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José María Camblor

I, Me, Mine

(Anatomía del ego)

“El pez nunca descubre que vive en el agua. De hecho, como vive inmerso en ella, su vida transcurre sin advertir su existencia. De la misma forma, una conducta que se normaliza en un ambiente cultural dominante se vuelve invisible”.

 

1. Cuando uno sufre solo, el sufrimiento se multiplica por dos

Si alguien me pisa el pie, siento dolor. Si se lo pisan al vecino, no. ¿Cómo no voy a percibir como algo más acuciante, más real, mi propio dolor? Hace mucho que sabemos que bajo esos actos que experimentamos como conscientes y libres se esconden corrientes subterráneas insospechadas, fuerzas oscuras de la psique, que como un maligno titiritero son las que en última instancia conforman nuestra voluntad. Pero los estudiosos que se han aventurado en ese mundo subliminal con la intención de catalogarlo y etiquetarlo han descubierto que es muy esquivo y que se resiste pudorosamente a mostrarse. No obstante, aunque no sepamos muy bien con quién tratamos, todos hemos experimentado en innumerables ocasiones —quizá mejor cabría decir “sufrido”— las jugarretas de ese duendecillo que acecha agazapado en algún vericueto de nuestra mente a la espera de encontrarnos desprevenidos para boicotear nuestros propósitos. O para derribar de un puntapié aquel castillo de naipes racional que tantas horas nos llevó edificar en torno a determinada cuestión. Cortázar se refirió a él como misteriosos resortes y resonancias secretas, y Freud elaboró diversas categorías interrelacionadas para tratar de atraparlo en una teoría. Sea lo que demonios sea, popularmente denominamos “ego” a esa picazón inoportuna, a esa vocecilla interior que nos acompaña y se empeña en tirar del lado opuesto al que racionalmente tratamos de dirigirnos.

Aunque no tenemos claro qué es, quizá cabría pensarlo como un dolor. Sería ese bebé que tenemos todos dentro, que continuamente estalla en rabietas, al que asiste la indiscutible certidumbre de que se le debe todo y él no debe nada, y está convencido como de su propia existencia de que merece que se le quiera y que no se le contradiga. El ego ve desplantes donde no los hay, inventa continuas agresiones y magnifica los pequeños agravios de los demás, mientras minimiza los propios. Sin saberlo, las lentes de sus gafas distorsionan en vez de corregir, por lo que confunde la imagen torcida que le llega del mundo con la misma realidad. Y como ignora este hecho, no admite que se cuestione tal percepción, pues, consiguientemente, considera miopía el enfoque de los demás y siente como un ataque los argumentos que se puedan oponer a su visión de las cosas sin entrar a juzgar la validez o no de los mismos. Siempre quiere ganar y quiere que pierda el otro, y le da rabia si no lo consigue. El ego es el “YO” con mayúsculas contra el “tú” con minúsculas. Y es algo muy natural, todos lo sentimos y nos acompaña siempre, tiñendo cada uno de los inputs y en consecuencia de los outputs involucrados en nuestras relaciones con los demás. Simplemente es una necesidad afirmarnos frente al otro y seguro que eso tiene su lógica adaptativa en nuestra historia filogenética. Cuando un animal se enfrenta a un entorno hostil en la naturaleza, en la que un segundo de duda puede suponer la diferencia entre la vida y la muerte, no tiene tiempo de detenerse en sutilezas. A grandes rasgos, debe responder, sobre todo en situaciones extremas, a la manera de un interruptor, de forma binaria, estableciendo dicotomías muy simples, tales como “yo: bueno / lo otro: malo” y “atacar / huir”. En un segundo momento, en situaciones menos decisivas, puede abrirse paso al matiz. Pero la primera pulsión, el primer mecanismo que opera en la inmediatez es el otro. Y también es el más fuerte.

