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El Lobo Feroz

Sentidos y significados políticos

Instituciones y discursos

El inteligente discurso regio en la Navidad de 2014 no puede hacer olvidar que fue Franco quien restauró la Monarquía y quien eligió la Dinastía. Cierto que es preferible un monarca con luces a uno que funcione con los faros apagados. Cierto también que la institución monárquica vuelve a echar inesperadas raíces, un poco por filibusterismo institucional y otro poco porque aquí las lealtades suelen ser producto del agradecimiento de los estómagos. Pero, a pesar de todo, el París que nos queda a quienes no comulgamos con ruedas de molino, como suele decirse, es que esta monarquía no ha pasado la prueba del algodón, o sea, la aprobación explícita de la soberanía popular. Y este París sólo nos lo podrían quitar las urnas.

¡Qué burrada, tener que arrastrar unos y otros esta reliquia de la Guerra Civil!

Los nuevos convecinos

Muchos españoles parecen creer que los trabajadores magrebíes, africanos, chinos, europeos orientales o latinoamericanos están de paso en nuestro país. La diferencia cultural, en realidad un elemento ideológico, es para esos españoles más fuerte que la comprensión de que estos convecinos nuestros son los albañiles, agricultores, chatarreros, médicos, encargados de bares y restaurantes, cuidadores y otras cosas, nuestros. Son como los convecinos con quienes no nos hablamos o nos hablamos muy poco —aunque eso, claro está, depende de las posiciones y las convenciones de clase, y no siempre para bien—. Sin embargo, basta mirar a nuestro alrededor, observar lo que ha ocurrido en Alemania, en Francia, en Bélgica, etc., para comprender que los hijos de esos chatarreros, cuidadores, albañiles, obreros agrícolas o lo que sean crecerán y se convertirán en trabajadores españoles como los demás. En trabajadores o en parados como los demás. Son nuestros compatriotas, en acto ya o en potencia, que diría Aristóteles.

Pues bien, estos nuevos compatriotas tienen nacionalidades diversas —cuando consiguen un papel que lo diga sellado por alguna autoridad de donde sea—. Pese a estar avecindados en este país, en sus pueblos y ciudades, carecen, por causa de su nacionalidad, de la condición de ciudadanos, lo que a su vez les priva de derechos políticos y precariza todos los demás.

Si somos políticamente demócratas, esto es, si creemos que todo el mundo ha de tener cuando menos los mismos derechos, o, pragmáticamente, si se quiere evitar explosiones sociales extrapolíticas, entonces es preciso que todo el mundo comprenda que esos compatriotas inmigrados han de tener derechos políticos.

Y para eso no hay que exigirles que abandonen su nacionalidad, si quieren conservarla. Basta vincular la ciudadanía a la nacionalidad o bien a la vecindad.

Lo que no puede ser es que sigan trabajando en España sin tener plenos derechos sociales, sin tener derechos políticos. A quienes no quieran verlo hoy sus hijos se lo harán ver mañana.

(Dicho sea de pasada, el escaso interés que muestran los sindicatos por este tipo de trabajadores alimenta una bomba de relojería más, que, como las otras que también alimentan, puede estallarles en la cara.)

Derecho a decidir

El independentismo catalán funciona muy bien a través de la ambigüedad semántica. Ya lo hizo —y muchos picaron— con lo del «Estado español» para evitar la palabra «España». «Llueve en todo el Estado español», decían los partes meteorológicos de TV3; y nosotros imaginábamos mojados todos los juzgados con sus expedientes, todos los cuarteles y cuartelillos, todos los despachos de la administración pública, cuando en realidad donde llovía era en la Península —lo de la Península, claro, es una concesión, pero no esperen más de mí—.

Esto de la semántica viene a cuento por lo del «Derecho a decidir». ¿Quién puede estar en contra del derecho a decidir? ¿Es que no lo tenemos? ¿Es que nos lo quieren quitar? El personal pica y se apresta a la defensa. «¡Queremos el derecho a decidir!», seguro de que defiende lo más obvio.

Pero no defiende lo obvio: pues las instituciones que gobiernan Cataluña han convertido el ‘derecho a decidir’ en grito en favor del «derecho de secesión». Y muchos de los que se han tragado el anzuelo del «Derecho a decidir» no están defendiendo la secesión, sino simplemente decidir, o una institucionalización política federal, o simplemente lo que hay, pero decidido por ellos.

No podemos confundir el «derecho a decidir» con el derecho a la libre determinación, que es otra cosa. Cada cosa tiene su nombre. El derecho de autodeterminación es el que tienen los pueblos colonizados para liberarse de sus colonizadores. No es éste el caso de Cataluña. Cataluña podría tener un derecho a la libre determinación. Una comunidad, en asuntos que sólo la afectan a ella misma, puede tener ese derecho. Tampoco es éste exactamente el caso de Cataluña, pues la independencia es asunto que afecta también al resto de España (y no sólo al Estado español, dicho sea de paso). Por eso es preciso que el conjunto de España, de los españoles, le conceda a Cataluña, a los ciudadanos de Cataluña, el derecho a la libre determinación, para que, si quieren, puedan ejercerlo.

Se puede estar a favor de un estado federal que reconozca a los federados el derecho a la libre determinación —como es el caso de lo que defiende este Lobo—, siempre, claro es, con algunas condiciones inapelables: que la secesión, en su caso, sea una decisión tomada por una mayoría ciudadana cualificada, mediante métodos claros y al margen de toda sospecha, con neutralidad institucional y con la condición de no limitar los derechos que los ciudadanos ya poseen o deberían poseer (por ejemplo, el de expresarse en cada caso en la lengua que prefieran). Esto sería derecho a la libre determinación blanco y en botella y no mercancía tarada.

26 /

12 /

2014

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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