La lucha de clases, que no puede escapársele de vista a un historiador educado en Marx, es una lucha por las cosas ásperas y materiales sin las que no existan las finas y espirituales. A pesar de ello, estas últimas están presentes en la lucha de clases de otra manera a como nos representaríamos un botín que le cabe en suerte al vencedor. Están vivas en ella como confianza, como coraje, como humor, como astucia, como denuedo, y actúan retroactivamente en la lejanía de los tiempos.
Francesc Arroyo
«El historiador debe ayudar a la gente a pensar»
Entrevista a Josep Fontana
Josep Fontana (Barcelona, 1931) está en plena forma. Su último libro, El futuro es un país extraño (Pasado y presente), aún está casi caliente cuando prepara ya un nuevo título, El siglo de la revolución (Crítica) que llegará a las librerías en febrero. Son obras que, en cierto sentido, dan continuidad al trabajo que representó la monumental Por el bien del imperio (Pasado y presente). En todas ellas el historiador hace acopio de bibliografía y aporta material para que el lector pueda pensar por su propia cuenta, para combatir, explica, los prejuicios. La entrevista que sigue es fruto de dos charlas con el historiador. La primera, apenas aparecido El futuro…; la segunda, hace unos días.
P. El futuro es un país incierto es una mirada al presente, pero incluye también una reflexión sobre el papel del historiador.
R. La historia es un pozo sin fondo donde hay de todo. Y cada uno va a pescar aquello que cree que es útil para entender las cosas, para comprender lo que pasa. Ahora bien, se puede ir a pescar con las finalidades más diversas. Basta con ver los disparates que se dicen estos días. Por ejemplo, que España es una nación desde Indíbil y Mandonio. Sin entender que la nación es algo muy moderno, reciente. Se ve también en las formas en las que se ha utilizado la historia en la enseñanza o en el uso público que los gobiernos hacen de la misma en las conmemoraciones. Si se toma el plano de París se puede ver que transmite una imagen de la historia de Francia: la Revolución, Napoleón, las victorias. Se proyecta una visión determinada. Son usos que producen un conjunto de convicciones no razonadas que resultan terribles.
P. ¿No razonadas?
R. Sí y contra ellas es difícil razonar. Cualquier ciudadano tiene un conjunto de sentimientos, más que de nociones históricas, que hacen mucho daño. El papel del historiador, sobre todo en momentos de cambio, es ayudar a la gente a pensar. Resulta difícil y no siempre se consigue. En especial, si el razonamiento va contra las convicciones. Una gran parte de lo que pensamos es prejuicio, tópico, con muy poca reflexión. El papel del historiador es mostrar las cosas, darlas a la gente para que las interprete. No se trata de explicar la verdad sino de discutir verdades establecidas que son dudosas y ofrecer elementos para trabajar con ellos y ver qué se puede sacar de los mismos.
P. ¿Es eso lo que se proponía con su, de momento, última obra?
R. En ese libro y también en el anterior, he hecho un acopio de documentación. Los he cargado con una amplia base bibliográfica porque quería poder justificar cada afirmación, mostrar de dónde procedía lo que digo. Quería cargarme de razón para inducir a la gente a que piense. Creo que eso es lo más importante. En este sentido, hay muchas cosas que consiguen desmontar la visión histórica establecida. Esa, me parece, es la función del historiador. La que he aprendido de mis maestros, Vicens Vives, Pierre Vilar, Ferran Soldevila.
P. ¿Pensar el pasado o pensar el presente?
P. Desde el primer momento, buscaba que se pensara que lo que está pasando hoy no es una crisis económica que será superada y luego, volverán a ser las cosas como eran antes. Estamos en una crisis muy seria, y que puede ser permanente, del sistema social en el que vivíamos y que creíamos que íbamos a seguir teniendo. El uso de la historia, de lo que Vilar llamaba “pensar históricamente”, es decir, con una cierta perspectiva crítica, puede tener utilidad. Sobre todo si se evitan las visiones globales y esquemas simplistas y se atiende a la realidad viva. Ya Thompson proponía ir a las cosas concretas: lo que pasa y cómo pasa. Cómo vive las situaciones la gente, cómo las siente. Esto, claro, es lo contrario de lo que hacen la mayor parte de los llamados “científicos sociales” que trabajan con grandes modelos interpretativos. Ése es el modo en el que intento ser socialmente útil: incordiando. Acostumbra a provocar reticencias, pero si no te importa, resulta más satisfactorio: no les gustas, pero te respetan.