Cuando uno es pequeño, puede liberar su ego como quiere, chillando, enfadándose, llorando como un loco si no se le hace caso, pegando al niño de al lado si no le quiere dar lo que en ese momento desea, etc. Pero, a medida que nos hacemos mayores, el ego se va reprimiendo a fuerza de verse confrontado con la desaprobación de nuestros padres o de nuestros profesores, o de ser rechazados por nuestros amigos cuando nos dejamos llevar por él. Vamos aprendiendo que los demás sienten más o menos lo mismo que nosotros y tenemos que aceptar que no todo gravita en torno nuestro, y que, en el corral de la vida, somos más pollo que gallo. Y acabamos por comprender que la reacción que nos nace espontáneamente ante lo que nos ofrece el mundo puede no ser la más adecuada, y eso nos obliga a hacer un esfuerzo y revisar ese primer impulso desnudo. Nos habituamos poco a poco a que lo contraintuitivo se vaya instalando en nuestra forma de procesar los datos obtenidos del exterior y en nuestra producción de respuestas. Adquirimos consciencia de que todo lo que percibimos subjetivamente como una injusticia no tiene por qué serlo, lo que nos obliga a distinguir entre la injusticia que de verdad se nos hace y la que no es más que un invento nuestro. Y, muy a nuestro pesar, acabamos averiguando que algunas de esas injusticias reales que alguien nos hace son las mismas o muy parecidas a las que nosotros cometemos también con otros.

Pero el ego maniobra continuamente contra todos nuestros intentos de sujetarlo, tendiéndonos trampas mentales que viste con argumentos supuestamente sólidos para justificar sus insensatas pretensiones, y si no estamos alerta (lo que ocurre en la mayoría de los casos), acabamos cayendo en ellas. Racionalizamos nuestros prejuicios y practicamos continuamente ese pasatiempo tan común denominado “engañarse a sí mismo”. Porque una de las condiciones del triunfo del ego es que tenemos que estar convencidos de que esas razones que nos damos son verdaderas. Así que nos pasamos la vida contándonos a nosotros mismos una historia (en realidad, un cuento), y esa historia siempre suena mucho más convincente que la historia de los demás, y se va rehaciendo, modificando y recomponiendo, según nuestras necesidades del momento. Y como no necesita ser coherente —esa es una de las licencias que se permite nuestro ego: la inconsistencia interna de su discurso—, podemos sustituirla en cualquier momento, haciendo nuestra, mutatis mutandis, la célebre máxima de Marx (Groucho): Estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros.

Que nos veamos forzados a madurar no quiere decir que nuestro ego no siga al acecho en algún lugar oscuro dispuesto a salir en cualquier momento. El suyo no es un destierro voluntario. Él sigue encastillado en sus posiciones sin ceder un milímetro de terreno. Porque la característica más definitoria del ego (no hay que olvidar que es un bebé) es que no razona, que es puro sentimiento, puro dolor. Pero, aunque sigue ahí, hemos aprendido, si bien a duras penas, a dominarlo, a esconderlo, a tratar de camelarlo, no solo porque nuestra razón nos ha enseñado que está equivocado, sino porque, si no lo hacemos, sufriremos, y, sobre todo, los demás nos darán de lado. Si en vez de hacer eso, lo dejáramos salir y exteriorizásemos de manera habitual y sin ningún complejo lo que sentimos espontáneamente, es decir, lo guapos y lo listos que somos en comparación con el resto de personas, y lo malos e injustos con nosotros que son los demás, la gente nos tomaría, y con razón, por unos ególatras y unos paranoicos. Si manifestáramos pública y reiteradamente ese sentimiento que nos entroniza en nuestro fuero interno y empequeñece a los otros, que solo ve la razón propia porque ni siquiera se detiene a escuchar la ajena, quizá acabaríamos recibiendo más de un puñetazo. Para salvaguardar nuestra integridad física y, sobre todo, para no quedarnos aislados en una burbuja impermeable, en un solipsismo absurdo, nos vemos obligados a ejercitarnos en esa práctica tan dolorosa que es la autocrítica. Debemos permitir una cierta ósmosis, derribar parte del parapeto, tratar de entender a los demás, intentar, por difícil que sea, ver en nuestro propio ojo un poco más que paja y en el ajeno algo menos que una viga. No porque nos apetezca, sino por pura supervivencia, porque nuestro entorno nos acabaría rechazando si no lo hiciéramos así. A la fuerza ahorcan. Eso es lo bueno que tiene el entorno, que sirve para desactivar, limitar y matizar nuestro ego y nos enseña a abrir los ojos y VER a los demás.

