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Gerardo Pisarello

El régimen constitucional español, 34 años después

¿Reforma o ruptura democrática?

El avance imparable de la crisis en el ámbito económico, social y territorial ha sido el aguafiestas más efectivo del trigésimo cuarto aniversario de la constitución española. Ni las bravuconadas de algunos sectores extremistas vinculados a las FAES, ni los intentos de conectar el texto de 1978 con los fastos de la constitución de Cádiz de 1812, han tenido el efecto vivificador pretendido por sus principales valedores. Tras su rendición furtiva a la troika y a los grandes inversores financieros, el patriotismo constitucional cotiza a la baja. Ya no es, desde luego, el ronco grito de rigor con el que los partidos mayoritarios acostumbraban a descalificar cualquier crítica de fondo a un marco presentado como sagrado e intocable. Tampoco la cobertura orgullosa que permitía aleccionar a otros países jurídica y políticamente “subdesarrollados”. Según el último informe del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), en solo dos años el porcentaje de los que se consideran “poco” o “nada” satisfechos con la constitución ha pasado de un 39,1% a un 51,1%. Las razones de este desencanto son múltiples, pero todas aparecen espoleadas por la recesión y la agudización de los ajustes. En poco tiempo, se han multiplicado las voces que denuncian el vaciamiento de los preceptos constitucionales más garantistas por parte de los propios poderes constituidos. Desde el gobierno hasta el tribunal constitucional. Junto a estas denuncias, han crecido también otras alternativas más exigentes. Algunas postulan reformas democratizadoras de amplio alcance. Otras, con creciente apoyo entre movimientos sociales y una parte importante de la izquierda alternativa, van más allá y exigen nuevos procesos constituyentes que desborden un régimen monárquico, bipartidista y “austeritario” cuyos signos de agotamiento son cada vez más visibles.

Sombras y luces de un proceso constituyente tutelado

Desde una perspectiva estática, una constitución podría verse como una foto fija. Como el reflejo de las relaciones de poder políticas, sociales y económicas existentes en un momento dado. Esta aproximación puede ser útil para evaluar el sentido de un proceso constituyente históricamente datado. Pero no sirve para comprender su decurso posterior. Desde una perspectiva dinámica, en efecto, el análisis de una constitución no puede limitarse a la descripción de su contenido en un momento dado. Debe incluir, además, la interpretación y la aplicación que de los mismos se realiza con el tiempo. Más que el texto constitucional, lo que cobra relevancia es el régimen constitucional. Este incluye a la constitución, pero también a lo que se ha hecho de ella, abriendo o cerrando, a veces de modo casi irrevocable, las posibilidades de desarrollos alternativos.

Si se contempla en el momento de su gestación, la constitución española aparece como el producto, desde luego, de la presión social y sindical ejercida en la calle contra la dictadura. Pero también del miedo y de una adhesión casi forzosa a las condiciones impuestas por los sectores duros y moderados del régimen franquista. El proceso constituyente que dio lugar al texto de 1978 fue un proceso tutelado y limitadamente democrático. Las Cortes que actuaron como constituyentes fueron elegidas en unos comicios en los que no estaba claro que acabarían ostentando esa función. La legislación electoral que rigió su celebración fue deliberadamente diseñada para favorecer al oficialismo y al voto conservador. Hubo partidos republicanos y de izquierda que ni siquiera pudieron presentarse. Se reservó al rey la posibilidad de nombrar directamente una cuarentena de senadores. Y el ejército mantuvo un estrecho control de todo el proceso. Su Consejo Superior permaneció reunido a la espera de los resultados electorales. Y la División Acorazada Brunete recibió órdenes de mantenerse vigilante en las cercanías de Madrid.

Las limitaciones de este proceso constituyente tutelado se hicieron sentir, naturalmente, en el marco constitucional finalmente aprobado. Las discusiones en torno a la “Constitución expresa” vinieron condicionadas por una “Constitución tácita” en la que el “partido militar” se reservó un papel determinante [1]. Hubo al menos tres elementos del nuevo marco que quedaron fuera de toda discusión y que condicionarían su desarrollo posterior. Uno de ellos fue la intangibilidad de la monarquía —especialmente blindada frente a eventuales reformas por el artículo 168—. Otro, el reconocimiento de intereses básicos de la Iglesia Católica en materia educativa (artículo 27) y la renuncia al reconocimiento del carácter laico —y no simplemente aconfensional— del Estado (artículo 16.3). Y un tercero, la explícita atribución al Ejército de la tutela de la “integridad territorial” y del propio “orden constitucional” (artículo 8), con un doble objetivo. Por una parte, sancionar el olvido de los crímenes franquistas. Por otro, convertir a la jerarquía militar en guardiana de la “indisoluble unidad de la Nación española” y en factor disuasorio frente a las reivindicaciones de autonomía de las “nacionalidades y regiones” [2].

La consagración de estos tres elementos —intangibilidad de la monarquía, cooperación con la Iglesia Católica y sumisión a la tutela militar— se complementaba con la previsión, en el texto o en otras normas o acuerdos de valor cuasi constituyente, de elementos que aseguraban la “gobernabilidad” política, económica y territorial. Con el primer objetivo, precisamente, se consagraba una democracia de representantes de baja intensidad, controlada por unos pocos partidos, con un ejecutivo difícilmente careable y reacia a la participación directa de la ciudadanía (aquí fue notoria la influencia de la Ley Fundamental de Bonn de 1949, impuesta a la Alemania por las tropas aliadas para exorcizarla del radicalismo de la constitución de Weimar de 1919). En el plano económico, se asumía el principio del Estado social y se contemplaban instrumentos compensatorios propios de una economía mixta. Pero a diferencia de otras constituciones sociales de posguerra, la opción de fondo giraba en torno a una “economía de mercado” con “libertad de empresa” (artículo 38) a las que los propios Pactos de la Moncloa de 1977 blindarían de antemano contra cualquier corrección sustancial futura. En el ámbito territorial, por fin, se aceptaba una descentralización político-administrativa que flexibilizara las

rigideces del centralismo franquista. Pero a cambio de ello se excluía de manera explícita el derecho a la autodeterminación (apoyado por el PCE y por el propio PSOE pocos años antes) y se confiaba el desarrollo del modelo a la estricta vigilancia del poder central y de un Tribunal Constitucional que actuaría a partir del acuerdo entre los grandes partidos de ámbito estatal [3].

