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Juan Manuel Aragüés Estragués

Hacia un bloque político y social. Algunas insuficiencias

Introducción

La explosión ciudadana del 15-M en nuestro país supuso una inesperada recuperación de la calle para la intervención social y para la expresión de un malestar colectivo que, hasta ese momento, no había encontrado cauces adecuados. La estrechez y esterilidad del juego político de nuestras sociedades, la fatigosa unidimensionalidad de nuestros medios de comunicación, impedían que el  malestar ciudadano pudiera vehicularse de modo adecuado.  Y de pronto, las plazas y calles se llenaron de consignas, de gritos,  de sonrisas cómplices entre curtidos activistas que habían olvidado, por el juego de las discrepancias milimétricas, el vasto campo común que les unía, resonaron nuevas voces que, de manera espontánea, querían recuperar el espacio del que se las había desplazado por una democracia formalizada al extremo.  Como diría el viejo Spinoza, la muchedumbre, desunida, atomizada e impotente, dejaba paso a la multitud. Días, en muchos aspectos, de vino y rosas, en los que el Acontecimiento toma el espacio público.

La efervescencia de esas jornadas ha tenido como efecto más notable la constitución de una multiplicidad de movimientos reivindicativos que, al calor de los recortes impulsados por las políticas neoliberales, han conseguido un estado de movilización entre una parte importante de la ciudadanía. A golpe de convocatoria, las mareas inundan las calles, las manifestaciones se vuelven, especialmente en las jornadas de Huelga General, multitudinarias. Desde la óptica de la movilización y de la conciencia social, especialmente teniendo en cuenta la apatía en la que se venía desenvolviendo la sociedad española, el 15-M supone un inesperado éxito ciudadano.

Sin embargo, más allá de los regocijos, quisiera reflexionar en las siguiente líneas sobre algunos problemas e insuficiencias que afectan a nuestro presente movilizador, a nuestra dura lucha contra un neoliberalismo criminal que, desvestido de todas sus máscaras, se aplica con denuedo en la tarea del expolio de lo común. Entiendo que esos problemas e insuficiencias se convierten en un lastre que impide avanzar adecuadamente en lo que en estos momentos se me antoja imprescindible: la articulación de un amplísimo bloque social y político que haga frente a las agresiones que venimos sufriendo con la excusa de la crisis.

El consenso como herramienta

En muchos ámbitos de nuestras movilizaciones ha cundido la idea de que el consenso debía ser la herramienta única de gestión del debate, que el debate debe desembocar siempre en un consenso unitario, entendiéndose la votación como una expresión de sometimiento de las minorías por la mayoría y, por tanto, de formas de hacer política inadecuadas. Son muchas, desde mi perspectiva, las razones que permiten dudar de las bondades del consenso, al menos del consenso entendido como condición imprescindible para la toma de acuerdos.

En primer lugar, y comenzando por la cuestión más teórica, más filosófica, el consenso parte de una concepción idealista y moderna del ser humano, la concepción que se gesta de Descartes a Kant y Hegel, y en la que se teoriza la existencia de una naturaleza humana común. Desde esta óptica, las discrepancias son expresión de fuerzas, pasiones, defectos, insuficiencias  que  nos alejan del bien pensar. Si son sometidas por la razón común, se podrá alcanzar una visión única, y verdadera, de la realidad y,  como consecuencia, una posición política unitaria, fundamento de esa paz perpetua de la que habló Kant. Quizá convenga recordar que el acontecimiento político por excelencia que da entrada a estos planteamientos en el juego social, la Revolución Francesa de 1789, se asienta sobre una reivindicación de igualdad que se dirige en dos direcciones. Hacia arriba, hacia la nobleza, la burguesía triunfante quiere restar toda legitimidad a los discursos que habían venido sustentando el privilegiado acceso al poder como la consecuencia necesaria de una naturaleza especial, la que acompaña a los aristócratas de sangre azul. Y por ello, espeta en su cara la declaración de igualdad, de común naturaleza. Pero ese gesto se dirige inmediatamente hacia abajo, hacia las clases populares, para deslegitimar cualquier pretensión de una reivindicación política específica, pues todos somos la nación, cuyo bien común debe ser objetivo de la política.  La burguesía es la clase que se oculta bajo la idea de una naturaleza humana común, de un bien común, de una nación que a todos cobija.  