2. Cuando uno es el único que grita, su grito es un estruendo. Cuando lo hace en medio de una multitud, se diluye entre los gritos de los demás

Sin embargo, nuestro entorno resulta ser un arma de doble filo y muestra su lado menos amable cuando no solo no desmiente esa paranoia y esa egolatría interiores, sino que las potencia y refuerza. Esto es lo que ocurre con los niños consentidos o, como se expresa mejor en inglés, spoiled (estropeados). En realidad, el narcisismo y la intolerancia a la frustración no es nada más que la consecuencia natural de las circunstancias en que estos niños han crecido, el fruto que ha cosechado tal crianza. Lo raro sería que, si plantáramos un manzano, obtuviéramos melocotones. Esto es problemático sobre todo para los propios afectados. Si nuestro ego no se ve compensado por el entorno, si no hay algo que lo contenga, nos convertirá en malcriados, en gente que al llegar a la edad adulta sufre y no entiende por qué ya no se la trata como se merece, nos transformará en personas acríticas, ciegas y sordas, incapaces de comprender el mundo.

El problema se agudiza cuando el ego desborda al individuo y vierte en la colectividad, porque su potencial lesivo crece exponencialmente. El EGO colectivo es aquel que no solo no se ve compensado por el entorno, sino que se ve re-compensado, que no solo no es reprimido, sino fomentado por él. Sería como si ese niño mimado del que hablamos, en el momento de hacerse adulto, en vez de encontrar un freno externo a la expansión de su visceralidad, se retroalimentara continuamente de lo que lo rodea.

Y aquí pasa algo parecido a lo que ocurre con las hipóstasis trinitarias o con los avatares de Visnú: cuando el ego convoca a muchas personas alrededor de un aglutinante común, despliega varios perfiles, aunque el fenómeno subyacente a ellos es el mismo. Esas diferentes fisonomías son más o menos virulentas según el contexto en el que tengan lugar: racismo, cuando se centra en una exaltación de mi raza frente a las otras razas, fanatismo religioso, cuando se centra en una exaltación de mi Dios frente a los ateos o a los fieles de otros credos, nacionalismo, cuando se centra en una exaltación de mi nación frente a las otras naciones… En cualquiera de estas encarnaciones, el ego colectivo realiza una sencilla operación: privilegia un aspecto más o menos contingente de lo que soy y hace que trascienda del resto de mis características, convirtiéndolo en medular y otorgándole la posición central. Los demás atributos que me conforman pierden consistencia ante esta dislocación, se desdibujan. Así, puedo ser bueno o malo, tonto o inteligente, fuerte o débil, justo o injusto, egoísta o generoso…, pero esas variables no entran en la ecuación y por tanto no alteran el resultado. Es algo parecido a lo que ocurre cuando una ciencia determinada adopta una perspectiva formal ignorando aquellos rasgos del mundo que quedan fuera de ella.

Esta manera de proceder difiere de la del ego individual, que funciona como un todo y puede activarse en cualquier momento ante cualquier circunstancia. La necesidad que tiene el ego colectivo de limitar su alcance a una parcela específica (religión, raza, etc.) le viene impuesta fundamentalmente por dos motivos. El primero es que la humanidad como conjunto no es un buen recipiente para él, no puede sustentar sus pretensiones de grandeza de manera indefinida sin empezar a hacer aguas, porque acaban naciéndole disidencias por todas partes. Así le ocurrió con la Biología, que, sin la más mínima consideración, lo ubicó en el linaje de los chimpancés. O con la Astronomía, que lo apeó del centro del universo a una órbita cualquiera de una pequeña estrella en la periferia de una galaxia perdida. O con la neurociencia, que lo despojó de su alma y lo dejó huérfano de Dios. Escalón a escalón, desengaño a desengaño, se le fue descabalgando hasta descender a un lugar en el que la evidencia de su medianía se le hizo irrespirable. Por eso buscó asilo en regiones con un aire menos viciado, más pequeñas, pródigas en terrenos feraces donde cultivar fecundamente su espejismo, en las que pudiera sentirse libre de la influencia perniciosa del escepticismo y la crítica. El segundo motivo para esa necesaria fragmentación de su actividad es el más importante. El ego colectivo de la humanidad como totalidad carece de una pieza esencial, en realidad, de su piedra angular, de la savia primordial que nutre a todo ego: el otro.

