contemporáneos de Estados Unidos y de Japón. En mi comentario de los impresionantes trabajos de investigación que se han llevado a cabo sobre este tema, he insistido en la importancia decisiva de esta conclusión.

El segundo estrato concierne a Italia y a España, en las que el mismo modelo —hoy, pues, el del capitalismo de los monopolios generalizados— solo ha tomado cuerpo mucho más recientemente, después de la Segunda Guerra Mundial. Las formas de la gestión económica y política de las sociedades implicadas, por ello mismo particulares, constituyen un hándicap para su promoción al rango de iguales de los primeros.

Pero el tercer estrato, que engloba a los países del ex mundo “socialista” (al estilo soviético) y a Grecia, no es la sede de los monopolios generalizados propios de sus sociedades nacionales (los armadores griegos son tal vez la excepción, pero ¿su estatus es el de “griegos”?).

Hasta la Segunda Guerra Mundial, todos estos países estaban lejos de haberse constituido en sociedades capitalistas desarrolladas a semejanza de las del núcleo europeo central. Más tarde, el socialismo soviético hizo retroceder aún más a los embriones de las burguesías capitalistas nacionales, sustituyendo su poder por el de un capitalismo de estado asociado a unos comportamientos sociales, si no socialistas. Reintegrados en el mundo capitalista por su adhesión a la Unión Europea y a la OTAN, estos países se encuentran desde entonces en la misma situación que los del capitalismo periférico: no los gestionan sus propios monopolios generalizados nacionales, sino que están dominados por los del núcleo europeo central.

Esta heterogeneidad de Europa hace rigurosamente inviable su comparación con el conjunto Estados Unidos/Canadá. Pero, se dirá, ¿acaso esta heterogeneidad no podía irse borrando gradualmente, precisamente por la construcción europea? La opinión europea dominante así lo piensa; yo no lo creo. Volveremos sobre este punto.

¿Hay que comparar a Europa con el continente de las dos Américas?

Por mi parte, yo creo que está más cerca de la realidad la comparación de Europa con el continente de las dos Américas (Estados Unidos/Canadá, por un lado, América Latina y el Caribe, por otro) que solo con América del Norte. El continente de las dos Américas constituye un conjunto del capitalismo mundial caracterizado por el contraste que opone a su Norte central y dominante con su Sur periférico y dominado. Este dominio, compartido en el siglo XIX entre el competidor británico (entonces hegemónico a escala mundial) y la potencia estadounidense ascendente (cuya ambición proclamó en 1823 con la doctrina Monroe), es hoy ejercido principalmente por Washington, cuyos monopolios generalizados controlan ampliamente la vida económica y política del Sur, pese a los recientes avances combativos que podrían volver a poner en cuestión dicho dominio.

La analogía con Europa se impone. El Este europeo se encuentra en una situación de periferia sometida al Oeste europeo, análoga a la que caracteriza a la América Latina en sus relaciones con Estados Unidos. Pero todas las analogías tienen sus límites e ignorarlos nos llevaría a conclusiones erróneas relativas a los futuros posibles y a las estrategias de lucha eficaces capaces de abrir el camino al mejor de dichos futuros. En dos planos la analogía cede el lugar a la diferencia. América Latina es un continente inmenso, provisto de unos recursos naturales fabulosos —agua, tierras, minerales, petróleo y gas—. La Europa del Este no puede comparársele en absoluto en este sentido. Por otro lado, América Latina es, también relativamente, considerablemente menos heterogénea que la Europa del Este: dos lenguas emparentadas (sin olvidar lo que queda de las lenguas indias), poca hostilidad chauvinista entre vecinos. Pero estas diferencias —por importantes que sean— no constituyen nuestro motivo más importante para no proseguir el razonamiento simplificado de la analogía.

El dominio de Estados Unidos sobre su Sur americano se despliega por unos medios que están principalmente determinados por lo económico, como atestigua el modelo del mercado común panamericano promovido por Washington, bloqueado por la tentativa de Estados Unidos de imponerlo. Incluso en su segmento activo —el NAFTA, el Tratado de Libre Comercio con América del Norte, que anexiona México al gran mercado norteamericano— la institución no pone en cuestión la soberanía política del México dominado.

Mi observación no tiene nada de ingenua. Sé muy bien que no hay compartimentos estancos que separen los medios económicos de aquellos puestos en práctica mediante los planes de la política. La OEA (Organización de Estados Americanos) ha sido considerada con razón por la oposición de América Latina como “el Ministerio de Colonias de Estados Unidos”, y la lista de las intervenciones, tanto si han sido militares (en el Caribe) como si han tomado la forma de apoyo organizado a diversos golpes de Estado es lo suficientemente larga como para atestiguarlo.