Ciertamente, el texto de 1978 no era solo esto. La presión de la lucha antifranquista se tradujo en el reconocimiento de libertades políticas y sindicales valiosas, de derechos sociales clave y de mecanismos incisivos de intervención pública en la economía. Muchos de estos instrumentos permitían, en abstracto, el desarrollo de políticas socializantes, y serían inconcebibles sin las resistencias de los años precedentes [4]. No obstante, venían rodeados de múltiples salvaguardas, dentro y fuera del texto constitucional, que impedían que su ejercicio pudiera desbordar los límites de una “gobernabilidad” previamente establecida. Con ello, la constitución permitía avances democráticos no desdeñables en relación con el régimen franquista. Pero excluía claramente desarrollos democratizadores más incisivos, como los previstos por la constitución republicana de 1931 o por la portuguesa de 1976, surgida, no de una transacción con el antiguo régimen, sino de una ruptura.

Turnismo, integración europea y progresivo cierre constitucional

La constitución de 1978 no era, en definitiva, un marco en el que todas las opciones tuvieran la misma cabida. Algunas eran estimuladas, otras abiertamente desincentivadas y otras bloqueadas sin disimulo. Con todo, contenía fórmulas de compromiso y una cierta apertura que hacía posible pensar en desarrollos alternativos, una vez pasado el ruido de sables y la tutela militar de los primeros tiempos. Esta apelación a la “Constitución abierta”, a la “Constitución garantista” o a la “Constitución alternativa” fue común, de hecho, en sectores jurídicos críticos y de la izquierda política y sindical. A veces, como simple recordatorio de la hipocresía de quienes se llenaban la boca con la apelación al texto constitucional pero negaban eficacia a sus preceptos más avanzados [5]. En otras ocasiones, como reflejo de una confianza efectiva en las posibilidades normativas del texto constitucional.

Tras los primeros años de monarquía parlamentaria, el poder constituyente popular que emergió durante la resistencia antifranquista hizo posible algunos avances relevantes en la concreción del derecho a la educación, a la sanidad o a la seguridad social. Lo cierto, en todo caso, es que la apertura inicial del marco constitucional se fue cerrando por diferentes vías. Algunas mostraban el peso de la herencia franquista tanto en la estructura económica empresarial como en instituciones y actores clave como el ejército, la Iglesia o el propio Poder Judicial [6]. Otras reflejaban la influencia creciente de actores externos como los Estados Unidos y la OTAN o, más adelante, la Organización Mundial de Comercio o la Unión Europea [7]. Al margen de algunas políticas y decisiones concretas, ninguno de estos factores se vería afectado de manera sustancial por el turnismo mantenido entre el PSOE y el Partido Popular. Todos, de hecho, fueron determinando la configuración de una constitución material, esto es, de unas relaciones y estructuras de poder, que condicionaría de manera decisiva el sentido de la propia constitución formal aprobada en 1978.

En el ámbito socio-económico, los avances producidos tras la transición permanecieron condicionados por el peso de una oligarquía financiera-inmobiliaria-constructora, fuertemente emparentada con el régimen anterior, que supo recomponerse para mantener su influencia. Todo ello determinó que en ámbitos clave, como el de la vivienda o el trabajo, se abrieran paso, de manera regular, propuestas liberalizadoras y precarizadoras llevadas adelante en nombre de la “modernización” y de la “flexibilización” del mercado inmobiliario y laboral. Muchas de estas medidas, como las contrarreformas laborales aprobadas entre 1984 y 2012, serían impugnadas por fuerzas sindicales y de oposición por su incompatibilidad a partir de una lectura garantista de la constitución [8]. Sin embargo, estos reclamos jurídicos rara vez encontraron eco en una justicia ordinaria a menudo dispuesta a legitimar la “violencia del poder empresarial” [9] y en un tribunal constitucional poco dispuesto a marcar al legislador mínimas líneas rojas en materia de derechos sociales [10].

Lejos de moderarse, muchas de estas tendencias se profundizarían con la incorporación española a las Comunidades europeas. El proceso de integración contribuiría, sí, a la recepción de normas europeas avanzadas en ámbitos como la prohibición contra la discriminación, la tutela de usuarios y consumidores o la incorporación de ciertos estándares medioambientales. Sin embargo, estos efectos garantistas tendrían como contrapartida una alteración drástica de la constitución económica, social y militar. Lejos de ser un proceso neutral, la integración europea introdujo cambios irreversibles sin que para ello fuera menester modificar una coma del texto de 1978. La artera operación llevada a cabo por el PSOE con el propósito de mantener a España en la OTAN, por ejemplo, vino a dejar claro que la “europeización” exigía interpretar el artículo 8 de la constitución referido al papel del ejército también en función de los intereses geoestratégicos de los Estados Unidos. Y lo mismo ocurrió en el terreno económico. El Acta Única de 1986 fue ratificada en el Congreso prácticamente sin oposición (Izquierda Unida presentó una enmienda a la totalidad, pero luego la retiró). Con ello, comenzó su andadura la subordinación de los derechos sociales y de los servicios públicos reconocidos o amparados por la Constitución a la libre circulación de servicios, capitales y mercancías, asumidas como los auténticos derechos fundamentales comunitarios. Este proceso de patrimonialización de los derechos, es verdad, se vio compensado por la aprobación de algunos marcos normativos garantistas y sobre todo por ayudas ingentes que permitieron apuntalar el desarrollo de infraestructuras, principalmente en la España meridional, la meseta castellana y Galicia [11]. Pero sería el derecho de la competencia, con su carga privatizadora, generadoras de nuevos monopolios y oligopolios, el que con más peso acabaría por impactar en el ordenamiento interno.