El ejemplo más claro es el del nacionalismo (aunque los mecanismos del gregarismo son centrales también a las demás manifestaciones). Si resulta que mi entorno, las personas que me rodean, no solo no me dicen que no soy el mejor ni el más guapo ni que no es cierto que los demás sean malos conmigo en tanto que yo soy bueno con ellos, sino justamente lo contrario, entonces, el ego, ya de por sí tendente a pensar eso, se desboca. Y tal cosa, sin que yo sea consciente de ello, supone una liberación. Ese ego colectivo es el bendito lugar donde puedo resarcirme del dolor acumulado a lo largo de los años al tener que combatir mis ansias naturales de elevarme a los altares, el bálsamo que mitiga tanto tiempo considerándome maltratado e incomprendido. Es en ese ego común donde puedo volver a encontrarme y satisfacer todos esos impulsos reprimidos, toda esa frustración, todo lo que se me ha negado en la vida. ¡Ahora ya puedo redistribuir sin reservas la culpa a mi antojo y según mi conveniencia! ¡Por fin mi duendecillo interno puede dejar de esconderse! Porque mi entorno, los demás (al menos, los que me importan, los más cercanos) lo ven como yo. Si tantos vemos lo mismo, no podemos estar equivocados. Por fin podemos redimir a nuestro ego y no solo sufrirlo en silencio, sino gritarlo al viento. Podemos salir a las calles, cantarlo y compartirlo catárticamente con una multitud que se une en esa purificación mágica, en ese revertir el dolor de la madurez y el crecimiento, en ese deshacerse de la dañina necesidad de contemplar al otro como alguien esencialmente igual a mí. Ahora mi YO se transforma en NOSOTROS, y solo nosotros nos bañamos en esas aguas primigenias, en ese amnios común, que nos congrega a los elegidos. Y esa facultad que se me confiere de ensalzarme, de liberarme de las constricciones impuestas a mi sentimiento de superioridad, se propicia en mí desde muy temprana edad, como cuando de pequeño me enseñaban a sujetar mi ego, pero a la inversa. Acontece epitelialmente, por absorción continua e inadvertida, y se va extendiendo gradualmente hasta hacerse conmigo a través de multitud de microgestos cotidianos que van calándome y dando forma a mi modo de percibir el mundo. Como cuando, entre muchos otros ejemplos que podrían ofrecerse, mi padre me lleva al fútbol y grita consignas iracundas contra el equipo contrario y canta loas conmovedoras a favor del propio. Y esas narrativas acerca de algo contingente (en este caso mi equipo de fútbol, el fragor de la grada) se van naturalizando en mí de manera irreflexiva. Mi entorno potencia ese ego colectivo en el momento en que crezco para que crezca conmigo, como mi propio idioma, como mis propios ademanes, como una segunda piel. Así, cuando sea mayor, como ocurre con la lengua materna, que aprendí de niño y siempre va conmigo, también me acompañará este ego colectivo, y al igual que supondrá para mí un esfuerzo considerable aprender de mayor un lenguaje foráneo, me resultará dificilísimo entender la visión del otro, comprender que él también tiene un ego colectivo desbordado, tan absurdo e inconsistente como el mío. Y, como en un idioma que no comprendo, las palabras del otro, sus argumentos, me sonarán a chino, y no solo no los entenderé, sino que ni siquiera los querré oír. Y aunque quisiera no podría, pues las razones ajenas devienen murmullo inaudible que se pierde en el clamor de nuestra canción. Ahora, con este ego colectivo, a diferencia de lo que ocurría con mi ego personal, me siento libre. Y, aunque a primera vista pueda parecerlo, este ego no es esencialmente distinto al individual. No se trata de un sentimiento que “comparta” con los demás (porque el sentimiento, por naturaleza, es algo fisiológico, algo que solo se puede experimentar individualmente), sino del mismo bebé que se siente superior, que desea todo y lo desea ya, pero que, en un determinado ámbito de ese deseo, no solo no tiene que reprimirlo, sino que puede expresarlo, y además sin necesidad de buscar ninguna justificación. Ahora ya puedo, no solo pensar, sino también gritar, que soy mejor que los demás, que los otros son malos, que me lo deben todo, que no me entienden, que no me merecen. Porque las gentes que tengo a mi alrededor, los que son como yo, no solo no me van a rechazar y a decir que soy un ególatra, un paranoico o un iluminado, sino que me van a apoyar, van a gritar conmigo y van a fundirse en ese crisol maravilloso e infinito que es el AMOR A UNO MISMO. Y no solo eso, sino que podré fabricar cosas (banderas, canciones, etc.) que lo simbolicen. Si hubiera hecho eso con mi ego particular, se habrían reído de mí, pero haciéndolo ahora bajo el paraguas de este ego colectivo, no solo no se ríen, sino que me animan y comparten esa simbología que explica al mundo lo estupendo que soy.