La Unión Europea no puede ser más que la que es, y tal como es no es viable.

La institucionalización de las relaciones entre los Estados de la Unión Europea depende de una lógica más amplia y más compleja. Existe una especie de “doctrina Monroe” propia de la Europa occidental (“La Europa del Este pertenece a la Europa del Oeste”). Pero es solo eso. Europa ya no es solamente un “mercado común” como lo había sido en sus orígenes, limitado inicialmente a seis países y luego ampliado a otros países de la Europa occidental. Desde el Tratado de Maastricht se ha convertido en un proyecto político. Es cierto que este proyecto político fue concebido para servir al de la gestión de las sociedades implicadas por parte de los monopolios generalizados. Pero puede convertirse también en un lugar de conflictos y de cuestionamientos de esta vocación, y de los medios creados para servirla.

Se supone que las instituciones europeas asocian a los pueblos de la Unión y prevén el uso de ciertos medios con esta finalidad, como la medida de la representación de los Estados en función de su población y no de su PIB. Por ello, la opinión dominante en Europa, incluida la de la mayoría de izquierdas críticas con las instituciones tal como son, conserva la esperanza de que “otra Europa” sea posible. Antes de entrar a discutir las tesis y las hipótesis relativas a los futuros posibles de la construcción europea, nos parece necesario dar un rodeo para discutir la cuestión del atlantismo y el imperialismo, por una parte, y la de la identidad europea, por otra.

¿Europa o una Europa atlantista e imperialista?

Gran Bretaña es más atlantista que europea, y mantiene esta postura debido a su herencia de antigua potencia imperialista hegemónica, cuando en realidad esta herencia estaría reducida hoy a la posición estratégica que la City de Londres ocupa en el sistema financiero mundializado. Gran Bretaña supedita, pues, su muy particular adhesión a la Unión Europea a la prioridad que da a la institucionalización de un mercado económico y financiero euroatlántico, que prevalece sobre cualquier voluntad de participar activamente en una construcción política de Europa. Pero no es solamente Gran Bretaña la que es atlantista. Los estados de la Europa continental no lo son menos, pese a su voluntad aparente de construir una Europa política. La prueba viene dada por la centralidad que tiene la OTAN en esta construcción política.

Que una alianza militar con un país exterior a la Unión haya sido integrada en la “constitución europea” constituye una aberración jurídica sin precedentes. Para determinados países europeos (Polonia, los Estados bálticos, Hungría) la protección de la OTAN —es decir, de los Estados Unidos— frente al “enemigo ruso” (!) es más importante que su pertenencia a la Unión Europea. La persistencia del atlantismo y la expansión mundial del campo de intervención de la OTAN una vez desaparecida la supuesta “amenaza soviética” son una consecuencia de lo que yo he analizado como la emergencia del imperialismo colectivo de la tríada (Estados Unidos, Europa, Japón), es decir, de los centros dominantes del capitalismo de los monopolios generalizados, y que pretenden seguir siéndolo pese al ascenso de los estados emergentes.

Se trata de una transformación cualitativa relativamente reciente del sistema imperialista antigua y tradicionalmente basado en el conflicto de las potencias imperialistas. La razón de la emergencia de este imperialismo colectivo es la necesidad de hacer frente conjuntamente al desafío que representan las ambiciones que tienen los pueblos y los estados de las periferias de Asia, África y América Latina de salir de su estado de sumisión.

El segmento europeo imperialista en cuestión se refiere solamente a la Europa occidental, cuyos estados han sido siempre imperialistas durante la época moderna, tanto si han dispuesto de colonias como si no, pues todos han tenido siempre acceso a la renta imperialista. Los países de la Europa del Este, en cambio, no tienen acceso a esta, ya que no son más que la sede de los monopolios generalizados nacionales que les son propios. Pero todos ellos albergan la ilusión de que tienen derecho a ella debido a su “europeidad”. Ignoro si algún día conseguirán desembarazarse de esta ilusión.

Una vez convertido en colectivo el imperialismo, ya no hay más que una política —la de la tríada— común y compartida con respecto al Sur, que es una política de agresión permanente contra los pueblos y los estados que osan poner en cuestión ese sistema particular de la mundialización. Ahora bien, el imperialismo colectivo tiene un líder militar, si no un hegemón: Estados Unidos. Se comprende entonces que no haya ya política exterior, ni de la Unión Europea ni de los estados que la constituyen. Los hechos demuestran que no hay más que una realidad: el alineamiento con lo que decide Washington en solitario (o, en todo caso, de acuerdo con Londres). Europa vista desde el Sur no es más que el aliado incondicional de Estados Unidos. Y si en este sentido es posible que haya todavía algunas ilusiones en América Latina —debido sin duda a que la hegemonía es ejercida aquí brutalmente solo por Estados Unidos y no por sus aliados subalternos europeos— no es este el caso ni en Asia ni en África. Los poderes de los países emergentes lo saben; quienes gestionan los asuntos corrientes en los otros países de los dos continentes aceptan su estatus de compradores sumisos. Para todos ellos, solo Washington cuenta; Europa se ha vuelto inexistente.

