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Juan-Ramón Capella

En la piel del yihadista

También a mí me parecían incomprensibles, completamente irracionales, esos jóvenes que se autoinmolan causando estragos entre la población civil de países occidentales y de Israel. Incomprensibles. Pero antes de seguir me curaré en salud —siempre puede haber algún cretino que vea lo que sigue como apología del terrorismo, tan histérica anda tanta gente—: declaro explícitamente (y, todo sea dicho, ritualmente, con un ritual establecido desde los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York) mi repulsa de los actos terroristas.

Desde una posición estrictamente pacifista, expondré las consideraciones que siguen:

Entre los terroristas puede haber mercenarios, como tantos que combaten por el estado islámico, donde pagan los jeques saudíes y kuwaitíes y quienes compran petróleo al estado islámico. Por este lado poca cosa se puede hacer, como no sea abordar el tema de la financiación del terrorismo que por otra parte procede de «gobiernos amigos» en este complicado mundo. A esos «gobiernos amigos» los norteamericanos les han dado, como a Israel, muchísima cancha en todas direcciones.

Y al parecer bastantes de los autores de atentados son árabes europeos relacionados con la pequeña delincuencia, el tráfico de drogas, ex-presidiarios, y (caso notorio en Francia ahora) confidentes de la policía. Un medio muy turbio. Pueden actuar por fanatismo, o por deseos de venganza contra la sociedad que les lleva a su margen extremo. Algo de esto se vio en los atentados de los trenes de Madrid. En los ambientes de esa delincuencia de parias todos los gatos son pardos. Además de confidentes, y servicios secretos, también puede haber elementos mercenarios. Y manipulación por parte de la agazapada gente de la extrema derecha. En suma: no todo tiene que ser fanatismo en ese mundo, y habrá que distinguir.

¿Podemos fiarnos por entero de los ministros del interior? ¿Nos tienen informados de lo que saben y se puede contar sin poner en peligro las operaciones antiterroristas?

Hay también, sobre todo entre los palestinos —cuya actuación no es independiente de los actos del estado de Israel—, chicos y chicas normales. Y también hay chicos normales, ni marginales ni traficantes ni mercenarios, entre los autores de los recientes atentados de París.

Yo diría que estos «chicos normales» —de menos de treinta años— que se convierten en bombas vivientes, en yihadistas, no son tan incomprensibles como parece; éstos no son mercenarios. Pueden ser entendidos por varios caminos. Para empezar, puede uno mismo tratar de meterse en la piel, genéricamente, de alguno de ellos. Por ejemplo:

No tengo ninguna oportunidad en mi vida. Como mucho me darán de vez en cuando un trabajo de mierda. Estaré en el paro. No tengo ninguna seguridad: soy uno de esos a los que el capital condena a no ser nada, a no realizar ninguno de sus sueños. Ni siquiera estaré en condiciones de ayudar a mis padres en la vejez.

Vivo en una sociedad occidental que afirma ser democrática y de libertades. Pero el color de mi piel (árabe hijo de árabes) me hace ser el primero en ser visto como sospechoso en el metro, cacheado en la calle, avergonzado, detenido sin causa ni motivo. Mi voto vale una mierda en el sistema político en que vivo, con partidos pringados en la aceptación de lo que hay. No puedo esperar nada significativamente bueno del sistema político, y sí todo lo malo. Toda la incomprensión de los jueces, de los funcionarios, de los policías. El desprecio de casi todos los jueces, los funcionarios, los policías.

Es más: este sistema político es autor, o si acaso cómplice, de las matanzas de personas como yo que se quedaron allí: en Iraq, en Siria, en Libia, en Afganistán. Los matan, a los de allí, porque su vida no vale nada a ojos de los gobernantes de aquí, de la Otan, de los americanos, franceses y británicos. Se les puede matar como a conejos, como si fueran chinches molestos que no les dejan llevarse tranquilamente todo el petróleo que puedan. Y la gente de los países occidentales, en su mayoría, asiste indiferente a todo eso. [Como los alemanes de la Alemania hitleriana asistían a las deportaciones y exterminio de los judíos, añadiré yo.]

Gobiernos occidentales que apoyan a gobernantes tan estúpidos y criminales como los de Arabia Saudí o Yemen. Que se lo permiten todo a los gobiernos de Israel.

No hay tampoco la menor idea de igualdad. Los polis que me cachean en el metro son pringaos que están sólo un peldaño por encima de mí, pero que necesitan hacerme sentir su superioridad. No son sólo los de arriba los que me desprecian: también los de abajo.

Nos educan diciéndonos que somos iguales cuando desde niños sabemos que no lo somos.