Con el Tratado de Maastricht de 1992 y la entrada en vigor del Pacto de Estabilidad y Crecimiento de 1997, el proceso de integración adquirió, además, un claro sesgo monetarista. La pérdida de soberanía monetaria, sumada a la asunción de estrictos criterios de reducción de la inflación, del déficit y de la deuda pública forzó en más de un aspecto la restricción del gasto social y la contención salarial. Los tratados europeos, penetrados por la lex mercatoria generada por las grandes empresas transnacionales y por la OMC, se convirtieron en una auténtica constitución supraestatal situada por encima de la constitución de 1978. Esta nueva constitución era una auténtica constitución dirigente, intervencionista, que cerraba de manera drástica las alternativas económicas abiertas por las constituciones sociales internas [12]. Lo que se imponía, así, era una constitución monetarista, con una marcada matriz neoliberal, que vetaba alternativas keynesianas y aceptaba limitadas modulaciones en un sentido social.

En otros países del centro y del norte de Europa, estos cambios en la constitución económica fueron objeto de controles y de debates sociales intensos. El tribunal constitucional alemán y el consejo constitucional francés advirtieron en varias ocasiones de los peligros que el proceso de transferencia de competencias a la Unión Europea suponía para el principio democrático y en algunos casos lo condicionaron a la realización de reformas constitucionales previas. En aquellos países con Estados sociales más o menos robustos, el Tratado de Maastricht fue objeto de un amplio escrutinio público. En Dinamarca, fue rechazado en referéndum. En Francia, apenas consiguió el favor del 51% de los votantes. Cuando el Tratado constitucional de 2004 pretendió “grabar en mármol” esta orientación elitista y neoliberal, un 55% de los franceses y un 61,6% de los holandeses se opusieron. Nada de esto ocurrió en el caso español. La identificación de la integración supraestatal con la superación del aislamiento franquista y un cierto papanatismo “modernizador” alentado por los medios de comunicación, desactivaron los reflejos críticos de una opinión pública a menudo dispuesta a dar por bueno todo lo que viniera de “Europa”. Además, como la propia constitución española tenía un contenido social mitigado por la asunción de una “economía de mercado” basada en la “libre empresa”, el Tribunal constitucional no vio ninguna oposición entre esta y los tratados europeos. De hecho, cuando se le consultó acerca del impacto del Tratado constitucional en el texto de 1978, el Tribunal respondió con un Dictamen en el que afirmaba que la “primacía” del derecho europeo no afectaba a la “supremacía” de la constitución. Esta contorsión retórica fue objeto de muchas interpretaciones. Pero lo cierto es que apenas permitía ocultar la alienación de un marco constitucional subordinado a un orden supraestatal cuyas credenciales sociales y democráticas ya entonces eran más que dudosas.

Si este proceso pasó inadvertido no solo para los expertos jurídicos sino para la mayoría de la población fue, entre otras razones, gracias al efecto adormecedor de algunas políticas propiciadas por Bruselas y Frankfurt. De entrada, las ayudas, antes aludidas. Pero también el estímulo al sobrendeudamiento privado. Durante años esa singular fuente de financiación contribuiría a gestar un capitalismo popular en el que las vergüenzas del Estado social y la falta de garantía de derechos sociales básicos como el derecho a la vivienda eran disimuladas por el acceso al crédito barato. De ese modo, la misma normativa europea que por la mañana cuestionaba algunos límites sociales o medioambientales del modelo de crecimiento español, por la noche lo bendecía, dando por buenos sus efectos precarizadores o la explotación de la mano de obra migrada sobre las que se sostenía. Cuando, en pleno auge del boom inmobiliario, el gobierno Zapatero decidió convocar un referéndum sobre el Tratado constitucional con el objeto de exhibir su vocación de ser “el primero con Europa”, los resultados permitieron medir la erosión del espejismo. El sí se impuso con un 77% de los votos, pero la participación no pasó del 44%, el porcentaje más bajo en cualquier convocatoria estatal desde tiempos del franquismo [13].

El estallido de la crisis y la (contra)reforma del artículo 135: un proceso desconstituyente desde arriba

Tras la eclosión de la crisis de 2008, las costuras formales de la Constitución acabaron por estallar. Una nueva fuerza desconstituyente, compuesta por el Fondo Monetario Internacional, el Banco Central Europeo, la Comisión Europea y los grandes inversores privados, decidió que era necesario acometer una doble operación. Por un lado, endurecer los ya rigurosos criterios de reducción del déficit y del endeudamiento público previstos en el Pacto de Crecimiento y de Estabilidad de 1997, así como los mecanismos de sanción en caso de incumplimiento. Por otro, convertir ese mandato de austeridad en regla de oro constitucional al interior de cada Estado. Para ello se impulsaron dos nuevos tratados: uno sobre Estabilidad, Coordinación y Gobernanza de la Unión Europea y otro sobre el Mecanismo Europeo de Estabilidad. Lo que se buscaba, con ello, era dotar a la constitución financiera de la eurozona de instrumentos que la hicieran operativa por encima, incluso, de la voluntad de los parlamentos estatales.