Frente a esa tradición que denigra toda diferencia, que construye, desde una posición ideológica, un concepto de naturaleza humana compartida por todos los sujetos, la tradición materialista, que me atrevo a calificar como la nuestra, y que incluye a los sofistas, a Spinoza, a los materialistas franceses del XVIII, a Marx, a Nietzsche, entre otros muchos, subraya los elementos diferenciales que atraviesan a los seres humanos: el género, la clase, la cultura, la edad, son constituyentes subjetivos que justifican diferencias en la evaluación del mundo. Esa diferencia en la constitución subjetiva implica miradas matizada o radicalmente enfrentadas. Precisamente, si salimos a la calle es porque somos conscientes de la imposibilidad de consenso alguno con aquellos que sustentan una mirada antagónica sobre la realidad.  Pero también, en nuestro propio interior, en ese nosotros inestable que constituimos, las diferencias, aunque matizadas, implican que los debates no deban cerrarse con aplauso unánime.  Habrá quien tiña su mirada más de cuestiones de género, quien acentúe el perfil ecológico, quien recoja con mayor potencia el hilo rojo de la tradición obrerista. En fin, perspectivas diferentes sobre la realidad, diferentes escalas en la detección y evaluación de los problemas que atraviesan lo real. Pretender la unanimidad como condición para la acción política es pura quimera, producto, quizá inconsciente, de una incorrecta teorización del carácter del sujeto.

En segundo lugar, porque los consensos suelen ser falsos consensos. En los procesos asamblearios a  los que he asistido, llegada la hora de tomar una decisión, y habiendo establecido previamente la dinámica del consenso, se pregunta por las posibles voces disidentes, voces que, en ocasiones, no surgen por la presión del grupo o simplemente porque, lo sabemos, hay personas a las que cuesta un mundo expresarse en público con la palabra, no así alzando la mano para votar. En estas condiciones, el consenso no es tal y lo que surge de las reuniones es una posición de parte revestida de consenso.

En tercer lugar, y está implícito en alguna de las argumentaciones, la exigencia del consenso conduce a la parálisis política e, incluso, a la imposición de las minorías, pues,  aunque una posición estuviera muy ampliamente respaldada, la exigencia de consenso la paralizaría.

Dicho esto, no se entienda que se está argumentando desde la desconsideración de la búsqueda de consensos. Entiendo que el consenso es un objetivo legítimo, que es preciso debatir para limar distancias y ampliar acuerdos, que la votación no es el primer recurso en un proceso de toma de decisiones. Pero, al mismo tiempo, también  entiendo que la votación no debe ser vista como una opción ilegítima. Especialmente cuando no estamos hablando de organizaciones consolidadas, en las que hay unas mayorías y minorías definidas, y en las que, por lo tanto, el destino de la minoría es, siempre, la derrota, sino de debates en los que, en unos casos, podemos encontrarnos compartiendo el sentir mayoritario y en otros, quedarnos en posición de minoría. El consenso debe ser entendido como un instrumento de gestión de la discusión, pero no es el único instrumento y, desde luego, no debe implicar la renuncia a la expresión democrática del voto.

La cuestión de la diferencia

Venimos de una tradición en la que la diferencia siempre ha estado sometida a la identidad, en la que lo diferente ha sido entendido como lo anómalo, lo desviado, aquello que era preciso reconducir a los parámetros de la normalidad. Los modelos dominantes se han impuesto asfixiando toda voz disidente. La propia historia del pensamiento es la historia de esa asfixia, como se ha encargado de mostrar Michel Onfray [1]. Precisamente por ello, el siglo XX, especialmente en su segunda mitad, vio surgir una potente reivindicación de la diferencia. Se trataba de colocar sobre la mesa la realidad de la diferencia, de la diversidad étnica, cultural, sexual, política.

