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Rafael Poch

Cómo De Gaulle se crece con el tiempo

En la Francia sumida en una campaña electoral bien accidentada por los escándalos de dinero de políticos caraduras, aparece una frase que a todos da que pensar: “¿Se imaginan al General de Gaulle investigado por la justicia?”. La dijo François Fillon, candidato de la derecha antes de que le acusaran de haber ingresado alrededor de un millón de euros durante una década con los empleos, que se creen ficticios, de su esposa e hijos.

Efectivamente, el General está en las antípodas del actual espectáculo que ofrecen el Penélopegate, las sombras sobre la declaración del patrimonio del niño bonito de la escena, Emmanuel Macron, también muy opaco en la financiación de su campaña, o en los crónicos fraudes de Marine Le Pen. De Gaulle vivía como un espartano en el Elíseo. Todo lo que no era estricta representación, lo pagaba de su bolsillo: las facturas de gas y electricidad de sus aposentos privados, incluidas. Su mujer, Yvonne, compró una vajilla corriente para no utilizar las del Elíseo en el comedor privado de la pareja. Y cuando se iban de fin de semana a Colombey-les-deux-Eglises, el General pagaba la gasolina de su bolsillo, explicaba hace veinte años su amigo Michel Jobert. De Gaulle rechazó conceder a su hijo el título de Compagnon de la Libération, pese a que respondía sobradamente a los criterios. Eludía cualquier posibilidad de nepotismo.

Jacques Vendroux,  sobrino-nieto del General, recuerda las llamadas que De Gaulle hizo para que sus hijos y sobrinos no pudieran eludir el servicio militar, explica Thomas Snégaroff en un reportaje difundido esta semana por FranceInfo. A Vedroux que le tenía que haber tocado la mili en París, lo mandaron a la Guayana. Integridad hasta el extremo de una discriminación positiva.

Cuando murió, De Gaulle dejó escrito en su testamento lo siguiente: “No quiero funerales nacionales, ni presidente, ni ministro, ni secretariado de la Asamblea Nacional ni representación corporativa. No se pronunciarán discursos ni en la iglesia, ni fuera. Nada de oración fúnebre en el parlamento. Ningún puesto reservado durante la ceremonia a excepción de mi familia, de mis compañeros de la Orden de la Liberacion y del consejo municipal de Colombey. Declaro por anticipado rechazar  toda distinción, promoción, dignidad, cita, condecoración, sea francesa o extranjera”. Y punto.

“Quiso ser enterrado como la gente del pueblo, por eso propuse que fueran los jóvenes del pueblo quienes llevaran el ataúd, fabricado por el carpintero local como el de cualquier otro vecino”, explicaba hace unos años Jean Raulet, alcalde de Colombay-les-Deux-Eglises, en el mencionado reportaje.

Todo esto se explica estos días en París, a propósito del mencionado cargado ambiente electoral, pero la invocación nostálgica a De Gaulle va mucho más allá, por la simple razón de que la figura del General se crece con el tiempo. Mitterrand, que no le llegaba ni al tobillo, dijo de De Gaulle que fue, “el último de los grandes hombres del siglo XIX”. Hoy se tiende a pensar, siguiendo al filósofo Régis Debray que en realidad De Gaulle fue más bien, “el primer gran hombre del Siglo XXI”.

Es muy significativo que esto lo diga un tipo de izquierdas como Debray, si se recuerda la mala prensa y la estúpida incomprensión que el General recibió en vida en el campo de la izquierda.  La figura de De Gaulle crece, va a más, tanto a izquierda y derecha, no solo al ser comparada con los gestores de la rutina y las relaciones públicas determinadas por los sondeos de opinión, que son los actuales políticos, sino también por haber sido un hombre de Estado, es decir “alguien capaz de asumir riesgos”, según la propia definición del concepto que ofreció él mismo.

En el actual gallinero político global (un espacio dominado por mediocres gallinas al servicio de las finanzas) ¿Quién destaca por asumir riesgos? De Gaulle era un político con sus propios criterios, que pasaba de los periodistas en lugar de ser un esclavo de los medios. Claro, el Estado aún estaba entonces por encima de las finanzas, otro motivo de nostalgia.

Con De Gaulle había política exterior. Francia no era una potencia seguidista más entre otras, y en el mundo se la respetaba por ello. Fue el primero en reconocer a la China de Mao, trataba directamente con Moscú, tenía una visión propia de Europa de Lisboa a Vladivostok, echó a los militares americanos de Francia… Todo eso vino a cuenta la semana pasada, en un acto dedicado a la política exterior francesa organizado en la facultad de ciencias políticas de París, con asistencia de tres ex ministros de exteriores considerados “gaullistas”; Hubert Vedrine, Alain Juppé y Dominique de Villepin. Sus intervenciones, ante un público de estudiantes, reflejaron el actual nivel: “la Unión Europea está amenazada de dislocación” (Juppé) “¿Qué hemos hecho para que Rusia se lance en los brazos de China y para que Turquía se entienda con Moscú?” (de Villepin) “Los occidentales han perdido el monopolio del poder en el mundo y eso les resulta insoportable” (Vedrine): un catálogo de preguntas sin respuesta y afirmaciones banales sin continuidad ni solución. ¡Que pobreza! No hay visión, ni concepción ni dignidad: “todo el mundo espía a todo el mundo, la cuestión es que no te pesquen”, respondió Juppé, desentendiéndose de la afilada pregunta de un estudiante sobre la vergüenza que supone la complicidad europea en el sistemático y masivo espionaje de la NSA y la CIA en Europa, documentada por los héroes de nuestro tiempo Snowden y Assange.

Y eso que la calidad política de Francia sigue estando por encima de la media europea. ¡Pobre Europa! ¿Alguien se imagina al General de Gaulle sometido a la disciplina alemana del 3% en déficit público?

[Fuente: La Vanguardia]

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2017

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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