3. Credo quia absurdum

Solo hay una manera fiable de edificar nuestro conocimiento y es mediante la intersubjetividad, a través del cotejo sistemático de nuestra experiencia y razonamientos con los de los demás. Ese es el único faro que nos evita extraviarnos en la oscuridad de nuestras propias fabulaciones. Pero como ese feedback continuo cuando se aplica al campo del ego colectivo funciona en un circuito cerrado, selectivamente, es decir, solo proviene de mi grupo, produce unos efectos insólitos en la forma en que construyo mi visión del mundo. Uno de los más extraordinarios es que me faculta, al igual que le ocurría a Alicia, a atravesar la madriguera para vivir en un universo paralelo. Es más, como hunde sus raíces en los terrenos abisales de la emoción compartida, lejos de la molesta luz de la razón, puede permitirse, al cocinar su guiso, no solo aflojar los cabos que tratan de amarrarlo a la realidad, sino derogarla completamente, abolir los requisitos epistemológicos para cosechar verdad y entronizar en su lugar al pensamiento desiderativo. Eso permite, por ejemplo, que todo lo que se pueda asignar a ese ego colectivo se me comunique por arte de magia a mí, eucarísticamente. Así, si un connacional mío es premio nobel de matemáticas, me transmite el premio y el mérito del mismo (independientemente de que yo conozca o no los rudimentos de la aritmética o me importen un comino), si gana mi equipo de fútbol, gano yo (independientemente de que sea capaz de chutar un balón), y si hace mil años un tipo (inventado o no, eso es lo de menos) asociado a mi ego colectivo hizo algo bueno (da igual que no lo fuera, o que no lo fuera para otros) se me traspasa automáticamente parte de su gloria. Y viceversa, por arte de birlibirloque, las cosas malas que hicieron gentes vinculadas a mi ego colectivo desaparecen como si nunca hubieran existido y no me tocan, no me representan, no me manchan, no tienen nada que ver conmigo. ¡Es maravilloso! Ese diálogo interior, esa historia que me contaba continuamente a mí mismo, ahora nos la contamos unos a otros de manera coral y la repetimos cual mantra goebbeliano, y la denominamos Historia. Y convertimos la Historia en el más eficaz eslogan publicitario, aquel que va dirigido al mismo público que lo produce. Y aquí también utilizamos tijeras y pegamento para cortar lo que no encaja y añadir lo que conviene, pero, al contrario de lo que ocurriría si lo hiciera con mi ego particular, en el colectivo, no solo puedo inventarme cosas, sino que, además —y esto es lo novedoso y liberador—, expresarlas sin temor ni subterfugios; aquí sí puedo decir que todo lo que “he hecho”, “mi” recorrido a lo largo de las centurias, ha sido glorioso, épico, geológico, mucho mejor que la Historia de los otros. Si yo fuera diciendo por ahí que mi biografía es genial y haciendo monumentos a los momentos maravillosos en los que hice esto y aquello, la gente me diría que estoy chiflado, que muchas de las cosas que hice no ocurrieron como las cuento y que algunas de ellas, en vez de ser algo encomiable, fueron reprobables, y que eso que me puso tan alegre a mí hizo daño a otras personas, y que, en definitiva, soy un cretino. Sin embargo, con el ego colectivo, sí puedo hacerlo impunemente y repetirlo hasta la saciedad. Levanto monumentos a esa historia inmaculada y fabulosa (en ambos sentidos de la palabra) que narra mis hazañas y refuta las de los demás, y me apoyo en numerosos eruditos, afectos a la causa y alumnos aventajados de la distopía de Orwell, que se afanan incansablemente en buscar argumentos en pro de lo extraordinario que soy y en echar por tierra los de los que se atreven a negarlo. Y esta memoria selectiva y maquillada se dota en el ámbito de la amnesia colectiva de una inmunidad de la que no goza en el de mi olvido personal, porque este es continuamente refutado por la memoria de los otros y aquella no. Aquí no solo puedo, si me place, inventarle rabo al perro de san Roque, sino también aseverar, sin pararme a distinguir si es verdad o no, que lo que dicen los demás son mentiras, y permitirme creer a pies juntillas aquello que afirman los que con sus palabras me sostienen. Contemplo a los otros cuando cantan gozosas alabanzas a su ego colectivo como personas disparatadas y pretenciosas, mientras que reconozco en los que ensalzan y glorifican el mío a gente juiciosa y veraz. Y si, individualmente, tengo un complejo de inferioridad, porque mi ego se ha visto herido por los demás, porque quizá no me atreva a mostrarme a ellos por miedo a que no sepan valorarme, por temor a que me rechacen, el ego colectivo me limpia y libera una vez más, ya que en él se diluye mi inferioridad y, al ser parte de esa imagen colectiva, de esa esencia perfecta, mis errores se desvanecen y mis defectos se borran.