Naturalmente, este ataque al principio democrático no podía llevarse adelante sin el concurso de los propios estados desapoderados. El español, a través de sus dos grandes partidos, no tardó en comparecer con las tareas hechas. Primero, consintió el aumento de su deuda pública a cuenta del rescate prácticamente incondicionado de ciertas entidades financieras y de algunas grandes empresas. Luego, aceptó proceder, sin mayor discusión, a la reforma del artículo 135 de la constitución de 1978, la segunda desde su entrada en vigor. El objetivo declarado de la reforma era constitucionalizar la regla de oro europea. Pero no se quedaba ahí. A diferencia de otras reformas constitucionales similares, como la alemana de 2009 o a la reciente italiana, la española establecería la “prioridad absoluta” del pago de los intereses y del capital de los créditos concedidos para financiar la deuda pública [14]. Esta cláusula carece de parangón en el derecho constitucional comparado. Y genera, en un solo golpe, un doble efecto. Por un lado, neutraliza la ya menguada fuerza normativa del principio del Estado social y de los propios derechos sociales a él vinculados. Por otro, rinde abiertamente el principio democrático a los designios de la deudocracia, o gobierno de los acreedores.

Y no se trata de una mera afirmación retórica. Entre 2011 y 2012, han sido numerosas las leyes, decretos leyes y decretos que apelan al nuevo artículo 135 para justificar la “racionalización”, reducción o limitación de prestaciones sociales y servicios públicos. Es verdad que el apartado 4 del nuevo redactado acepta, como prueba quizás de mala conciencia, que los límites al déficit o a la deuda pública pueden flexibilizarse en casos de “emergencia extraordinaria” que perjudiquen “considerablemente [] la sostenibilidad económica y social del Estado”. Lo que ocurre es que la voluntad de concretar estas líneas rojas es nula, como bien prueba su no tratamiento en la ley orgánica de abril de 2012 que desarrolla el precepto constitucional.

Si se contempla con un mínimo sentido de realismo, no parece exagerado afirmar que con esta reforma se ha puesto en marcha un auténtico proceso desconstituyente desde arriba. Una mutación formal y materialmente dudosa en la que el diseño constitucional originario apenas puede reconocerse. Y es que con la reforma no son sólo los déficit sociales del marco constitucional de 1978 los que se ven agravados. También el principio del Estado autonómico y el principio democrático han resultado, no tanto en términos abstractos como en su proyección práctica, profundamente devaluados. La deudocracia —una forma singular de cleptocracia— gana terreno no solo más allá de las fronteras sino también en su interior, erosionado las competencias y la financiación de las instancias autonómicas y municipales y condenándolas a un papel cada vez más insustancial. La atribución, en efecto, de nuevos poderes al Estado central que antes pretendían encontrar acomodo en competencias horizontales como las vinculadas a la ordenación general de la economía (artículo 149.1.13) o la hacienda pública (149.1.14), se justifican ahora en la Ley Orgánica de Estabilidad Presupuestaria y en la invocación del nuevo artículo 135. De este modo, las instancias más tecnocráticas de la Unión Europea afirman su poder sobre el parlamento estatal. Y el Estado central, a través del gobierno central, hace lo propio con las Comunidades Autónomas. Este reforzamiento tiene varias manifestaciones. Una, el sometimiento de los presupuestos autonómicos proyectados, aprobados y ejecutados al visto bueno del Ministerio de Hacienda. Otra, la previsión de medidas preventivas y correctivas automáticas que incluyen la no disponibilidad de créditos presupuestarios a las Comunidades reacias a los ajustes; la reversión al Estado de las competencias normativas sobre tributos cedidos; la obligación de un depósito en el Banco de España (0,2% del PIB); la eventual imposición de multas e incluso la ejecución coactivaprevista por el amenazante artículo 155 de la Constitución [15].

¿Qué alternativas? Resistencia, reforma y nuevos impulsos constituyentes

Ciertamente, estos cambios constitucionales no vienen de la nada. Muchos hunden sus raíces en transformaciones económicas y sociales que datan del último tercio del siglo pasado y que afectan, no sólo a la Constitución española, sino al constitucionalismo social de posguerra europeo en su conjunto. Con todo, parece evidente que el golpe que la última crisis capitalista ha asestado a alguno de sus principios básicos marca un fin de época. Para captar su esencia, algunos juristas han hablado de Constituciones abdicativas o de Constituciones desconstitucionalizadoras, esto es, de marcos constitucionales que, a resultas de la ofensiva neoliberal, resignan de manera deliberada su potencialidad democratizadora tanto en el terreno político como en el económico y mutan en algo completamente diferente [16].

Este proceso de desconstitucionalización —o si se prefiere, de reconstitucionalización en un sentido liberal elitista y autoritario— está generando diferentes reacciones tanto en los movimientos sociales como en el mundo político-jurídico. Algunas llaman a resistir las políticas de austeridad en nombre de las Constituciones vulneradas. Otras, enfatizan la necesidad de reformar los marcos vigentes con el objeto de remover los obstáculos que permitirían una mayor profundización democrática. Y otras, por fin, defienden la necesidad de crear las condiciones para un escenario de ruptura que permita poner en marcha procesos constituyentes populares que contrarresten el embate desconstituyente de las actuales oligarquías económicas y políticas.

Estas estrategias, ciertamente, no transcurren como vías incomunicadas y pueden ser defendidas simultáneamente por los mismos actores. Por ejemplo, en países como Italia o Portugal, que cuentan con constituciones avanzadas, hijas de rupturas claras con regímenes fascistas o dictatoriales, son frecuentes los alegatos que llaman a “defenderse del poder” y a resistir a partir de los elementos más garantistas de las actuales constituciones republicanas [17]. En ocasiones, es verdad, este atrincheramiento puede adoptar un tono conservador, de simple preservación de un constitucionalismo social que, de hecho, resultaba insostenible en algunos de sus presupuestos esenciales (como el ecológico o energético) y al que ya no se podrá regresar. El llamamiento a la resistencia constitucional, con todo, puede convivir, y así ha ocurrido, con propuestas parciales de reforma en aspectos básicos como el refuerzo de los derechos sociales, un mayor y mejor gobierno público de la economía o la defensa de los derechos de ciertos colectivos en situación de vulnerabilidad, como los migrantes [18]. En todo caso, es verdad que la voracidad de la crisis y la parálisis de las instituciones vigentes han facilitado, como nunca antes, la irrupción de propuestas más radicales, de refundación constituyente, como ha ocurrido en Islandia o como comienza a plantearse incluso en países como Francia o la propia Italia [19].