Sin embargo, esa reivindicación de la diferencia se ha hecho de dos modos.  El filósofo Gilles Deleuze lo resume de manera magistral. Indica Deleuze [2] que hay dos maneras de entender la diferencia. Una en la que se entiende que solo lo que se parece difiere, y por lo tanto, la diferencia aparece como una huida de la identidad; otra, en la que se entiende que la realidad es diferencia, que todo está sometido a la diferencia y, a partir de esa realidad de la diferencia, solo queda buscar elementos de coincidencia, ir construyendo lo común. Entender la diferencia de uno u otro modo tiene, a nuestro modo de ver, profundas implicaciones políticas.

Si entendemos la diferencia como huida de la identidad, como hacen autores como Lyotard o Vattimo, continuamos presos de la lógica de la tradición filosófica, de la lógica de la identidad. Asumimos la existencia de una identidad, de un marco constituido, que es preciso quebrar, haciendo aflorar la diferencia. Y, ciertamente, el monolitismo asfixiante de ciertos modelos, como el patriarcal, o el nacional, por poner un par de ejemplos, alimenta una reacción de manifestación de la diferencia; frente al modelo masculinizante del mundo, la reivindicación de la mirada mujer, frente a la normalización cultural de un Estado centralista, la expresión de otras culturas acalladas. Sin embargo, ese proceso de huida de la identidad puede desembocar en una espiral diabólica en la que la voluntad de diferenciarse, llevada al paroxismo, oculte evidentes elementos de cercanía. Lo que quiero decir es que si en el proyecto teórico-político está el manifestar la diferencia, siempre hallaremos el motivo, la justificación de esa diferencia, lo que nos llevará a desembocar en un archipiélago de subjetividades atomizadas, individualizadas, que luchan por su especificidad. No encuentro mejor ejemplo que la magnífica escena de la película La vida de Bryan, en la que se hace el catálogo de los diferentes grupos palestinos que luchan contra el ocupante romano. Magnífica metáfora de nuestra izquierda, una izquierda que si, ya cuando asumía como casi única la tradición obrerista, se veía atravesada por las particularidades (marxistas, marxistas-leninistas, trotskistas, maoístas pensamiento Mao-Tse-Tung y maoístas pensamiento DE Mao-Tse-Tung…), una vez aceptada la pluralidad de los sujetos de transformación social (feministas, pacifistas, ecologistas), debe enfrentarse a la extrema diseminación en cada uno de sus ámbitos constitutivos.

Por el contrario, si entendemos la diferencia como origen, es decir, si partimos de la concepción de que somos diferentes, bañados cada una y cada uno por la especificidad de su nacimiento, de su desarrollo, de sus relaciones —recordemos que Marx define al ser humano como “el conjunto de las relaciones sociales” [3]—, de su formación, de sus encuentros, desde esa especificidad subjetiva solo cabe un camino en la relación con los otros: los posibles encuentros. No me hace falta reivindicar mi diferencia, porque soy consciente de ella, como de la diferencia del otro.  De lo que se trata, si se pretende hacer política, es de, desde esa diferencia constitutiva, tender los puentes que nos conduzcan a lo común. Spinoza se encuentra detrás de esta idea. Y al resultado de ese proceso de encuentros es a lo que llama multitud [4].

