La lucha de clases, que no puede escapársele de vista a un historiador educado en Marx, es una lucha por las cosas ásperas y materiales sin las que no existan las finas y espirituales. A pesar de ello, estas últimas están presentes en la lucha de clases de otra manera a como nos representaríamos un botín que le cabe en suerte al vencedor. Están vivas en ella como confianza, como coraje, como humor, como astucia, como denuedo, y actúan retroactivamente en la lejanía de los tiempos.
Albert Recio Andreu
Cuaderno de depresión: 21
Pensiones, envejecimiento y distribución de la renta
Era cosa cantada que el nuevo ajuste se iba a centrar en las pensiones públicas. Se trata de un tema, como el laboral, recurrente desde hace muchos años y que ya se ha tocado sucesivas veces. La última con Zapatero. Rajoy está condenado a repetir la misma política pero sin tantos remilgos, a pesar de haber nombrado un comité de expertos para dar un barniz tecnocrático a la reforma. Unos tecnócratas que año tras año repiten un mismo esquema simplista que en gran medida contiene las respuestas en el enunciado.
La justificación de las propuestas de recorte de las pensiones (otra cosa no es, aunque se vista de alargar la vida laboral, o de “aplicar un coeficiente corrector”) se fundamenta en un esquema simple: el alargamiento de la vida de la gente prolonga el periodo de jubilación, aumentando considerablemente el gasto en pensiones. Como además se ha reducido la fertilidad, el volumen de personas en edad de trabajar se reduce y no se reemplaza en volumen suficiente a las personas que abandonan el mercado laboral. De lo que se colige una desproporción de la ratio jubilados/activos. Ello abriría dos escenarios: o mantener las pensiones actuales, con la consiguiente sobrecarga para la población activa (que habría de aumentar considerablemente su contribución a la seguridad social), o reducir la pensión individual para reducir la carga a pagar. La prolongación de la vida laboral sería una modalidad intermedia entre las dos, pues por una parte si trabajamos más tiempo cobraremos menos años la pensión y por otra estaremos contribuyendo más a sufragarla. Con cuatro miradas a las pirámides de edad y unas pocas proyecciones económicas, el argumento parace convincente.
La defensa del actual sistema de pensiones se ha basado en cuestionar alguna de estas hipótesis: los mismos economistas que ahora defienden los recortes vieron desmentidas sus anteriores previsiones sobre proyecciones demográficas, en torno a las cuales argumentan sobre el problema del empleo. Por ejemplo, si ahora la Seguridad Social está en déficit no es debido a un problema demográfico, sino a otro de raíz económica: hay más de 6 millones de personas dispuestas a trabajar (y a aportar contribuciones) a las que hoy la lógica del sistema económico les niega esta posibilidad. Se trata de críticas ciertas: si fracasaron las viejas previsiones que aseguraban que el sistema de seguridad social ya tendría que haber colapsado es porque no se han cumplido sus hipótesis: en cuanto la actividad económica se disparó, no dejó de llegar gente al mercado laboral español, tanto del interior (aumento la participación laboral de las mujeres, especialmente) como del exterior. Si se trata de ir reemplazando la gente que sale del mercado laboral, bastaría una buena política inmigratoria para llenar los huecos de los que se van jubilando. El problema no es la demografía, sino el funcionamiento de la economía y las políticas migratorias. A ello añanden los heterodoxos que al pensar en las contribuciones necesarias para financiar las pensiones hay que tener en cuenta no solo el volumen de personas que trabajan sino también su productividad: si ésta crece, el mismo número de gente está en condiciones de financiar con su producción un volumen mayor de dinero. Por tanto, la defensa tradicional del sistema actual se basa en considerar que la viabilidad de las pensiones se puede sustentar promoviendo una política económica de pleno empleo, permitiendo un flujo migratorio adecuado y aumentando la productividad.
Comparto bastantes de estos argumentos. Pero me temo que no abordan el meollo de la cuestión y que van a ser desoídos con relativa facilidad. No estoy seguro de cuál va a ser el comportamiento de la productividad en una economía que ha esquilmado reservas naturales como la de petróleo. Ni tengo mucha confianza en que sin cambios radicales podamos esperar que en el corto o medio plazo podamos pensar en el relanzamiento de políticas económicas de pleno empleo. Y por esto me parece necesario que, sin despreciar los contraargumentos posibilistas, desarrollemos un debate más general en el que repensar la cuestión de las pensiones en particular y del envejecimiento en general.