En el Reino de España el debate también se ha acelerado en los últimos años. Aunque las críticas a la constitución de 1978 ya existían antes de la crisis, su estallido y agudización han contribuido a realzar sus insuficiencias, dando alas a propuestas reformistas y rupturistas de diferente tipo. Con la irrupción del 15-M y la presencia masiva en el mismo de jóvenes que no votaron el texto de 1978, el discurso sobre el agotamiento del régimen monárquico y bipartidista vinculado a la constitución comenzó a ganar espacio en el debate público. Colectivos republicanos, movimientos de distinto tipo y sectores de la izquierda alternativa comenzaron a evocar el ejemplo de procesos constituyentes surgidos del naufragio de las políticas neoliberales, como los que tuvieron lugar en América Latina o en Islandia. En las versiones más declaradamente republicanas, la propuesta de un nuevo proceso constituyente podía remitirse a experiencias más antiguas, como el constitucionalismo radical democrático nacido de la revolución francesa del siglo XVIII o el nacido de la II República. Tras la reforma exprés del artículo 135 y la constatación de que la auténtica ruptura se había perpetrado desde arriba, estas voces no harían sino crecer. Entre finales de 2011 y 2012 diferentes ciudades del Estado han acogido a asambleas a favor de un nuevo (o de nuevos) proceso(s) constituyente(s). Estas propuestas, por su parte, han ido encontrando un eco cada vez mayor en ciertos ámbitos políticos, sociales e incluso teóricos [20].

Este escenario rupturista se vería reforzado, por su parte, con las demandas de reconocimiento de la plurinacionalidad del Estado y el crecimiento de posiciones soberanistas en Euskadi, Galiza o Catalunya. El reclamo del derecho a decidir, confirmado (y escorado hacia la izquierda) tras las recientes elecciones del 25-N en Catalunya, está imprimiendo un giro importante en la percepción que desde ciertos territorios del Estado se tiene del régimen constitucional. Por un lado, ha dejado en evidencia los límites de las “lecturas abiertas”, federalistas, confederalistas y plurinacionales de la constitución de 1978. Buena parte de los planteamientos soberanistas insisten en que los avances experimentados en materia dedescentralización en más de treinta años de régimen constitucional han sido el producto de competencias arrancadas o concedidas a regañadientes, más que de las convicciones pluralistas de las fuerzas estatales mayoritarias. De hecho, buena parte de las lecturas plurinacionales del marco constitucional han quedado definitivamente clausuradas tras el rechazo del Plan Ibarretxe o tras las sentencias del tribunal constitucional sobre la ley de consultas vascas o el Estatuto catalán. Como contrapartida a este bloqueo, el reclamo del derecho a decidir ha hecho tangible la posibilidad de un debate constituyente en el que los grandes marcos de la vida política, cultural, social y económica podrían rediscutirse en profundidad (desde la cuestión lingüística o fiscal hasta la opción entre república y monarquía, laicismo o confesionalismo, integración o no en la OTAN, pertenencia o no a la Unión Europea y un largo etcétera).

Ello no quiere decir, desde luego, que la constitución de 1978 haya perdido toda connotación garantista o que los marcos por ella establecida se encuentren superados en todos los ámbitos. Muchas de sus previsiones en aspectos clave como el derecho a la vivienda, a la salud, a la negociación colectiva o a la huelga, continúan apareciendo como instrumentos útiles de denuncia de la “ilegalidad del poder” a disposición de los movimientos populares de toda clase [21]. Esta defensa del resistencialismo garantista, una vez más, puede aparecer vinculada a una ilusión de recuperación del “Estado de bienestar” perdido. Pero también puede convivir con propuestas rupturistas o reformistas más incisivas. El reformismo constitucional ha estado bastante presente, de hecho, en algunas propuestas provenientes del mundo sindical y de algunos sectores de la izquierda [22]. Incluso en el PSOE, la profundización de los ajustes y el auge de las demandas soberanistas en la periferia ha reconvertido a algunos de sus miembros a la vía del reformismo constitucional e incluso del federalismo asimétrico. Cuestión diferente es la credibilidad a la que este reformismo desde el centro pueda aspirar. Por un lado, porque debería sortear el veto de un Partido Popular cerrilmente embarcado en un proyecto neoliberal, centralizador y castellanizante que a menudo opera como una auténtica (contra)reforma constitucional encubierta. En segundo término, porque el propio compromiso del PSOE con el reformismo social y con un federalismo pluralista (otra cosa es el federalismo homogeneizador y recentralizador) es todo menos claro. Y finalmente, porque es difícil que una propuestas democratizadora pueda resultar efectiva mientras las obsesiones privatizadoras y monetaristas consagradas en la propia constitución tras la reforma de 2011 no sean puestas en cuestión [23].