En un momento como el que vivimos, en el que la movilización no está protagonizada por colectivos organizados, sino por personas que se lanzan a la calle a expresar su malestar, un malestar que es particular, en la medida en que cada persona vive un aspecto de la crisis, se impone acudir a esa concepción de la diferencia como origen como pedestal desde el que construir lo común. Ese magma de voces que se alzaron en nuestras plazas aspiraba a ser un coro, un coro de voces diversas que entona una melodía común. No en vano surgió la idea de unos puntos políticos, de un programa de mínimos que expresara esa voz. Se entendió perfectamente, al menos en una amplia parte del movimiento, que no era momento de hacer bandera de reivindicaciones muy particulares, sino de buscar aquellas que nos aunaban. La diferencia había tomado las plazas, el trabajo, político, era construir lo común.

Politizar el movimiento

Resulta evidente que el 15-M supone un salto, cuantitativo y cualitativo, en el proceso de movilización de nuestro país. Cuantitativo por la cantidad, sostenimiento y envergadura de las movilizaciones, cualitativo porque a ellas se suman personas que dan, por primera vez, el salto a la protesta activa en la calle. Dicho de otro modo, desde la recuperación de la democracia, no se habían producido en nuestro país movilizaciones sostenidas de este calado.  Sin embargo, la potencia de la movilización no está obteniendo, salvo casos aislados, como pueda ser el de los desahucios, resultados prácticos. Podemos tomar la calle, pero no transformamos la realidad, ni siquiera somos capaces de hacer disminuir la potencia de las agresiones que sufrimos.  Ello nos lleva a algunos a considerar que es necesario un cambio en las estrategias que pasa, especialmente, por una mayor politización de la movilización.

Uno de los problemas con el que nos encontramos a la hora de dotar de una dimensión más política a la movilización ciudadana es el descrédito de la propia palabra “política” para muchas de las personas que participan en la movilización.  Descrédito de la política que es entendida, de una manera muy simple, como la acción de los partidos políticos o las instituciones. Se produce la paradoja de que el movimiento más político que se ha producido en decenios en nuestro país, pues pone en cuestión el orden establecido, es considerado por buena parte de sus protagonistas como un movimiento no político.

Frente a esa lectura reduccionista de la política como la acción de los partidos políticos y las instituciones, se impone una concepción amplia de la misma, en la que se entienda que los procesos de movilización son procesos políticos. No ha ayudado, a lo largo de estos años, sin duda, el empecinamiento de los sindicatos en negar el carácter político de sus movilizaciones. Debería ser una evidencia que cuando se ponen en cuestión iniciativas políticas, medidas legales, como se hace en una huelga general, o en las movilizaciones que ahora nos ocupan, se está haciendo política. Sin duda que no debe confundirse el dotar de dimensión política a la movilización con dotarle de una dimensión partidaria, pero, ¿qué hace la ciudadanía en la calle intentando evitar el expolio de lo público sino política?

Esa politización de la movilización pasa, por lo tanto, en un primer momento, por la comprensión de la propia acción como una acción política. Y como acción política debe clarificar unos objetivos, un proyecto. Esos objetivos están ahí, son coreados en los encierros, en las manifestaciones, no nos resultan extraños y pueden convertirse en la base de un programa de mínimos que aúne las diferentes mareas y movilizaciones. Es  importante detectar los elementos compartidos en los diferentes sectores movilizados e, incluso, ampliarlos con nuevas propuestas de carácter general que puedan expresar al conjunto de la movilización. La construcción de un programa de mínimos desde abajo, que surja de la movilización social, es una exigencia para dotar de un horizonte a las luchas.

Y ese programa de mínimos es el paraguas que cobijará al movimiento organizado.  Todo el que esté dispuesto a defender ese programa de mínimos, persona, colectivo, marea, organización, debe ser considerado como parte del bloque socio-político que es preciso construir. Pues el objetivo, desde mi punto de vista, es convertir la heterogeneidad y dispersión de la movilización, la diferencia que la constituye, en un bloque sociopolítico que articule a movimientos, partidos, sindicatos, colectivos y personas y que, incluso, se plantee converger en un futuro referente electoral.

