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José María Agüera Lorente

Enajenados

«… e hincándonos bien en el lugar que nos hallamos, con una profunda fidelidad a nuestro organismo, a lo que vitalmente somos, abrir bien los ojos sobre el contorno y aceptar la faena que nos propone el destino: el tema de nuestro tiempo». Con estas palabras concluye el filósofo José Ortega y Gasset el capítulo que titula «La doctrina del punto de vista» inserto en una de las obras en las que expone el núcleo teórico de su pensamiento, El tema de nuestro tiempo, que fue publicada por primera vez hace ya casi un siglo. En ella, entre otros temas de reflexión, aborda uno de los centrales que confiere valor a su filosofía: el compromiso de la intelectualidad con la vida, para lo cual —como acabamos de leerle— es imperativo «abrir bien los ojos sobre el contorno», siendo fieles a «nuestro organismo».

Me vinieron a las mientes estas palabras de uno de nuestros intelectuales más señeros al tropezarme el pasado viernes 18 de octubre con la foto que ocupaba la portada de un diario de tirada nacional. En ella aparecía un grupo de adolescentes en evidente actitud de protesta —caras pintadas, puños en alto, bocas vociferantes— ante la puerta de un edificio con aspecto institucional en cuya fachada eran legibles las palabras Lycée Turgot. Sus cuerpos tapaban la gran puerta arqueada y ocultaban parcialmente varias pancartas en las que, no obstante, se alcanzaba a leer «non à expulsion des…». En efecto, como ya habrá adivinado quien está mínimamente informado, se trata de una imagen de las manifestaciones de los estudiantes de secundaria franceses para expresar su rechazo a la deportación de una alumna gitana de origen kosovar, Leonarda Dibrani, de quince años de edad.

Este no es sino un episodio más que demuestra la insistencia de los dirigentes europeos en proceder rigurosamente contra el fenómeno de la inmigración, da igual que sean de derechas o de izquierdas (si es que aún tiene sentido usar estas palabras en clave política); esta vez la orden vino de un ministro del interior, Manuel Valls, perteneciente a un gobierno que se dice socialista, el que preside Monsieur Hollande como Jefe de Estado de la República, lo cual ha indignado más si cabe a los grupos de sensibilidad política más progresista. Aunque no así a esa mayoría silenciosa a la que siempre se puede apelar para justificar las decisiones que encuentran más resistencias manifiestas y que ya se ha expresado a través de diversos sondeos, en los que el mencionado Monsieur Valls es aplaudido mayoritariamente por su proceder.

Sobre esto se ha hablado suficientemente en los medios de comunicación y se le ha prestado la cuota de atención debida por parte de los llamados tertulianos o líderes de opinión, analizando el caso, por supuesto, desde un punto de vista político. Así que nada puedo yo —ni quiero— aportar, pobre de mí, a este respecto. Yo quiero ofrecer una modesta reflexión a partir del efecto colateral al que ya me he referido; a saber: la reacción espontánea de los miles de estudiantes de secundaria de decenas de institutos de París y de otras localidades francesas. Y quiero atravesar la epidermis en la que se sitúa la polémica política, raramente traspasada por la opinión pública (lo que quiera que sea ésta) por su grosor y simpleza, para profundizar en lo que revela de una sociedad la susodicha conducta de los jóvenes franceses. Claro está que aquí —como en todos los asuntos de esta índole— cabe la disparidad de juicios por el condicionamiento ideológico del que los juzga, al cual yo seguramente me hallo sometido también. No obstante, creo que lo que me apresto a sostener es tan elemental que cabe situarlo en un nivel de aseveración aún por debajo del de la valoración ideológica.

Porque ¿acaso alguien podría negar con válidos argumentos que la manifestación de los estudiantes franceses no es, ante todo, prueba evidente de empatía, de compasión, hacia alguien que ellos entienden ha sido víctima de una injusticia? Se puede replicar que la deportación sufrida por la alumna gitana kosovar fue impecablemente legal; pero no es esto lo que estoy planteando. Mi atención está puesta en unos jóvenes que hicieron un juicio moral basado en el sentimiento de empatía y actuaron en consecuencia, pasando del conocimiento de un hecho que no juzgaron ajeno a la acción éticamente consecuente. Es un síntoma de buena salud social (valdría igualmente decir ciudadana), y de inteligencia individual.

La filósofa estadounidense Martha C. Nussbaum, reciente premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales, escribe en su intenso libro Paisajes del pensamiento. La inteligencia de las emociones: «La compasión tiene, pues, tres elementos cognitivos: el juicio de la magnitud (a alguien le ha ocurrido algo malo y grave); el juicio del inmerecimiento (esa persona no ha provocado su propio sufrimiento); y un juicio eudaimonista (esa persona o esa criatura es un elemento valioso en mi esquema de objetivos y planes, y un fin en sí mismo cuyo bien debe ser promovido)». Esos chicos franceses de la foto del periódico lo saben. Saben que la injusticia una vez reconocida no debe ser consentida en un Estado de veras democrático y de derecho; que es esencial para la fortaleza de la democracia que los ciudadanos actúen contra ella, que constituye parte esencial del ejercicio libre de su responsabilidad. En palabras de nuevo de la profesora Nussbaum escogidas de la obra citada: «El provecho propio en sí, mediante el pensamiento de la vulnerabilidad compartida, promueve la selección de principios que elevan los niveles mínimos de la sociedad». Acaso podría entenderse esta aseveración y sus tesis citadas con anterioridad como explicitación del proverbio latino: «homo sum, humani nihil a me alienum puto», es decir, «hombre soy; nada humano me es ajeno». Así pues, únicamente el enajenado, el individuo cuyo juicio ha perdido el referente supremo de la realidad, puede mantenerse apático ante acciones que manifiestan una terrorífica incapacidad para la compasión.

Esto es lo que me parece que le pide Ortega y Gasset a cada generación en la cita con la que iniciaba yo esta mi reflexión, cuando dice que nos hinquemos bien en el lugar en el que nos hallamos, que no dejemos de escudriñar nuestro derredor y que seamos siempre fieles a nuestro organismo; lo opuesto al enajenamiento. Un compromiso que va más allá del mundo egotista sacralizado en nuestras sociedades actuales donde a menudo se pierden de vista las coordenadas de la comunidad y de la historia, dimensiones humanizadoras donde las halla y sin las cuales el sujeto corre el peligro de perder el referente de la realidad esencial, ingresando en un universo virtual ahora potenciado más que nunca gracias a los poderes de la más puntera tecnología digital. Y no es éste un miedo injustificado, porque quien escribe estas líneas lo siente. Cuando hoy mismo les pregunto a mis alumnos de bachillerato (microcosmos de nuestra sociedad, ciudadanos en ciernes) sobre los sucesos de Francia y compruebo que sólo uno de los casi cuarenta sabe de lo que hablo; y cuando una vez que les explico de lo que se trata me atrevo a preguntarles, pidiéndoles franqueza, si se imaginan a ellos mismos en número de miles espontáneamente movilizados para luchar por la compañera inmigrante gitana, y recibo la negación por respuesta, entonces pienso: enajenados.

 

[José María Agüera Lorente es profesor de filosofía de secundaria]

23 /

10 /

2013

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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