¿Existe una identidad europea?

La perspectiva desde la que conviene considerar esta cuestión es esta vez el interior de Europa. Pues vista desde el exterior —desde el gran Sur—, sí, “Europa” parece una realidad. Para los pueblos de Asia y de África, de lenguas y religiones “no europeas”, incluso cuando esta realidad se ha visto atenuada por las conversiones misioneras al cristianismo o por la adopción de la lengua oficial de los antiguos colonizadores, los europeos son los “otros”. El asunto es diferente en América Latina, que, como América del Norte, es un producto de la construcción de la “otra Europa”, asociada necesaria al despliegue del capitalismo histórico.

La cuestión de la identidad europea solamente puede discutirse centrando la mirada en Europa vista desde dentro. Ahora bien, las tesis que afirman la realidad de esta identidad y las que la niegan se confrontan en unas polémicas que conducen, unas y otras, a inclinar la balanza en su favor. Unos invocarán, pues, el cristianismo, cuando en realidad habría que hablar de cristianismo católico, protestante y ortodoxo, sin olvidar a los que no tienen una práctica religiosa o no tienen religión, y que solo cuentan en cantidad desdeñable. Los otros considerarán que un español se siente más a gusto en compañía de un argentino que de un lituano; que un francés comprende mejor a un argelino que a un búlgaro; que un inglés se desplaza con más soltura por el espacio mundial de los pueblos que comparten su lengua que por Europa. El ancestro civilizador grecorromano, real o reconstruido, tendría que hacer adoptar el latín y el griego, y no el inglés, como lenguas oficiales de Europa (como lo eran en la Edad Media).

La Ilustración del siglo XVIII afectó exclusivamente al triángulo Londres/Amsterdam/París, pese a que fue exportada a lugares como Prusia o Rusia. La democracia electoral representativa es demasiado reciente y todavía demasiado insegura para hacer remontar sus fuentes a la formación de las culturas políticas europeas, visiblemente diversas.

No sería difícil hacer aparecer la fuerza siempre presente en Europa de las identidades nacionales. Francia, España, Inglaterra, Alemania se han construido en su enemistad guerrera. Y si el insignificante primer ministro de Luxemburgo puede declarar que “su patria es Europa” (¡debía referirse a la patria de su banco!), ningún presidente francés, canciller alemán o premier británico se atrevería a proferir semejante sandez.

Pero ¿es necesario afirmar la realidad de una identidad común para legitimar un proyecto de construcción política regional? Por mi parte, yo creo que no hay nada de eso. Pero a condición de reconocer la diversidad de las identidades (llamémoslas “nacionales”) de los socios, y de situar con precisión las verdaderas razones de la voluntad de la construcción común.

Este principio no es válido exclusivamente para los europeos; lo es igualmente para los pueblos del Caribe, de la América hispana (o latina), del mundo árabe, de África. No es necesario suscribir las tesis del arabismo o de la negritud para reconocer toda la legitimidad de un proyecto árabe o africano. La desgracia es que los “europeístas” no se comportan con esta inteligencia. En su gran mayoría se contentan con declararse “supranacionales” y “antisoberanistas”, lo que apenas quiere decir nada o incluso entra en conflicto con la realidad. En lo que sigue no discutiré, pues, la cuestión de la viabilidad del proyecto político europeo situándome en el terreno movedizo de la identidad, sino en el terreno más sólido de los envites y las formas de institucionalización de su gestión.

¿Es viable la Unión Europea?

La cuestión que planteo no es la de saber si “un” proyecto europeo (¿cuál? ¿Para hacer qué?) sería posible (mi respuesta es: evidentemente, sí), sino saber si el que está en marcha es viable, o si podría transformarse para volverse viable.