Para este cometido entiendo que la tarea primordial es la de la superación de ese discurso sistémico que considera iguales a todos los partidos políticos y que tan profundamente ha calado en una parte de la población.  No en vano el descrédito de la política es un objetivo sistémico. El sectarismo antipartidos, sin distingos, que se ha instalado en una parte del movimiento, además de ser tremendamente injusto, le hace en realidad el juego al sistema, pues desactiva instrumentos necesarios para un proceso de empoderamiento social.

Un nuevo papel de los partidos

No cabe duda que transformar la mirada que una parte de la ciudadanía movilizada tiene, tal como acabamos de apuntar, de los partidos es una ardua tarea. No menos que la de transformar el papel que los partidos deben desempeñar en el desarrollo  del proceso de constitución del mencionado bloque  político y social.

En Aragón tuvimos la experiencia de una alianza electoral, a la que denominamos La Izquierda de Aragón, y en la que confluyeron los dos partidos mayoritarios de la izquierda real de la Comunidad, Chunta e IU, junto con una suma de colectivos agrupados bajo el rótulo de la Iniciativa Social. La propuesta de un proceso de alianza electoral parte del ámbito social, de las mesas de convergencia y de sectores no organizados de la izquierda social. Durante un mes aproximadamente propiciamos encuentros entre CHA e IU y facilitamos el diálogo y acercamiento entre ambas formaciones.  Sin embargo, llegado un momento, el proceso, especialmente, como no, la cuestión de las candidaturas, quedó en manos de los partidos. A una parte de la iniciativa social, el proceso le pareció insuficiente y pasó a apoyarlo desde fuera. Otros entendimos que un proceso de encuentro entre IU y CHA, tradicionalmente enfrentadas, aunque estuviera teñido de tacticismo, podía ser considerado como un éxito. Nos parecía suficiente que ambas formaciones hubieran entendido la exigencia de alianza que se les reclamaba desde el exterior de las mismas. Ahora bien, sí que dejamos claro que para nosotros se había abierto un camino irreversible. Y creemos que poca gente, excepto quizá los militantes más volcados hacia el interior de ambas formaciones, entendería que en próximas citas electorales no se acudiera de forma unitaria.

En todo caso, los tiempos han cambiado, la coyuntura no es la misma que propició esa primigenia alianza de 2011. No es la misma porque la crisis se ha profundizado, porque el gobierno del PP está procediendo, a marchas forzadas, a destrozar el “estado social y de derecho” que refiere nuestra Constitución, porque otras experiencias unitarias se han producido, tanto en España como fuera de ella. Y sobre todo, porque el momento es de una extrema gravedad. Por ello, no solo no hay vuelta atrás, sino que lo que se impone es un proceso todavía más amplio y en el que los partidos renuncien al protagonismo que tuvieron en esa primera alianza. No hay partido, ni siquiera suma de partidos, que sea capaz de dar cauce a todo lo que representa la actual movilización social. Una movilización que los partidos impulsan pero no pretenden monopolizar. Y bien pudiera ser esa su actitud en el proceso de constitución de un bloque político y social.  En las actuales circunstancias, los partidos deben actuar con un extremo tacto y generosidad. Potenciar el proceso, darle un tinte más político, debe ser su empeño, pero desde la renuncia a la pretensión de querer dirigirlo y encabezarlo electoralmente. Ello no quiere decir que no pueda ser un militante o dirigente de un partido quien encabece una lista electoral, sino que no podrá hacerlo por la imposición de su organización, sino como fruto, en todo caso,  de la decisión del colectivo.