De la debilidad de ciertas propuestas reformistas, naturalmente, no cabe deducir la mayor factibilidad de las alternativas rupturistas y reconstituyentes. A pesar de la fragmentación social que están provocando sus políticas, la hegemonía del Partido Popular está mostrando una capacidad de persistencia sorprendente. Tampoco puede subestimarse que la despolitización, el desencanto y la “servidumbre voluntaria” generados por la crisis conduzcan al auge de opciones anti-régimen pero de extrema derecha (xenófobas, neofalangistas, etcétera). Sea como fuere, es difícil que las energías de cambio liberadas por el 15-M, por las huelgas generales, por otras movilizaciones y articulaciones sociales protagonizadas sobre todo por las generaciones más jóvenes y por el ascenso de fuerzas periféricas de izquierdas y favorables a la autodeterminación como Bildu, ANOVA, Compromís o las CUP, puedan ser reconducidas sin más a un escenario de mantenimiento del statu quo. Después de todo, el crecimiento de movimientos reformistas, y sobre todo de movimientos constituyentes en el conjunto del Estado, es una realidad. Y representa uno de los desafíos más serios que el régimen constitucional monárquico y bipartidista consagrado en 1978 y hoy rendido a las exigencias de la troika ha tenido que afrontar en sus treinta y cuatro años de existencia. Se podrá decir, con razón, que se trata de impulsos precarios. Que apostar por nuevos procesos constituyentes populares sin contar con la fuerza suficiente para destituir el régimen oligárquico hoy imperante es arriesgado o utópico. En todo caso, si la vía constituyente, de ruptura, ofrece dificultades, resulta menos realista aún apostar por el mantenimiento sine die del estado de cosas actual o por reformas jurídicas menores, que no cuestionen al régimen en su conjunto. El propio constitucionalismo social reformista sólo fue eficaz mientras contó con un acicate externo —la existencia de alternativas, al menos simbólicas, al capitalismo— y con fuerzas organizadas capaces de impulsarlo más allá de las instituciones. Sin embargo, ni ese modelo, con todos sus avances, representaba el mejor de los mundos posibles, ni será posible reeditarlo tras los profundos cambios tecnológicos, energéticos y sociológicos ocurridos en las últimas décadas [24].

En realidad, la mayoría de medidas necesarias para una gestión democrática de la crisis no puede plantearse ya, de manera realista, dentro del marco constitucional de 1978, o si se prefiere, de lo que se ha hecho de él. Ni el bloqueo a la confiscación social y a la estatización de la deuda privada de los grandes grupos financieros y económicos; ni un nuevo proyecto redistributivo basado en derechos y en la tutela del trabajo en sus diferentes manifestaciones; ni el gobierno público y ecológico de la economía; ni la garantía de los bienes comunes; ni el reconocimiento de la plurinacionalidad del Estado y del derecho a decidir; ni la profundización republicana de la participación popular, en las instituciones y fuera de ellas, en los barrios, en los pueblos y en las empresas. Todos estos cambios exigen, a la larga, romper con unos marcos jurídicos que, además de estar bloqueados, resultan anacrónicos en más de un punto. Impulsar procesos constituyentes desde abajo, plurales y con capacidad de proyectarse en escalas más amplias, comenzando por la europea, no es una tarea sencilla. Pero es acaso la única alternativa sensata, a medio plazo, a la descarnada ofensiva oligárquica que está prevaleciendo.

 

Notas

[1] Véase Juan-Ramón Capella, “La Constitución tácita”, en Las sombras del sistema constitucional español, Trotta, Madrid, 2003, pp. 17 y ss.

[2] Sobre el papel del ejército en la redacción final del artículo 2 puede verse, entre otras, la versión del propio ponente constitucional por el PSUC-PCE Jordi Solé Tura, Nacionalidades y nacionalismos en España. Autonomías, federalismo, autodeterminación, Alianza, Madrid, 1985, pp. 97-102.

[3] Durante el proceso constituyente, el derecho a la autodeterminación de los pueblos contó con algunos impulsosi nteresantes, pero que carecieron de la complicidad de las izquierdas mayoritarias. El senador catalán Lluís Maria Xirinacs propuso introducirlo en el marco de una Constitución confederal (véase Constitución. Paquete de enmiendas, Madrid, 1978). El entonces diputado de Euskadiko Eskerra, Francisco Letamendía, planteó por su parte una enmienda específica al Título VIII y al artículo 149 con el propósito de que cualquier “pueblo del Estado” constituido “previamente en territorio autónomo” pudiera ejercerlo si tenía “voluntad” de hacerlo. Ni la propuesta de Xirinacs, ni la de Letamendía, consiguieron reclutar apoyos entre las izquierdas que, años antes, se habían manifestado a favor del reconocimiento de la plurinacionalidad del Estado. Véase, al respecto, Jaime Pastor, Los nacionalismos, el Estado español y la izquierda, Libros de Viento Sur-La Oveja Roja, Madrid, 2012, pp. 124 y ss.

[4] Muchos de estos instrumentos, es verdad, formaban parte de un mundo todavía marcado por la existencia entredos bloques y en el que el neoliberalismo apenas comenzaba a despuntar. Ello explica, por ejemplo, que una de lasnormas más revolucionarias del texto de 1978 —el artículo 129.2, con arreglo al cual “los poderes públicospromoverán eficazmente las diversas formas de participación en la empresa […] fomentarán, mediante unalegislación adecuada, las sociedades cooperativas [y] establecerán los medios que faciliten el acceso de lostrabajadores a la propiedad de los medios de producción”— se debiera a una enmienda de Licinio de la Fuente, diputado de Alianza Popular. Véase, al respecto, Soledad Gallego-Díaz y Bonifacio de la Cuadra, Crónica secreta de la Constitución, Tecnos, Madrid, 1989.

[5] Fuera del ámbito estrictamente jurídico, estos usos van del célebre “Constitución, constitución” de dirigentes deIzquierda Unida como Julio Anguita o Gaspar Llamazares a las apelaciones a una “lectura abierta” de la Constitución en términos plurinacionales realizadas, sobre todo, desde Euskadi, Cataluña y Galicia.

[6] A este respecto es ilustrativo, por ejemplo, el penetrante análisis de Carlos Jiménez Villarejo y Antonio Doñate, Jueces pero parciales. La pervivencia del franquismo en el poder judicial, Pasado y Presente, Barcelona, 2012.

[7] Las tutelas externas sobre el proceso constituyente español han sido descritas de manera penetrante por J. Garcés en Soberanos e intervenidos. Estrategias globales, americanos y españoles, Siglo XXI, Madrid, 2008.