Dejo a un lado a los “europeístas” de derechas, es decir, a los que, habiéndose sometido a las exigencias del capitalismo de los monopolios generalizados, aceptan la Unión Europea tal como es en lo esencial, y se interesan solamente por encontrar una solución a las dificultades “coyunturales” (cosa que no son, en mi opinión) por las que atraviesa. Solo me intereso, pues, por los argumentos de quienes proclaman que “otra Europa es posible”, incluidos los partidarios de un capitalismo renovado, de rostro humano, y por quienes se inscriben en una perspectiva de transformación socialista de Europa y del mundo. La naturaleza de la crisis que atraviesa el mundo y Europa está en el centro de este debate. Y, por lo que respecta a Europa, la crisis de la zona euro —que ocupa el primer plano de la escena— y la crisis de la Unión Europea —en segundo plano— son indisociables.

La construcción de la Unión Europea —al menos desde el tratado de Maastricht y, a mi modo de ver, desde mucho antes— y la de la zona euro, han sido concebidas y edificadas sistemáticamente como bloques de construcción de la mundialización llamada liberal, es decir, de un sistema que asegura el dominio exclusivo del capitalismo de los monopolios generalizados. En este marco, hemos de analizar primero las contradicciones que, en mi opinión, hacen que este proyecto (y por lo tanto el proyecto europeo que depende de él) no sea viable.

Pero, se dirá, en defensa de “un” proyecto europeo hacia y contra todo, lo que tiene la ventaja de existir, de estar ahí, puede ser transformado. En teoría y en abstracto, es posible, sí. Pero ¿cuáles son las condiciones que lo permitirían. A mi modo de ver, se requeriría un doble milagro (¿hace falta que diga que no creo en los milagros?):

1) que la construcción transnacional europea reconozca la realidad de las soberanías nacionales, la diversidad de los intereses y de lo que está en juego, y organice sobre esta base la institucionalización de su funcionamiento; y

2) que el capitalismo —si se trata de permanecer en el marco general de su modo de gestión de la economía y de la sociedad— pueda ser obligado a actuar de un modo diferente del que le impone su propia lógica, que hoy es la de la dominación de los monopolios generalizados. Yo no veo indicios de que los europeístas mayoritarios acepten tener en cuenta estas exigencias.

Tampoco veo que los europeístas de izquierdas, minoritarios, sean capaces de movilizar a las fuerzas sociales y políticas que podrían invertir el conservadurismo del europeísmo actualmente existente. Por ello concluyo que la Unión Europea no puede ser más que la que es, y que tal como es no es viable. La crisis de la zona euro ilustra esta imposible viabilidad del proyecto.

El proyecto “europeo” tal como lo define el tratado de Maastricht, y el de la zona euro, han sido vendidos a la opinión pública por una propaganda (no encuentro palabra mejor para calificarlo) falaz e imbécil. A unos —los privilegiados (relativos) de la opulenta Europa occidental— les han contado que eliminando las soberanías nacionales se ponía fin a las guerras odiosas que habían ensangrentado el continente (y se comprende entonces el éxito de este reclamo). Y se ha aliñado un poco la salsa: la amistad de la gran democracia estadounidense, el combate común por la democracia en este gran Sur atrasado —forma nueva de adhesión a las posturas imperialistas—, etc. A otros —los pobres diablos del Este— les han prometido la opulencia que resultaría de “ponerse a la altura” de los niveles de vida occidentales.

Unos y otros han creído —mayoritariamente— estos reclamos. En el Este se han creído, al parecer, que la adhesión a la Unión Europea permitiría esta “puesta al día” y que el precio a pagar por ello valía la pena. Este precio —tal vez el castigo por haber aceptado el régimen del socialismo, llamado comunismo, soviético— era el de un ajuste estructural penoso, de “unos cuantos” años. El ajuste —es decir, la “austeridad” (para los trabajadores, no para los multimillonarios)— ha sido impuesto. Pero se ha saldado con un desastre social. Es así como la Europa del Este se ha convertido en la periferia de la Europa occidental. Un riguroso estudio reciente muestra que el 80% de los rumanos consideran que “con Ceaucescu se vivía mejor” (!) ¿Se puede esperar algo mejor por lo que respecta a la deslegitimación de la supuesta democracia que caracterizaría a la Unión Europea? ¿Aprenderán la lección los pueblos afectados? ¿Comprenderán que la lógica del capitalismo no es la de la “nivelación”, sino al contrario, la de la profundización de las desigualdades. Lo ignoro.

Si Grecia está hoy en el centro del conflicto es porque forma parte de la zona euro y al mismo tiempo cree que ha sabido escapar a la suerte de las demás periferias balcánicas (ex “socialistas”). Los “griegos” (la verdad es que no sé exactamente qué es lo que esto significa) pensaban (¿o esperaban?) que habiendo evitado la desgracia de ser gobernados por los “comunistas” (muy activos en la Grecia heroica de la Segunda Guerra Mundial) —¡y esto gracias a los coroneles!— no iban a pagar el mismo precio que tienen que pagar los demás pueblos balcánicos. Europa y el euro funcionarían de otro modo para ellos. La solidaridad europea, y la más particular de los socios del euro, debilitada en otras partes (por el crimen del “comunismo” que ha de ser castigado), actuarían en su favor. Los griegos están donde están a causa de su ingenuidad. Hoy tendrían que saber ya que el sistema igualará su suerte a la de sus vecinos balcánicos, Bulgaria y Albania. Pues la lógica de la zona euro no era diferente de la lógica de la Unión Europea; al contrario, lo que hace es reforzar su violencia.