La crisis y sus efectos sociales abren la puerta a una exigencia que venía acompañando de lejos  a cierta izquierda, pero que no había encontrado la coyuntura propicia para su plasmación: la exigencia de nuevas formas de hacer política. Las inercias de prácticas teñidas de burocratismo, el miedo a una verdadera apertura a la sociedad, impedían llevar a la práctica lo que los papeles exhibían. La actual situación nos coloca, a todos y todas, ante la necesidad de repensar la intervención política, si no queremos un mayor desenganche de la mayoría social.  Cuestiones como las primarias o como las listas abiertas serán argumentos que, con toda seguridad, los sectores sociales colocarán sobre la mesa a la hora de concretar esos procesos de convergencia política y electoral. Y los partidos deben saber dar respuesta adecuada a esas exigencias. La posible disyuntiva ante la que nos encontramos es la de un proceso como el que vengo describiendo, de constitución de un bloque político-social con vocación, también electoral, y en el que se integren los partidos de la izquierda real, o el mantenimiento de las opciones partidarias por separado y la proliferación de plataformas electorales auspiciadas desde sectores sociales movilizados. Y aun pudiera darse una tercera opción: la aparición de una candidatura de tintes populistas que desbanque a ambos proyectos.

No es momento de cálculos electorales, de cultivar exiguos jardines. Los partidos de la izquierda son herramientas de transformación, no objetivos en sí mismos, y como tales herramientas deben promover la opción que apunte de mejor manera hacia ese horizonte de transformación que la movilización ciudadana reclama.

Conclusión

Las líneas que anteceden pretenden ser una reflexión sobre algunos problemas que apuntan en la movilización actual. No son, desde luego, todos, pero sí que considero que están presentes, por un lado, los tres primeros, en nuestras prácticas cotidianas y, por otro, el último de ellos, en nuestro inmediato horizonte. Y sin resolver todos y cada uno de ellos, se me antoja tremendamente complicado abordar la tarea que se propone en el artículo: la construcción de un bloque político-social con vocación electoral. Es en lo que están trabajando diferentes colectivos en todo el país. En Aragón, Ateneo camina en esa dirección. Alcanzar ese ambicioso objetivo, impensable hace poco tiempo —como impensable era en Aragón una alianza entre CHA e IU solo unos meses antes de que se produjera—, exige dar respuesta a los problemas planteados. Si queremos desarrollar un proceso convergente desde la unanimidad de los participantes en todos y cada uno de los aspectos del proceso, si no somos conscientes de que no es el momento de los matices de cada postura, si no superamos el antipoliticismo que surca al movimiento, si los partidos políticos, planteada la cuestión, no son capaces de advertir cuál debe ser su nuevo papel en la actual coyuntura, la iniciativa no llegará a buen puerto. Sin duda, se nos plantea una ardua tarea. Por ello, es preciso ser conscientes, desde un primer momento, de los problemas que es preciso superar.  Aquí solo se apuntan algunos. Seguros que otros compañeros, otras compañeras, advertirán otros, o enmendarán, total o parcialmente, los que aquí se plantean.  En todo caso, estamos ante una discusión necesaria, imprescindible y que, por lo tanto, debe ser lo más franca posible. Lo que aquí se propone a consideración es, entre otras cosas, una invitación al debate.

Notas:

[1] Onfray, M. Contrahistoria de la filosofía (1-6)  Anagrama, Barcelona.

[2] Deleuze, G.  Diferencia y repetición  Júcar, Madrid, 1988, pp. 202-203.

[3] Marx, K.  “Tesis sobre Feuerbach” en Muñoz, J.  Marx  Península, Barcelona, p. 432.

[4] Spinoza, B.  Tratado político Alainza, Madrid, 1986,  p.104.

[Juan Manuel Aragüés Estragués es Profesor de Filosofía, Universidad de Zaragoza y coordinador en Aragón de Mesas de Convergencia]

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2013

La lucha de clases, que no puede escapársele de vista a un historiador educado en Marx, es una lucha por las cosas ásperas y materiales sin las que no existan las finas y espirituales. A pesar de ello, estas últimas están presentes en la lucha de clases de otra manera a como nos representaríamos un botín que le cabe en suerte al vencedor. Están vivas en ella como confianza, como coraje, como humor, como astucia, como denuedo, y actúan retroactivamente en la lejanía de los tiempos.

Walter Benjamin
Tesis sobre la filosofía de la historia (1940)

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