P. De modo que su libro debería ser útil para entender la crisis. ¿También para superarla?
R. Éste es un libro sobre la crisis, entendida como crisis social. Había un mundo en el que se suponía que había alternativas. Y en la medida en que era así, era imprescindible el juego de la negociación y la concesión. Hoy no hay alternativa y lo que se avecina es un periodo de reconquista del pasado. Quizás un día termine la crisis, pero no sabemos cómo será la salida de ella, no sabemos si se recuperarán los puestos de trabajo que se han perdido. Probablemente lo que se verá es que se han perdido muchas cosas que se habían ganado y que habrá que volver a conquistarlas. La reforma laboral significa la anulación de décadas de lucha para asegurar condiciones de negociación sobre el trabajo. Habrá que rehacer esas condiciones, si es que es posible. Hay que insistir en que ésta no es sólo una crisis económica. Eso sirve para argumentar la austeridad: ahorremos y volveremos a estar como antes. No. Nada volverá a ser como antes. La sanidad privatizada hasta extremos indignos abre un mundo diferente en el que se habrá perdido la ilusión del progreso y de la mejora de la situación a través de la negociación.
P. ¿Qué hacer?
R. No sé lo que hay que hacer. Si miro a mi alrededor, lo que veo como más estimulante son los movimientos de base.
P. ¿Por qué?
R. Porque implican toma de conciencia. Son gente que experimenta la degradación de sus condiciones y articula una forma de resistencia. Tenemos una extraña situación: los jóvenes protestan en la plaza de Catalunya o la Puerta del Sol, pero los padres votan al PP o a la antigua Convergència. ¿Qué se puede esperar de esto? Nada. Porque apenas hay conciencia. En cambio, los movimientos de base a partir de los propios problemas me parecen más interesantes. ¿Cómo se articula luego esto? De momento hemos visto la respuesta de Italia: “Váyanse todos a hacer puñetas. Todo está podrido. Todos son unos chorizos”. Bien, pero a partir de ahí, que es la disolución del sistema, no se hace nada. Los movimientos de base, vecinales, etcétera, son otra cosa. El franquismo cayó, en parte, por el miedo a estos movimientos, incluyendo, claro, los sindicatos. No eran los partidos los que daban miedo. A la gente se la está castigando cada vez más, pierden derechos. Acabarán por protestar. El problema será articular la protesta para darle forma de alternativa política. Esto, hoy, no está nada claro. Y es un mal asunto porque mientras no haya la amenaza de una alternativa será muy difícil obtener concesiones. Ni siquiera se logrará que los que han de ceder se avengan a negociar. No tienen por qué. Hoy, el nivel de protesta es controlable: basta la policía. No hacen falta concesiones.
P. Sus críticas coinciden con las de quienes sostienen que los partidos tradicionales responden más a intereses financieros que a los de la población.
R. Eso es algo muy claro. Llega la crisis y ¿qué se hace? Salvar a los bancos. Pero no se salva a los de las preferentes ni a los desahuciados. No. Se salva a los bancos y se les deja seguir igual. Un día me preguntaron qué opinaba sobre unas detenciones, creo que de ETA y respondí: “Mientras no me digan que han metido a Rato en la cárcel, esto no me impresiona”. La impunidad de los mecanismos financieros para hacer lo que quieren es total. Y, finalmente, se ha empezado a criminalizar la protesta.
P. Rato ya está al borde de la cárcel.
R. Habrá que verlo y, aún si entra, por cuánto tiempo. Los que se dedican a la corrupción a lo grande, sobre todo si tienen conexiones políticas, acostumbran a salirse con penas leves. Y luego, además, se les reducen con rapidez. Carlos Fabra, el de Castellón, no sé cuánto tiempo ha pasado en la cárcel. Mucho no. Pero lo peor no es cómo actúa la justicia, sino la absoluta indiferencia de la gente respecto al problema. Me explicaba hace unos días un amigo mallorquín que en Baleares están decididos a volver a votar al PP y que si se les reprocha la corrupción replican que los otros también tienen, el PSOE, por ejemplo, en Andalucía. Y no sirve de nada citarles el caso Matas. Se lo quitan de encima diciendo que ya no es de los suyos. Es decir, la forma en que el PP ha pasado sin castigo por una ola de acusaciones de corrupción es impresionante. Porque en la lista de Bárcenas aparece Rajoy como receptor de sobres. Lo grave es que la gente ha terminado por asumir que la corrupción es algo normal. Como mucho, cuando alguien es afectado directamente, como en el caso de las preferentes, acude a los juicios a gritar, pero aparte de eso no parece tener más consecuencias.