De un modo general, la lógica de la acumulación capitalista produce un incremento de desigualdad entre las naciones (desigualdad que está en el origen de la construcción del contraste centros/periferias); y la acumulación dominada por los monopolios generalizados refuerza aún más esta tendencia inmanente al sistema.

Se nos dirá que las instituciones de la Unión Europea han previsto la forma de corregir las desigualdades intraeuropeas mediante unos apoyos financieros apropiados destinados a los países atrasados de la Unión; y la opinión general se lo ha tragado. En realidad, estas ayudas (que, fuera de la agricultura que no voy a discutir aquí, se destinan en particular a la construcción de infraestructuras modernas) son insuficientes para hacer posible la prometida “nivelación”; pero, y esto es todavía más grave, mediante su contribución a una mayor abertura de las economías implicadas facilitan la penetración de los monopolios generalizados y refuerzan por consiguiente la tendencia al desarrollo desigual. Además, estas ayudas persiguen el objetivo de reforzar a determinadas regiones subnacionales (Baviera, Lombardía, Cataluña, por ejemplo) para de este modo debilitar la capacidad de resistencia de los estados nacionales frente a los diktats de los monopolios.

La zona euro ha sido concebida para acentuar todavía más este movimiento. Su carácter fundamental viene definido por los estatutos del BCE, que prohíben prestar a los estados nacionales (e incluso a un estado supranacional europeo, suponiendo que existiera, lo que no es el caso), y financia exclusivamente a los bancos —a un tipo de interés ridículo—, que, a su vez, obtienen de sus inversiones en títulos de las deudas públicas nacionales una renta que refuerza el dominio de los monopolios generalizados. Lo que se conoce como la financiarización del sistema es inherente a la estrategia de los monopolios en cuestión.

Desde su creación, yo había analizado este sistema y había considerado que no era viable, que estaba llamado a desmoronarse en cuanto una crisis grave castigase al capitalismo. Y eso es lo que se está produciendo ante nuestros ojos. Yo había sostenido que la única alternativa susceptible de sostener una construcción europea gradual y sólida imponía el mantenimiento de una gestión nacional de las monedas articuladas en una serpiente monetaria, ella misma concebida como una estructura de negociaciones serias sobre los tipos de cambio y las políticas industriales. Y esto hasta que, eventualmente y mucho más tarde, la maduración de las culturas políticas permita la creación de un estado europeo confederal que se superponga a los estados nacionales sin aniquilarlos.

La zona euro ha entrado, pues, en una crisis previsible que amenaza realmente su existencia, como han acabado por admitirlo incluso en Bruselas. Pues no parece que la Unión Europea se haya vuelto capaz de hacer una autocrítica radical que implicaría la adopción de otro estatuto para la gestión de la moneda y la renuncia al liberalismo inherente a los tratados en vigor. Los responsables del fracaso del proyecto europeo no son sus víctimas —los países frágiles de la periferia europea— sino, al contrario, los países (es decir, las clases dirigentes de estos países) que han sido los beneficiarios del sistema, Alemania en primer lugar. Los insultos proferidos contra el pueblo griego resultan por ello más odiosos. ¿Pueblo perezoso? ¿Tramposos con el fisco? Madame Lagarde olvida que los tramposos en cuestión son los navieros a los que protegen las libertades de la mundialización (defendidas por el FMI).

Mi razonamiento no se basa en el reconocimiento del conflicto entre las naciones, aunque aparentemente sea así como pasan las cosas. Se basa en la del conflicto entre los monopolios generalizados (ellos mismos propios solamente de los países del centro europeo) y los trabajadores tanto de los centros europeos como de sus periferias, si bien el coste de la austeridad impuesto a unos y a otros produce efectos devastadores más marcados en las periferias que en los centros. El “modelo alemán”, alabado por todas las fuerzas políticas europeas de la derecha y por buena parte de las de la izquierda, se ha puesto en práctica con éxito en Alemania gracias a la docilidad relativa de sus trabajadores, que aceptan unas remuneraciones un 30% inferiores a las de los franceses. Esta docilidad está en gran parte en el origen a la vez del éxito de las exportaciones alemanas y del fuerte crecimiento de las rentas de las que los principales beneficiarios son los monopolios generalizados alemanes. ¡Se comprende que este modelo seduzca a los incondicionales de la defensa del capital!