La cuestión fundamental es que una sociedad debe mantener al conjunto de su población en un grado aceptable de bienestar. Y debe ser capaz de conseguir tanto los recursos adecuados para garantizarlo como un sistema distributivo que permita a todo el mundo acceder a él. Qué constituye un nivel de bienestar aceptable es sin duda una cuestión discutible, que sin embargo exige una acción social permanente. Una parte de la victoria del neoliberalismo se ha basado en la capacidad del capital de modelar el concepto de bienestar, confundiendo necesidades básicas, caprichos y males sociales en un mismo paquete (y a la vez metiendo en la categoría de “trabajo” actividades que aportan bienestar social, otras que son simple reflejo de un modelo de dominación e incluso algunas que deberían entrar en la categoría de ocio). Hay que plantear el debate de las pensiones dentro de otro más general sobre la distribución de la renta. Si la sociedad va a ser más rica en el futuro, como prometen los economistas ortodoxos, no tiene sentido que sea una parte de la población, la de edad más avanzada, la que tenga que empobrecerse de forma absoluta o relativa. Si la sociedad va a ser más pobre, como sospechan sobre todo los economistas ecológicos, tampoco tiene sentido que sea la gente mayor la que deba pagar el pato. En este caso habría que plantear un modelo distributivo y de organización social viable para todo el mundo.
Hay otra cuestión asociada tan vital como la del reparto. La del trabajo. En el debate del envejecimiento tiene dos dimensiones. En primer lugar está el hecho que en un mundo con empleos diferentes el impacto laboral sobre la vitalidad, la salud y la posibilidad de trabajar es muy desigual. No todo el mundo llega en iguales condiciones a la misma edad y por tanto no todos tienen las mismas posibilidades de desarrollar, con los parámetros actuales, una actividad laboral “normal” a la misma edad. Alargar la edad de jubilación castiga especialmente a las personas con empleos “manuales” (aunque casi todos lo sean, no son reconocidos homólogamente). Lo de trabajar hasta los setenta años lo puede sustentar un profesor universitario o un directivo, pero no un trabajador de la construcción o una enfermera. La propia continuidad de la vida laboral está sujeta al espacio laboral de cada cual. El sistema castiga duramente a las personas con trayectorias laborales intermintentes, a los empleos más precarios, a los que suelen ser pobres toda su vida laboral. Y, por otra parte, el envejecimiento obliga a plantear otra cuestión fundamental, al exigir una mayor carga laboral de cuidados. La forma como se resuelva esto — con trabajo familiar, con servicios públicos, con trabajo informal…— afectará directamente a las desigualdes sociales —de renta y de trabajo— y de nuevo a la cuestión de la distribución de la renta.
Romper la presión sobre las pensiones públicas exige, a mi entender, abrir el espacio de debate más allá del que nos proponen. Obliga a plantear socialmente la cuestión de qué es una distribución social justa, cómo hay que contribuir a la misma, qué carga laboral debemos soportar. El neoliberalismo —y los grupos de capital que representa— ha tenido éxito porque ha sabido acotar los marcos de debate que le son favorables. Sólo cambiando de marco referencial forzaremos una perspectiva diferente.
La defensa de la negociación colectiva
La última reforma laboral contenía importantes bombas de relojería de efectos retardados. La más importante afectaba a la negociación colectiva. El objetivo explícito de la reforma era limitar la negociación colectiva al marco de la empresa. Y para ello introducía mecanismos, como la limitación de la ultractividad a un año, que iban a facilitar la transición. Al concluir el término de vigencia de los convenios colectivos, los empresarios que quisieran podían dejar pasar un año para que dejar que se extinguiera completamente y, una vez eliminada toda protección del viejo convenio, imponer una negociación a la medida. En algunos casos, simplemente para imponer clausulas más favorables que las del anterior convenio, sobre la base del chantaje de que o firmas esto o no hay acuerdo. En otros, dinamitando los convenios sectoriales simplemente forzando a negociar nuevos convenios de planta o de empresa.