P. Y esa corrupción, ¿es un problema judicial o sistémico?
R. Evidentemente, sistémico, por eso sorprende que haya habido una cierta reacción por parte de servicios policiales y judiciales. Es un hecho asombroso y también que no hayan podido pararlo desde arriba. Aunque es posible que, precisamente, la multiplicación de casos sea lo que ha hecho que la gente acabe por pensar que la corrupción es algo normal. Incluso en Podemos, cuando se produjo el caso de Ramón Espinar, que vendió un piso con ciertas plusvalías, la respuesta fue decir que cualquiera hubiera hecho lo mismo, pasando por alto las complicidades asociadas, desde un padre dirigente de Bankia a los demás factores que tuvieron que darse para que pudiera hacer ese negocio. Que la gente de Podemos considere eso normal es absolutamente escandaloso. A los pocos días leí un artículo del Gran Wyoming en el que reflexionaba diciendo que con eso el PP ya podía estar tranquilo. Es lamentable ver que el asunto se usa a veces para reclamar ejemplaridad y también que la multiplicación de casos lleve a pensar que se trata de conductas normales.
P. ¿Cuál es, en todo esto, el papel de los medios de comunicación?
R. Los medios de comunicación, y especialmente la radio y la televisión que son los medios que alcanzan a más gente, muy por encima de los de papel, tienen un función fundamental en la creación de opinión, aunque sólo sea porque dan información. Información que seleccionan. Un ejemplo: las informaciones que recibe un español normal sobre la guerra en Siria están totalmente filtradas y preparadas para dar determinada imagen. Es posible acceder a otras fuentes, pero es difícil para el ciudadano medio llegar a ellas porque ni siquiera las conoce. La opinión se forma con los medios más generales. Y ¿qué es lo que pasa? que los medios más potentes están condicionados, primero, por sus propietarios; segundo, y más importante, por la dependencia de esos propietarios de las instituciones financieras. Esto afecta a radio y televisión y también al papel. Los medios de papel dependen, en general, de créditos y de los grandes anunciantes. Las dos grandes televisiones privadas, que son las que difunden informaciones que crean opinión, es obvio que actúan de forma polarizada. Dan la noticia de que se han creado x puestos de trabajo y se quedan tan tranquilos sin precisar qué tipo de puestos de trabajo. Hay informaciones críticas, pocas, pero son marginales. Los informativos están muy condicionados. La gente habla de la libertad informativa que supone internet, pero esas informaciones carecen de garantías. Así las cosas, el papel de los medios es determinante en configurar lo que la gente acaba pensando y, con ello, lo que la gente vota.
P. ¿Habrá que plantearse la posibilidad de unos medios públicos que no acaben siendo gubernamentales?
R. El problema es lograr que los medios públicos no sean gubernamentales. Sería una gran cosa, pero no estimula ver lo que ha ocurrido con TVE, que ha llegado a tal grado de descrédito que ya ni siquiera tiene influencia. Hubo un momento en el que los grandes partidos tenían sus propios medios que eran leídos por parte de la población, y el resultado era una pluralidad informativa. Pero eso fue devorado por la potencia de los grandes medios. Parecía que internet sería la solución y, de hecho, yo sigo algunos diarios de la red, pero me pregunto cuánta gente depende de ese tipo de información.
P. Es cierto que los partidos, sobre todo los comunistas, tenían sus propios medios, pero ni L’Humanité ni L’Unità eran modelos de objetividad.
R. Es que tenían que jugar a la defensiva, en la medida en que los otros medios jugaban contra ellos. Y el resultado es que se han perdido las culturas sectoriales. No hace mucho leí una tesis sobre la CNT en la que se explicaba que había un lector sindicalista que encontraba en el diario del sindicato, en el círculo que frecuentaba, en el ateneo popular, unas informaciones diferentes. Esta cultura sectorial se la ha comido la máquina del espectáculo. Y los medios de comunicación han perdido, a la vez, función crítica. Me refiero a los que tienen posibilidades de llegar a la mayoría.