Lo peor está, pues, por venir: el desmoronamiento de una forma u otra —brutal o gradual— del proyecto europeo, empezando por el de la zona euro. Se volvería de este modo a la casilla de salida: los años 1930. Habría entonces una zona marco reducida a Alemania y a los países a los que ella dominaría en sus fronteras Este y Sur; los Países Bajos y la Escandinavia, autónomas pero que aceptarían adaptarse a ese dominio; una Gran Bretaña a la que su atlantismo alejaría todavía más de la participación en las vicisitudes de la política en Europa; una Francia aislada (¿Vichy?, ¿De Gaulle?); una España y una Italia inciertas y fluctuantes.

Se habría juntado entonces lo peor: la sumisión de las sociedades nacionales europeas a los dictados de los monopolios generalizados y del “liberalismo” mundializado que le acompaña, con la gestión política de unos poderes que recurrirían tanto más a la demagogia “nacionalista” cuanto mayor fuese su impotencia. Esta gestión política reforzaría las oportunidades de las derechas extremas. Surgirían (¿han surgido ya?) nuevos Pilsudskis, nuevos Hortys, barones bálticos, nostálgicos de Franco y de Mussolini, maurrassianos. Los discursos de apariencia “nacionalista” de las derechas extremas son discursos mentirosos, dado que estas fuerzas políticas (o por lo menos sus dirigentes) aceptan no solo el capitalismo en general, sino también la única forma que este puede revestir, la del capitalismo de los monopolios generalizados.

Un “nacionalismo” auténtico hoy solo puede ser popular en el verdadero sentido de la expresión, es decir, en el de servir al pueblo sin engañarlo. De pronto, el propio vocablo “nacionalismo” tiene que utilizarse con precaución y tal vez sería mejor sustituirlo por una expresión como “el internacionalismo de los pueblos y de los trabajadores”. Pero en cambio, la retórica de las derechas en cuestión reduce el tema del nacionalismo a unas derivas de violencia chauvinista perpetradas contra los inmigrantes o contra los gitanos, acusados de ser fuente de desastres. Esta derecha no deja de vincular su odio a los “pobres”, considerados responsables de su miseria y acusados de abusar de los beneficios de la “ayudantía”.

He ahí adónde conduce el empecinamiento en defender el proyecto europeo contra viento y marea: a su destrucción.

¿Hay una alternativa menos desoladora? ¿Vamos hacia una nueva ola de transformaciones sociales progresistas?

Por supuesto que sí, pues las alternativas (en plural) existen siempre, en principio. Pero las condiciones para que alguna de las alternativas posibles se convierta en realidad tienen que ser precisadas.

No es posible regresar a un estadio anterior de desarrollo del capital, a un estadio anterior de la centralización de su control. Solo es posible avanzar, es decir, partiendo del estadio actual de la centralización del control del capital, comprender que ha llegado la hora de la “expropiación de los expropiadores”. No hay otra perspectiva viable posible. Dicho esto, la proposición en cuestión no excluye la conducción de luchas que, por etapas, vayan en esta dirección. Al contrario, implica la identificación de objetivos estratégicos de etapa y la implementación de tácticas eficaces. Eximirse de estas preocupaciones relativas a las estrategias de etapa y de la táctica de la acción equivale a condenarse a proclamar unas cuantas consignas fáciles (“¡Abajo el capitalismo!”) sin ninguna eficacia.

En este sentido, y por lo que respecta a Europa, un primer avance eficaz, que por otra parte se está tal vez delineando, parte del cuestionamiento de las políticas llamadas de austeridad, asociadas por lo demás al auge de las prácticas autoritarias antidemocráticas que exige. El objetivo de la reactivación económica, pese a la ambigüedad de este término (¿reactivación de qué actividades? ¿Por qué medios?), está asociado a este avance de una forma natural. Pero hay que tener en cuenta que este primer avance topará con el sistema instalado de gestión del euro por parte del BCE. Por esto no veo que sea posible evitar la “salida del euro” y proceder a la restauración de la soberanía monetaria de los estados europeos.