Los principales estudios internacionales sobre los espacios de la negociación colectiva son concluyentes. Allí donde predominan los convenios de empresa —especialmente en el mundo anglosajón— las desigualdades laborales de todo tipo, especialmente las salariales, son mucho mayores y afectan incluso a personas de una misma profesión. Allí donde la norma es negociar a nivel de empresa hay enormes sectores de asalariados a los que no llega la negociación colectiva. Sus condiciones laborales vienen marcadas por las normas legales —salario mínimo, jornada legal de trabajo— y lo que individualmente quiera dar el empresario. Es un modelo favorable al empleo para pobres, al autoritarismo y al paternalismo empresarial (la cara amable del otro paternalismo). La fragmentación de la negociación colectiva abre además las puertas a una competencia empresarial basada en lo peor —el que paga menos y explota más tiene la esperanza de desbancar a sus rivales—. En lugar de promover la eficiencia se consigue rentabilidad a base de elevados costes sociales. La negociación colectiva a nivel de empresa promueve la injusticia social y la ineficiencia productiva.
El modelo de negociación colectiva español es al respecto bastante confuso. Combina negociación de empresa y convenios sectoriales. Un modelo complejo del que muchas empresas han sabido sacar tajada recurriendo a la subcontratación —que les permite utilizar de forma indirecta mano de obra en diferentes condiciones laborales según el convenio que se le aplica— o incluso diferenciando las condiciones de su propia empresa (en el curso de una investigación sobre el sector de componentes de coche, encontramos por ejemplo una misma empresa que en la provincia de Barcelona aplicaba cuatro convenios colectivos, uno distinto en cada planta). El sindicalismo español no ha sido capaz de generar un marco general en la negociación colectiva que, por ejemplo, limitara por arriba y por abajo las diferencias salariales. Y ello explica el elevado grado de desigualdad salarial de nuestro país. Aunque hay que reconocer que al menos los convenios de sector han conseguido generar un suelo de condiciones laborales en los sectores que ocupan la base de la pirámide ocupacional. Esta falta de perspectiva igualitaria ha afectado tanto a las corrientes más acomodaticias de nuestro sindicalismo —que han tendido a negociar sin cuestionar los marcos— como a los sectores radicales más propensos a primar las luchas en las grandes empresas que a promover un marco de negociación más integral. Al fin y al cabo, todo el mundo hace lo que puede.
Ahora la cosa es mucho peor. Pues de lo que se trata es no sólo de rebajar derechos sino de romper los suelos de negociación. La demanda de movilización sindical es totalmente justa, aunque quizás llega tarde y habría exigido una amplia campaña de información pública de lo que representa el cambio de modelo. De momento han conseguido un acuerdo con la patronal que da un margen de tiempo para seguir negociando. Es posible que incluso para una parte de empresarios la desregulación de condiciones de trabajo a que puede llevar la quiebra del sistema actual les puede parecer una aventura peligrosa. Pero el peligro sigue ahí y conjurarlo solo se puede conseguir si se consigue que una enorme masa social entienda y luche por imponer un marco de negociación que garantice condiciones laborales dignas para todo el mundo.
Jóvenes: la nueva moda en política de empleo
Que la situación de los jóvenes es crítica está fuera de duda. Hace dos meses ya me referí a ello en este mismo cuaderno y las cosas siguen igual. Lo discutible es focalizar el tema como lo han hecho las autoridades europeas, con una maniobra que en parte trata de dar respuesta a una situación insostenible, pero que puede resultar una mera estrtaegia de distracción.
En primer lugar, porque el paro masivo de los jóvenes es un reflejo extremo del problema más general de empleo que atenaza a las sociedades europeas. Un problema que solo tiene salida en el marco de una política general de pleno empleo. Cuando las politicas de empleo son generales tiene sentido organizar políticas adaptadas a colectivos con características especiales. Es lo que ya sabían los redactores del Informe Beveridge en 1943. Pero cuando se carece de una política general, focalizar el tema en un solo sector no resuelve el problema y se convierte en una vía que puede enfrentar a sectores de parados entre sí. La aplicación de medidas específicas en este contexto tienden a incluir otros componentes negativos: generar empleos en condiciones degradadas para el colectivo en cuestión (como ocurre con el nuevo marco contractual que condena a los jóvenes españoles a la precariedad laboral asegurada hasta los treinta años), o justificar la transferencia de costosas subvenciones a los presuntos creadores de empleo.