P. ¿Significa esto que el debate ideológico queda circunscrito a las élites?
R. En las informaciones que llegan al ciudadano medio, el debate ideológico no existe. Tampoco parece reclamarlo nadie. A veces hay cosas interesantes. Por ejemplo, cuando se produjo el debate sobre el Brexit se publicaron algunos textos de interés. Leí uno en el que se explicaba que la gente, antes del referéndum, había llegado a un alto grado de indiferencia respecto a las elecciones porque se consideraba que todos los políticos eran iguales. Y esa gente vio en el referéndum la posibilidad de hacer sentir su voz, de oponerse a esas élites que les decían lo que tenían que pensar, lo que tenían que hacer. En ese momento, Tony Blair escribió un artículo alarmado por esos grupos que, decía, mezclaban cosas de la extrema derecha y de la extrema izquierda. Pero lo que de verdad le preocupaba es que se erosionaba a las élites (con el funcionamiento bipartidista de una derecha conservadora y una socialdemocracia asimilada: Clinton, Blair, Felipe González) y que éstas perdieran el crédito que les permitía mantener las reglas del juego. Blair clamaba contra el rechazo de las élites. Ése es también el problema que se da en Estados Unidos: la negativa a aceptar la dirección de las élites que son las que piensan por todos y se preocupan también por todos. Además, hay pensadores de todo tipo para que se pueda elegir lo que uno quiera. El descrédito de esta forma de hacer política es un asunto serio. La cuestión es qué saldrá de esta desconfianza.
P. Este descrédito, ¿está relacionado con la subordinación de los partidos a la economía?
R. La subordinación de los partidos a los podres económicos se debe a diversos factores. El primero es que dependen de ellos para subsistir. Se puede ver perfectamente en un caso, el de Unió Democràtica de Catalunya. ¿Qué pasa cuando un partido pierde su capacidad de influir? Estalla, se comprueba que detrás deja una deuda insoportable y nadie quiere hacer donativos porque ese partido ya no aporta nada. Hace un tiempo, un amigo de un ayuntamiento cercano a Barcelona me explicó que el consistorio, dominado por ERC, estaba pensando en tomar ciertas medidas que afectaban a algún negocio de la Caixa. La entidad les recordó amablemente que el partido tenía una deuda por pagar. Esto por un lado. Por otro, los políticos, necesitan asegurarse la tolerancia para cuando terminen su función pública. Lo de las puertas giratorias no es una broma. Desafiar al sistema sería una locura. Por esa vía se llega a situaciones delirantes, como en Estados Unidos, donde los generales y almirantes se incorporan a las empresas de armamento en cuanto dejan el servicio activo. Esto provoca grandes condicionantes respecto a las inversiones en armas. Paralelamente, como ya hemos visto, los medios de comunicación dependen de los poderes económicos, de forma que los partidos saben que recibirán un trato u otro según cómo traten a esos poderes. Es evidente, por ejemplo, que los de Podemos saben que prensa, radio y televisión los van a tratar mal. En cambio, la televisión trata de una forma muy diferente a ese empleado en excedencia de la Caixa que se llama Albert Rivera. Los de Podemos, cuando salen en los medios, es para ser criticados. Nada que ver con los masajes a Rivera.
P. ¿Esto es lo que el marxismo clásico llamaba la determinación económica en última instancia?
R. Hay muchas pruebas de que se da esa influencia de la economía sobre la política. Una de ellas es que, cuando se produjo la crisis y las empresas, tanto en Estados Unidos como aquí, fueron víctimas de sus propias especulaciones, sus problemas se resolvieron con dinero público. El dinero que hubiera tenido que servir para servicios sociales, fue utilizado para rescatar bancos. Y hay un ejemplo aún más claro: la impotencia de los gobiernos, tanto en América como en Europa, para conseguir que paguen impuestos las grandes empresas. Es un escándalo, tanto por la tolerancia en la evasión hacia paraísos fiscales como por lo poco que pagan todas ellas. Pagan mucho menos que cualquier ciudadano normal y eso se debe al control de la política por las empresas.