Entonces, y solamente entonces, podrán abrirse espacios de movimiento, imponiendo la negociación entre socios europeos y la revisión de los textos que organizan las instituciones europeas. Entonces, y solamente entonces, podrán adoptarse medidas encaminadas a poner en marcha la socialización de los monopolios. Pienso, por ejemplo, en la separación de las funciones bancarias, incluso en la nacionalización definitiva de los bancos en dificultades; en la disminución de la tutela que ejercen los monopolios sobre los productores agrícolas, las pequeñas y medianas empresas; en la adopción de unas normas de fiscalidad fuertemente progresistas; en el traspaso de la propiedad de las empresas que optasen por la deslocalización a los trabajadores y a las colectividades locales; en la diversificación de los socios comerciales, financieros e industriales mediante la abertura de negociaciones, especialmente con los países emergentes del Sur.

Todas estas medidas exigen la afirmación de la soberanía económica nacional y, por consiguiente, la desobediencia a las reglas europeas que no las permitan. A mi modo de ver, las condiciones políticas que permitirían tales avances no se producirán jamás al mismo tiempo en el conjunto de la Unión Europea. Este milagro no tendrá lugar. Será preciso aceptar la necesidad de empezar por donde sea posible hacerlo, en uno o en varios países. Estoy convencido de que el proceso, una vez iniciado, crecerá como una bola de nieve.

Frente a estas propuestas (cuya formulación ha iniciado, al menos en parte, el presidente François Hollande), las fuerzas políticas al servicio de los monopolios generalizados oponen ya unas contrapropuestas que aniquilan su alcance: la “reactivación mediante la búsqueda de una mejor competitividad de los unos y los otros en el respeto a la transparencia de la competencia”. Este discurso no es solamente el de Merkel; es también el de sus adversarios socialdemócratas, el de Draghi, el presidente del BCE. Pero hay que saber —y hay que decirlo— que la “competencia transparente” no existe. Lo que existe es la competencia –opaca por naturaleza– de los monopolios en conflicto mercantil. No se trata, por tanto, más que de una retórica falaz que hay que denunciar como tal. Tratar de ajustar la gestión después de aceptar el principio —proponiendo unas “reglas de regulación”— no lleva a ningún resultado eficaz. Es como pedir a los monopolios generalizados —los beneficiarios del sistema que ellos dominan— que actúen contra sus intereses. Los monopolios sabrán encontrar la forma de aniquilar las reglas de regulación que tratarían de imponerles.

El siglo XX no fue solamente el de las guerras más violentas que ha conocido la humanidad, provocadas en buena medida por el conflicto de los imperialismos (palabra que entonces se conjugaba en plural). Fue también el de unos inmensos movimientos revolucionarios de las naciones y de los pueblos de las periferias del capitalismo de la época. Estas revoluciones han transformado a una marcha acelerada a Rusia, a Asia, a África y América Latina y constituyen por ello la principal dinámica en la transformación del mundo. Pero lo menos que puede decirse es que el eco que han tenido en los centros del sistema imperialista ha sido limitado. Las fuerzas reaccionarias proimperialistas han conservado el control de la gestión política de las sociedades en lo que se ha convertido en la tríada del imperialismo colectivo contemporáneo, lo que les ha permitido proseguir sus políticas de “containment” (contención) y después de “rolling back” (hacer retroceder) a esta primera oleada de luchas victoriosas para la emancipación de la mayoría de la humanidad.

Es esta falta de internacionalismo de los trabajadores y de los pueblos lo que está en el origen del doble drama del siglo XX: el ahogamiento de los avances iniciados en las periferias (las primeras experiencias de vocación socialista, el paso de la liberación antiimperialista a la liberación social), por una parte, y la adhesión de los socialismos europeos al campo del capitalismo/imperialismo y la deriva de la socialdemocracia hacia la ideología social-liberal, por otra.

Pero el triunfo del capital —que se ha convertido en el triunfo de los monopolios generalizados— habrá sido de breve duración (¿1980-2010?). Las luchas democráticas y sociales entabladas en diversos lugares del mundo, así como algunas de las políticas de los estados emergentes, ponen en entredicho el sistema de dominación de los monopolios generalizados, e inician una segunda oleada de transformación del mundo. Estas luchas y estos conflictos afectan a todas las sociedades del planeta, tanto en el Norte como en el Sur. Pues, para mantener su poder, el capitalismo contemporáneo se ve obligado a combatir a la vez a los estados, a las naciones y a los trabajadores del Sur (a sobreexplotar a su mano de obra, a saquear sus recursos naturales) y a los trabajadores del Norte, pero en competencia con los del Sur. Se dan, pues, las condiciones objetivas para la emergencia de una convergencia internacionalista de las luchas.