[8] En octubre 2012, por ejemplo, diputados del Grupo Socialista y del Grupo de la Izquierda Plural (IU,ICVEUiA, CHA) presentaron de hecho un recurso de inconstitucionalidad contra la Ley 3/2012 de reforma laboral. En opinión de los recurrentes, la reforma vulneraría el papel institucional reconocido constitucionalmente a las organizaciones sindicales y empresariales (artículo 7 CE), el derecho a la libertad sindical (artículo 28 CE), el derecho a la negociación colectiva (artículo 37 CE), el derecho al trabajo (artículo 35 CE), a la tutela constitucional frente a tratamientos discriminatorios y arbitrarios (artículos 14, 23 y 103 CE), y a la tutela judicial efectiva (artículo 24 CE).

[9] Sobre la evolución —o mejor sobre la involución— de la jurisprudencia en ámbitos como el despido, es de obligadaconsulta el libro de Antonio Baylos y Joaquín Pérez Rey, El despido o la violencia del poder privado, Trotta, Madrid, 2009.

[10] Esto no es así en toda Europa. En Alemania, el tribunal constitucional llegó a declarar, en una sentencia de febrero de 2012, que la remuneración recibida por los profesores universitarios pagada de acuerdo con la escala desalario W2 en Hesse infringía el principio de manutención (Alimentationsprinzip), esto es, la obligación estatal de cuidar del bienestar de los funcionarios, recogida en el artículo 33.5 de la Ley Fundamental de Bonn. El tribunal constitucional portugués, por su parte, declaró en julio de 2012 discriminatoria, y por ende inconstitucional, la supresión de pagas extras a funcionarios y pensionistas decretada por el gobierno. Incluso el tribunal constitucional de Letonia llegó a declarar contraria a la constitución una ley de fuerte reducción de pensiones exigida por la UE y del FMI y algunos inversores como contrapartida a un crédito recibido por el país. En dicha ocasión, la sentencia obligó al Estado a rembolsar a los pensionistas las cantidades recortadas antes de 2010. Muchas de estas medidas, es verdad, fueron revertidas en sede política o “compensadas” por otras igualmente recesivas como subidas de impuestos indirectos. Sin embargo, manifiestan unos elementales reflejos garantistas que el tribunal constitucional español no ha tenido ni por asomo.

[11] A diferencia de lo que ocurriría con los países del Este tras la caída del Muro de Berlín, España recibió desde 1985 más de 120.000 millones de euros de la Comunidad Económica Europea. Se ha calculado que esta cifra equivale a tres veces la cantidad que los Estados Unidos destinaron en su momento al famoso Plan Marshall. Pueden consultarse algunos datos relevantes al respecto en J. L. González Vallvé y M. A. Benedicto Solsona en La mayor operación de solidaridad en la historia, Plaza y Janés, Madrid, 2007.

[12] La noción de “Constitución dirigente” fue popularizada por el constitucionalista portugués José Joaquim Gomes Canotilho para designar una función central de la Constitución social portuguesa de 1976. Los juristas brasileños Gilberto Bercovici y Luis Fernando Massoneto, por su parte, han utilizado la expresión Constitución dirigente invertida para dar cuenta de la irrupción, a partir de los años 90 del siglo pasado, de un nuevo tipo de constitucionalismo financiero neoliberal en el ámbito europeo, pero también internacional. Véase., por ejemplo, “A financeira e a agonia da Constituição econômica”, en Boletim de Ciências Económicas, n.º XLIX, Coimbra, 2006, pp. 3 y ss. Desde otras categorías conceptuales, pero con similares intenciones, puede verse el sugerente trabajo de D. Nicol, The Constitutional Protection of Capitalism, HartPublishing, Oxford and Portland, 2012, pp. 47 y ss.

[13] El referéndum de febrero de 2005 permitió entrever algunos cambios sustanciales. Los principales partidos de la izquierda —Izquierda Unida, ICV-EUiA, ERC, CHA, BNG, PSM o Aralar— pidieron el voto en contra. Comisiones Obreras y UGT se pronunciaron por un “sí” critico. CGT y la mayoría sindical vasca, en cambio, pidieron el “no”. Al final, la abstención y el rechazo al texto fue especialmente elevada en sitios como Euskadi o Catalunya, donde las ayudas no habían tenido un impacto relevante.

[14] Véase, entre otros, R. Escudero Alay, “Texto y contexto de la reforma constitucional exprés de 2011”, en Eunomía. Revista en Cultura de la Legalidad, n.º 2, marzo-agosto de 2012, pp. 86-98.

[15] El artículo 155.1 estipula que “si una Comunidad Autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras Leyes le impongan, o actuare de forma que atente gravemente al interés general de España, el Gobierno, previo requerimiento al Presidente de la Comunidad Autónoma y, en el caso de no ser atendido, con la aprobación por mayoría absoluta del Senado, podrá adoptar las medidas necesarias para obligar a aquélla al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones o para la protección del mencionado interés general”.

[16] Estos son los términos utilizados por el constitucionalista italiano Gianni Ferrara en “Regressione costituzionale”, en http://www.costituzionalismo.it/notizie/581/.

[17] En el caso italiano, esta estrategia de resistencia ha sido defendida con elocuencia, por ejemplo, por E. Vitale en Defenderse del poder. Por una resistencia constitucional, Trotta, Madrid, 2012.