P. ¿Frente a eso habla usted de inventar un mundo nuevo?
R. Bueno, con esto me refiero a cómo salir de la situación presente. Es evidente que la vieja fórmula de la socialdemocracia está agotada. No hablo sólo del PSOE, pasa lo mismo con los socialistas en Francia; los laboristas, en Inglaterra, el Partido Demócrata, en Estados Unidos, que en la época de Roosevelt o Johnson era otra cosa. Hoy la socialdemocracia se muestra impotente para hacer leyes que sometan a la gran empresa. El problema es encontrar una solución. Aquí se han apuntado soluciones de futuro. Una de ellas es la que dio la alcaldía de Barcelona a Ada Colau y otras alcaldías a Podemos. Consistió en apoyarse directamente en las organizaciones sociales, vecinales… entidades que expresan las necesidades de los de abajo y que no encuentran acogida en los partidos tradicionales. El problema de esto es la falta de un programa sistemático, de modo que puede ser útil en algún momento, pero resulta difícil el control para dirigir una acción política continuada. Hemos podido ver como a Podemos se le escapan de las manos las actuaciones en Cataluña, en Valencia, en Galicia. Hay una fuerza real que está en los de abajo pero que resulta difícil de articular en un proyecto. Esto, tal vez, sugiere que hay que buscar otro tipo de propuestas. ¿Qué puede sustituir el papel que tradicionalmente han jugado los partidos? No lo sabemos, pero sí sabemos que el conflicto social sigue vivo. En todo el mundo, aunque con mayor fuerza en el mundo subdesarrollado que en Occidente, donde las cosas están más controladas.
P. ¿Por ejemplo?
R. Hay movimientos campesinos que luchan por mantener los derechos sobre la tierra y sobre el agua. Hay trabajadores que se enfrentan a las reformas laborales. Hay todo un mundo que emerge en una protesta que los partidos no recogen. Lo hicieron en el pasado, pero hoy ya no son capaces. Esto cuaja en proyectos más amplios. Los movimientos campesinos, por ejemplo, enlazan proyectos de relación entre ellos. En Honduras, el pasado año mataron a un montón de dirigentes campesinos (campesinos e indígenas allí son lo mismo). Los campesinos tienen problemas con las multinacionales; algunas, por cierto, de China. Son gente que mantiene vínculos con Vía Campesina, una fuerza de protesta emergente que aún no es una amenaza real, pero es una esperanza. Algunos economistas críticos sostienen que la reforma ya no es posible y que hace falta una transformación profunda que liquide el Estado en su funcionamiento actual, dando pie a una alianza transnacional. No es seguro que las cosas evolucionen por ese camino, pero es más probable que la solución salga de abajo que de arriba. Nadie sabe cómo será el futuro, pero sí sabemos que habrá que reinventar muchas cosas para que se produzcan los cambios necesarios. De todos modos, los de arriba vigilan y los nuevos medios de comunicación les ofrecen grandes posibilidades. Las modernas tecnologías son totalmente vulnerables al control. Por eso hemos podido oír las expresiones más íntimas de algunos sospechosos, porque estamos en un mundo donde el grado de control es muy considerable. De todas formas, habrá cambios porque hay un problema grave: la desigualdad. Nos hallamos en una situación de estancamiento económico; al menos eso dicen las previsiones y nadie sugiere que haya esperanza de salir de ese estancamiento.
P. Estancamiento económico más nuevas tecnologías no sugieren la creación de empleo.
R. Las nuevas tecnologías minimizan los costes salariales y aumentan los beneficios. Un economista estadounidense señala que lo importante ya es saber quién será el dueño de los robots, es decir, a quién deben beneficiar las nuevas tecnologías. En estos momentos, el estancamiento está generando miedo porque seguimos en una situación de burbuja en la que se combinan precios altos, tanto en el sector inmobiliario como en la bolsa, con tipos muy bajos. Esto puede producir un nuevo estallido, entre otros motivos porque, sobre todo en Estados Unidos, la banca ha vuelto a las andadas. En el mundo construido tras la segunda guerra mundial, en el que crecía la propiedad, crecían los salarios, en el que los sindicatos cooperaban con la política económica y las empresas lo aceptaban porque las cosas iban bien, cabía una perspectiva de futuro en el que todo iba rodado. Pero esto se acabó en los setenta. Cuando se vio que desaparecía la amenaza de un estallido revolucionario, los empresarios decidieron que ya no necesitaban seguir pagando una cuota para que todo funcionara y que se podía volver al viejo orden, cuando el dueño era el dueño y los trabajadores doblaban la cabeza y trabajaban sin más. Y ahí estamos, pero la solución ya no es volver atrás. ¿Qué pueden hacer los gobiernos? Es evidente que la escasez de recursos para los servicios sociales está relacionada con la escasez de ingresos vía impuestos. La parte de león debería proceder de los impuestos que pagasen las empresas, pero éstas tienen, todas, filiales en el extranjero, lo que les permite llevarse los beneficios. Y la solución que aplican los gobiernos es la austeridad que afecta sobre todo a los de abajo. El futuro no puede seguir siendo igual, pero no se ven propuestas claras.