Pero entre la existencia de las condiciones objetivas y su puesta en práctica por parte de los agentes sociales sujetos de la transformación, hay una distancia que todavía no ha sido salvada. No es nuestra intención liquidar esta cuestión mediante unas cuantas frases grandilocuentes y carentes de contenido. Un examen en profundidad de los conflictos entre los estados emergentes y el imperialismo colectivo de la tríada, y de su articulación con las reivindicaciones democráticas y sociales de los trabajadores de los países implicados; un examen en profundidad de las revueltas en curso en los países del Sur, de sus límites y de sus diferentes evoluciones posibles; un examen en profundidad de las luchas entabladas por los pueblos de Europa y de los Estados Unidos, son la condición previa ineludible a la prosecución de los debates fecundos relativos a “los” futuros posibles.

En todo caso, el inicio de la superación de la falta de internacionalismo está todavía lejos de ser visible. ¿Será por ello la segunda oleada de luchas por la transformación del mundo un simple remake de la primera? Por lo que respecta a Europa, objeto de nuestra reflexión aquí, la dimensión antiimperialista de la lucha brilla por su ausencia en la conciencia de los actores y en las estrategias que desarrollan, cuando existen dichas estrategias. Quería concluir mi reflexión sobre “Europa vista desde el exterior” con esta observación, de una gran importancia a mi modo de ver.

 

Referencias

Este artículo hace referencia a conceptos fundamentales de mi análisis del capitalismo contemporáneo y de su crisis, cuya argumentación (de la que aquí se toman solamente las conclusiones) he desarrollado en mis obras más recientes:

Más allá del capitalismo senil. El Viejo Topo, Mataró, 2003.

Por un mundo multipolar, El Viejo Topo, Mataró, 2006.

Du capitalisme à la civilisation, Éditions Syllepse, París, 2008.

La crisis. Salir de la crisis del capitalismo o salir del capitalismo en crisis, El Viejo Topo, Mataró, 2009.

La ley del valor mundializado, El Viejo Topo, Mataró, (en prensa).

Hago especialmente referencia a los conceptos de capitalismo de los monopolios generalizados, de imperialismo colectivo de la tríada, de capitalismo histórico y de sus caracteres particulares –la acumulación por expropiación, la válvula de la emigración hacia las Américas que hizo posible el despliegue del capitalismo histórico, del excedente en el capital de los monopolios y de la renta imperialista, de las dos grandes crisis estructurales del capitalismo de los monopolios y de las respuestas que se dieron a la primera y de las que se están dando a la segunda, del conflicto Norte/Sur y del que enfrenta a los países emergentes con la tríada imperialista, de las dos grandes oleadas de luchas y de conflictos antiimperialistas (el despertar del Sur) y anticapitalistas (las revoluciones socialistas) que han ocupado el siglo XX y que se atisban en el siglo XXI.

Sobre estos tremas, pueden consultarse mis artículos de síntesis:

“Capitalism, a parenthesis in history”, Monthly Review, 2009.

“The battlefield chosen by contemporary imperialism”, Kasarinlan Philippine Journal of Third World Studies, 2009.

“The trajectory of historical capitalism”, Monthly Review, 2011.

“Audacity”, site Pambazuka 01/12/2011.

“Capitalisme transnational ou imperialisme collectif? Recherches Internationales, 2011.

“The Centre will not held. The rise and decline of liberalism”, Monthly Review, 2012.

“The surplus in Monopoly Capitalism and the imperialist rent”, Monthly Review, 2012.

“The South challenges globalization”, site Pambazuka 05/04/2012.

El análisis crítico de la construcción europea y de la gestión del euro, objeto de este artículo, se sitúa en este marco global. Para los desarrollos relativos a estas cuestiones, véase:

“L’effacement du projet européen” (Au-delà du capitalisme sénile, 2002, página 110 y ss.)

“Les sables mouvants du projet européen” (Pour un monde multipolaire, 2005, página 22 y ss.)

“Le projet européen remis en question” (Du capitalisme à la civilisation, 2008, página 151 y ss.)

“L’impossible gestión de l’euro” (site Pambazuka 06/07/2010).

La referencia al estudio relativo a la opinión rumana la hizo oralmente un participante rumano en el Forum Social Balcánico (Zagreb, 2012).

 

[Este ensayo ha sido publicado en el número de septiembre de 2012 de El Viejo Topo. La traducción del francés es de Josep Sarret]

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10 /

2012

La lucha de clases, que no puede escapársele de vista a un historiador educado en Marx, es una lucha por las cosas ásperas y materiales sin las que no existan las finas y espirituales. A pesar de ello, estas últimas están presentes en la lucha de clases de otra manera a como nos representaríamos un botín que le cabe en suerte al vencedor. Están vivas en ella como confianza, como coraje, como humor, como astucia, como denuedo, y actúan retroactivamente en la lejanía de los tiempos.

Walter Benjamin
Tesis sobre la filosofía de la historia (1940)

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