Mucha gente de los países dejados de lado, desde Pakistán a Marruecos, con poblaciones árabes, o países con religión mayoritariamente mahometana, hace tiempo que vienen mostrando su extrañamiento hacia ese «Occidente civilizado»: mucha gente vota a partidos islámicos en Turquía, en Marruecos. Ese voto debería deciros algo a los occidentales. Pero esos partidos islámicos hasta hoy siguen quitándose la gorra ante el «Occidente civilizado» por mucho que presionen internamente en sus países. Para los occidentales si el voto democrático es islamista, es que ese voto «no entiende». Un gobierno islamista con mayoría electoral se puede derrocar tranquilamente, como en Egipto.

Es verdad que los mahometanos estamos divididos entre chiíes y suníes. Pero esa división, que era pacífica como la que hay por ejemplo entre católicos y protestantes en Inglaterra, la han utilizado los occidentales para que nos enfrentemos entre nosotros.

Los occidentales tienen toda la tecnología bélica y enormes presupuestos militares. Y no tienen escrúpulos en atacar a nuestras poblaciones, incluyendo a los civiles, a los niños, a los ancianos, a las madres, a nuestras hermanas. Por eso nuestra guerra es asimétrica: atacamos a pobres civiles de los países occidentales para devolver horror por horror, para que se comprenda el horror que se nos hace, para romper la indiferencia.

Si los otros fueran pacifistas, probablemente nosotros también seríamos pacifistas.

Nos ven como irracionales porque podemos llegar a inmolarnos. ¿Acaso no ven los suicidios de sus propios hijos? Y ¿acaso no se inmolaban los mártires cristianos? A diferencia de nosotros, que luchamos por los nuestros, esos suicidas vuestros de ahora ni siquiera luchan por algo.

Hay otros modos de aproximarse al fenómeno del yihadismo de los jóvenes islámicos. Hay que pensar en otras protestas de parias en Occidente. Por ejemplo: la lucha de los afroamericanos. Fue otra lucha. Pues no hay que olvidar al ku klux clan, a los negros colgados de los árboles como extraños frutos no hace tanto tiempo. De ahí a la insurrección de los guetos negros (¿nadie se acuerda?) y a la consiguiente represión. Finalmente ganó el pacifismo de M. Luther King, pero de no haber estado en el poder los Kennedy el proceso podría haber ido de muy distinta manera. Sin embargo aún después de eso el partido de los Panteras negras fue objeto de una durísima represión, que incluyó asesinatos de dirigentes, infiltración policial y campañas de descrédito. La lucha de los afroamericanos por conseguir derechos no fue en absoluto lineal. Pero, claro es, todo eso ha desaparecido de las investigaciones académicas y de los medios de comunicación. Y esto último, la ruptura de la memoria, es muy importante: sin memoria nunca entenderemos nada: nuestra vista sólo alcanzará unos centímetros de historia.

También hay otro camino para hablar de esa «guerra asimétrica»: el itinerario de las armas. Alguien fabrica fusiles de asalto, alguien fabrica granadas, explosivos. Estas fábricas están en los grandes países industriales. Empresas con manga muy ancha para sus clientelas. Este camino para hablar de las «guerras asimétricas» es menos preocupante hoy que mañana. Porque esas industrias que hoy producen armamento de combate también pueden producir armas que causen daños de masas. Los poderes políticos deberían vigilar más de cerca cómo ganan su honrado penique los empresarios del armamento.

Cada vez tiene que estar más claro que la llamada igualdad política no es la igualdad. Que la desigualdad, si afecta muy relevantemente a tantos conciudadanos nuestros, más afecta aun a nuestros convecinos inmigrantes. Está claro que es preciso repensar la igualdad y la desigualdad, y luchar ante todo contra la desigualdad real.

Pero volvamos a los yihadistas. Lo que caracteriza a estos tiempos de Occidente es el individualismo, la ideología impuesta tras la derrota de las clases trabajadoras, tras la derrota de la solidaridad. El individualismo es horror, es aislamiento. Encapsulamiento con un teléfono móvil. Los jóvenes árabes de Occidente están encapsulados en culturas contradictorias: la cultura familiar, solidaria, ordenada, y la cultura del capital, individualista y consumista. ¿No es lógico pensar que de este choque, de esta contradictoriedad cultural, puedan saltar algunas chispas? El terrorismo es una guerra asimétrica si se ve como guerra —y ésta es la reacción de Hollande, de los americanos—; entonces ¿acaso no es necesario entender qué busca el otro bando? ¿Qué pretende? ¿Busca que los gobiernos limiten todavía más nuestras libertades, incrementen los controles, nos registren cada dos por tres, se metan en nuestras comunicaciones, declaren estados de excepción? Porque eso ya lo han conseguido en varios países. Es más: en algunas personas pusilánimes han introducido el miedo: miedo a entrar en grandes almacenes, a utilizar determinados medios de transporte. Tal vez habría que preguntarse qué más quieren los terroristas. Pues es necesario conocer bien aquello que se quiere combatir

Esto no se acabará de una vez. Con esto vamos a tener que cargar con inteligencia y buena voluntad, y claro, con policía —que no se desmande ni se ultramande la policía— por mucho tiempo.

25 /

12 /

2015

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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