Todo ello está presente en la pomposa política de empleo juvenil que anuncia la Unión Europea. Los jóvenes dan miedo y hay que entretenerlos con algo. Pero para que den miedo de verdad y obliguen a cambios sustanciales en la lógica de las políticas es necesario que entiendan que en su situación tienen escasas posibilidades de mejorar si no se desarrolla una verdadera política de empleo y bienestar, un cambio institucional orientado a garantizar a todo el mundo —jóvenes, mujeres, personas mayores,…— una vida laboral y personal digna. De ahí que uno, que es malpensado, sospecha que lo que ahora se nos trata de vender es una nueva maniobra de diversión y división para mantener el statu quo.
Tejidos ensangrentados: el coste de la globalización
La muerte de más de un millar de personas al hundirse una fábrica-taller en Bangla Desh ha hecho evidente lo que muchas personas ignoran. El bajo coste de los textiles asiáticos (y de otros países pobres) tiene un coste social no contabilizado: el de “la sangre, sudor y lágrimas” de cientos de miles de personas condenados a largas, duras y costosas jornadas laborales para producir unas prendas que nunca podrán vestir. El discurso liberal dice que gracias a estas actividades está aflorando una nueva clase media bienestante en esos países, aunque más bien parece que lo que se está desarrollando son unas capas parasitarias que cooperan con las multinacionales en la explotación de sus propios compatriotas. El discurso liberal también dice que lo que tenemos es una competencia entre la producción más cara de los países ricos y la más barata de los pobres (y por ello si queremos mantener el empleo no tenemos otra posibilidad que renunciar a derechos sociales). Pero lo que también ha puesto en evidencia este nuevo desastre social es que aquí, de competencia poca. Que se trata de un sistema de organización piramidal en la que la cúpula está ocupada por las grandes marcas internacionales que tienen una limitada competencia en sus mercados. La historia se repite, hace poco tiempo supimos de la explotación en las fábricas chinas de los subcontratistas a cuenta de Apple. Hoy son las glamourosas marcas textiles, las Zara, Corte Inglés, Mango, Tchibo, H&M, C&A, Tommy Hilfinger…. las que aparecen relacionadas con el desastre. Unas empresas reluctantes a negociar con los sindicatos y pagar pequeñas mejoras salariales.
No hay que ser muy experto para entender la situación. Al menos en España donde la familia Ortega, propietaria de Inditex, y la familia Andic, propietaria de Mango, se han situado entre las personas más ricas de España y del planeta en pocos años. Su historia es la del éxito de sus marcas. Pero la acumulación de un excedente tan rápido está sin duda deteminada por su capacidad de obtener un elevado margen gracias al ahorro de coste en la producción internacional. Aunque tampoco podemos perder de vista que sus condiciones laborales en la cadena de distribución dejan mucho que desear: forma parte del segmento de empleo juvenil, mayoritariamente femenino, donde predominan los bajos salarios y el empleo a tiempo parcial agravado por la continua variabilidad de horarios a que están sometidos los empleados. Por cierto, dentro de esta cadena de desastres siempre hay unos peores que otros: mientras que Inditex ha aceptado entrar en algún tipo de negociación, por el momento e Corte Inglés figura entre las empresas reluctantes a cualquier pacto, algo que no parece extraño conociendo la política antisindical que la empresa desarrolla en España.
¿Podemos hacer algo ante todo esto? Lo más simple es dejarles de comprar. Aunque el problema con el poder de los consumidores es que casi nunca tenemos suficiente información para saber quién actua de forma distinta. Por ello es bueno combinar acción colectiva e individual. Y parece claro que la primera debe ir orientada en una triple dirección: imponer cambios en las políticas comerciales mundiales —permitiendo un cierto grado de proteccionismo a los países en desarrollo para que su industria no dependa exclusivamente de las exportaciones—; apoyar los avances democráticos y de los movimientos sociales en estos países —hay que acorralar a los gobernantes que dan cuerda a los represores locales—; y exigir algún tipo de carga a las empresas locales que importan en condiciones infames.
30 /
5 /
2013