P. ¿Radica ahí la crisis de la socialdemocracia?
R. La socialdemocracia tiene el problema de que exige convencer a los que tienen el dinero de que perder algo evitará una ruptura total. Esto funcionó mientras se dio la amenaza del comunismo. En los setenta se vio que los comunistas de los países occidentales no tenían capacidad transformadora. Tampoco voluntad: en el 68 los sindicatos, tras conseguir un aumento de sueldo, se fueron a casa; en Checoslovaquia no se aceptaron los cambios transformadores. Al mismo tiempo se vio que la Unión Soviética no era ninguna amenaza real, de hecho, nunca lo había sido. En ese momento, los empresarios decidieron que ya no había que seguir pagando factura alguna. En los años veinte Karl Kraus escribió un texto precioso. Decía que a él el comunismo le daba igual pero que bienvenido fuera mientras representara una amenaza para los capitalistas, una amenaza que no les dejaba dormir tranquilos. Desde los años setenta duermen a pierna suelta. En 1978, con Jimmy Carter de presidente y los demócratas controlando las dos cámaras, los sindicatos propusieron una reforma de las relaciones laborales que defendiese a los trabajadores de la ofensiva que sufrían por parte del empresariado. La ley superó el Congreso pero se estancó en el Senado por las embestidas empresariales y nunca llegó a ser aprobada. Entonces, un dirigente sindical del sector del automóvil renunció a su puesto en los órganos de mediación social y denunció que se estaba produciendo una guerra de los empresarios contra los trabajadores. Los cambios estaban en marcha, luego siguieron en Europa con Margaret Thatcher, para extenderse más tarde a toda Europa, especialmente tras la crisis de 2008. Se impusieron los discursos que sostenían que la sociedad no existe, que sólo hay individuos. De modo que nos encontramos en un mundo con reglas nuevas. ¿Tienen capacidad de respuesta los sindicatos? ¿Tienen parte de culpa en la situación? Es evidente que algo hicieron mal cuando todo iba sobre ruedas. En Alemania, cuando todo era una balsa de aceite, los socialdemócratas tenían crédito, los empresarios no se oponían a cesiones económicas, los sindicatos eran tan felices que creyeron que lo suyo era gestionar la situación. Luego se produjo la crisis, los empresarios se negaron a seguir colaborando y los sindicatos ya no tenían capacidad de respuesta porque habían renunciado a mayores avances, se habían contentado con lo que les daban sin percatarse de que eran dádivas. Hoy la respuesta es difícil. En España, la reforma laboral desarboló a los sindicatos. Por completo. ¿Se habían acomodado? Quizás sí, pero no sólo ellos. Fue todo el sistema el que se acomodó porque había el convencimiento de que todo seguiría siempre igual y no ambicionaron más cambios. ¿Caben parches para recomponer la situación? No lo parece.
P. ¿El socialismo, no el Partido Socialista, es una alternativa?
R. Socialismo quiere decir hoy que los otros deben temer que haya una alternativa y que alguien pueda organizarla. Eso, hoy no existe. La socialdemocracia tenía como objetivo el cambio dentro del sistema. Y consiguió no pocas cosas, por ejemplo, el estado del bienestar. Pero cuando llegó ahí, se quedó sin programa porque no pretendían cambiar la sociedad. Y, lo que es peor, en medio, sus dirigentes se aflojaron y consintieron retrocesos de los sindicatos, permitieron las derivas económicas que han llevado a la crisis. La relajación de los controles sobre el sistema financiero la protagonizan Clinton, Blair, González. Es cierto que crearon una estructura de derechos sociales, pero luego resultó que no se podía pagar. No sé si el socialismo se replantea el futuro. Los sindicatos están muy debilitados. Además, su función no es la lucha sino la negociación. Lo que falta es la capacidad de presentarse como alternativa a un sistema corrompido y depredador. Esta alternativa no puede ser ni una socialdemocracia que se ha acomodado y podrido ni el socialismo identificado al mundo soviético, que también falló. La prueba es que, cuando se hunde la Unión Soviética, detrás no deja nada. Así, pues, hay que reinventar el socialismo. Hay que recuperar la idea de que cabe la esperanza de un sistema sin los vicios de éste.
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2016