[18] En junio de 2010, por ejemplo, el Partido Social Demócrata portugués impulsó una propuesta de reforma constitucional. Su propósito original era cuestionar el carácter gratuito del derecho a la educación o condicionar explícitamente el derecho a la salud a las posibilidades financieras del Estado. El Bloco de Esquerda, el Partido Comunista o los verdes criticaron la propuesta, defendieron el intento original de la Constitución republicana de 1976 pero también plantearon sus propias propuestas de reforma. Estas tenían que ver, fundamentalmente, con cuestiones como la profundización de los mecanismos de participación directa, la disminución de la edad de voto de los 18 a los 16 años, el reconocimiento de derechos políticos a los migrantes, la consagración del carácter público de las entidades financieras o el blindaje del carácter gratuito del Sistema Nacional de Salud.

[19] Con el apoyo de diferentes movimientos sociales y de fuerzas políticas como el Front de Gauche. Sobre el movimiento de asambleas constituyentes que se están generando en torno a la defensa de una VI República, véase http://laconstituanteenmarche.net/referendum_constitution/. Para el caso italiano, tienen interés las reflexiones que, desde espacios más autónomos, están planteando gente como Sandro Mezzarda, Giusseppe Allegri o Ugo Mattei (algunas de sus contribuciones pueden consultarse en http://www.uninomade.org/la-costituzione-del comunemateriali/).

[20] Véase, por ejemplo, el volumen compilado por Roberto Viciano, Por una Asamblea Constituyente. Una solución democrática a la crisis, Sequitur, Madrid, 2012, con la participación de diferentes constitucionalistas de Madrid, Valencia, Girona y Extremadura. Y más recientemente, el sugerente trabajo de Albert Noguera, Utopía y poder constituyente, Sequitur, Madrid, 2012. En el ámbito de los movimientos sociales y de la izquierda política también es interesante el texto de Alberto Garzón (diputado de IU), Antonio Romero (ex diputado de IU y presidente honorífico del Partido Comunista de Andalucía) y Nico Sguiglia (Activista de La Casa Invisible, centro social autogestionado de Málaga) aparecido en Público en el mes de septiembre bajo el título “Por un nuevo proyecto de país. Apuntes para avanzar hacia un Nuevo Proceso Constituyente”. Véase http://blogs.publico.es/dominiopublico/5834/por-un-nuevoproyecto-de-pais-apuntes-para-avanzar-hacia-un-nuevo-proceso-constituyente/.

[21] Matizando el entusiasmo constituyente de Garzón, Romero y Sguiglia, el laboralista Antonio Baylos ha sostenido que es un error reducir el sistema de derechos y garantías contenido en la Constitución a simple “papel mojado”. Sobre todo cuando la resistencia constitucional sigue siendo “la estrategia del movimiento sindical y de tantos millares de ciudadanos que se llevan movilizando desde […] mayo de 2010”. El apunte es pertinente. Pero la estrategia simplemente resistencialista también presenta problemas, sobre todo tras las reformas desconstituyentes propiciadas por la troika. De lo que se trataría, quizás, es de combinar, una vez más, la resistencia garantista con propuestas rupturistas o si acaso, reformistas de amplio alcance. Cualquiera de estas últimas dos vías, en todo caso, deberían cuidarse, como bien apunta Baylos, de considerar obsoleto todo lo “viejo” (comenzando, desde luego, por derechos laborales básicos como el derecho de sindicación, de negociación colectiva o de huelga (Véase “Constitución, poder constituyente, democracia (a propósito del 25-N)”, en http://baylos.blogspot.com.es/2012_09_01_archive.html

[22] Recientemente, por ejemplo, el actual secretario general de UGT, Candido Méndez, ha sugerido que se reformara el artículo 92 de la Constitución para que los referendos sobre “decisiones políticas de especial trascendencia” sean vinculantes y no consultivos, y puedan ser instados por la propia ciudadanía. Esta reforma permitiría, en su opinión, forzar desde abajo consultas sobre los recortes, la financiación sindical o las contribuciones recibidas por la Iglesia Católica. La propuesta tiene su interés pero el problema es el mismo: superar el veto del Partido Popular, recabar apoyos suficientes en un PSOE desnortado y generar entusiasmo entre la propia ciudadanía movilizada.

[23] Otro de los que, dentro del PSOE, se ha sumado a las propuestas reformistas es el constitucionalista Diego López Garrido (véase “Necesitamos una reforma constitucional”, publicado en El País del 29 de noviembre de 2012) Entre otras cuestiones, el ex miembro de Izquierda Unida y ahora dirigente del PSOE propicia la necesidad de acercar el poder democrático a los ciudadanos, mejorar la protección de los derechos sociales, reconocer “los valores y principios democráticos” de la Unión Europea e incorporar algunos elementos orgánicos y competenciales que sentaran las bases de un modelo federal. La propuesta pretende ser ambiciosa, pero presenta muchos problemas. De entrada, como bien ha señalado Rafael Escudero, es ingenuo o cínico pretender a estas alturas garantizar los derechos sociales sin cuestionar la prioridad absoluta del pago a los acreedores externos. Sobre todo cuando es esta obligación prioritaria la que está conduciendo a su vaciamiento en la práctica. (Véase R. Escudero, “Prueba para detectar propuestas de reforma constitucional oportunistas”, en http://www.eldiario.es/zonacritica/Prueba-detectarpropuestas-constitucional oportunistas_6_77052297.html). Tampoco parece realista ni normativamente aceptable apostar por un modelo federal que no reconoce el carácter plurinacional del Estado (algo que juristas en principio más tradicionales, como Francisco Rubio Llorente o como Miguel Herrero de Miñón, estarían dispuestos aconsiderar) por no hablar ya del derecho a la libre determinación de los pueblos.

[24] Para un desarrollo de este argumento, véase A. de Cabo, “El fracaso del constitucionalismo social y la necesidad de un nuevo constitucionalismo”, en R. Viciano (coord.), Por una asamblea constituyente, op. cit., pp. 29 y ss.

 

[Fuente: SinPermiso. Gerardo Pisarello es autor de Un largo Termidor. La ofensiva del constitucionalismo antidemocrático, Trotta, Madrid, 2011]

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2012

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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