De esa olla pueden salir guerras, odio, muerte, lo que sea. Da igual. Ahora no están mis padres o mis maestros o mis amigos para decirme que no soy el mejor y que no puedo quererlo todo. Ahora quien me dice eso es el enemigo. Y ese enemigo, al que deshumanizaré, porque es algo diferente a mí, algo distinto a mi ego, solo podrá inspirarme dos cosas: odio o temor. Y, sin que lo reconozca públicamente, crecerá en mí el deseo —aunque solo sea en forma de ensoñación— de exterminarlo. Pero mi ego colectivo ignora que necesita a ese enemigo, porque sin él, sin el otro, simplemente dejaría de existir. Y también ignora que, paradójicamente, esa expansión irrefrenable, ese ser parte del todo frente a lo otro, en vez de ensancharme, de hacerme más grande como individuo (que, a fin de cuentas, es mi más oscura pretensión) imprime en mí cierta cualidad ovina, me convierte en un simple vector más de un sistema de fuerzas que apuntan todas a un mismo lugar. Me atomiza, me empequeñece, hace de mí algo más mezquino y, sobre todo, menos sabio. Asimismo, mi ego desconoce que se encuentra en una situación especular, que ese otro, ese enemigo, pertenece a un colectivo sujeto a las mismas dinámicas que el mío, y que, si yo hubiera sido socializado en él, insertado en su núcleo en el mismo momento en el que lo fui en mi propio colectivo, en el momento más vulnerable de mi vida, cuando apenas era mayor que un grano de arroz, cuando me hallaba imantado y todo lo engullía, ahora, en estos instantes, mi enemigo sería precisamente yo. Pero como no fue así, sino que el azar me situó en otro lugar, mi enemigo es ese que yo sería: el otro.

Y si ese enemigo es muy fuerte, sufriré, y ese dolor terrible que supone el hecho de que se me lleve la contraria, que no se me entienda, que no se me trate como merezco, se enquistará en mis vísceras y me llenará aún más de odio, y acumulará en mí rencor y resentimiento. Entonces volveré a ser aquel niño que explota en una rabieta terrible, porque no le dejan la pelota del otro niño, y quiere que se muera ese niño y que se mueran los profesores y que reviente el mundo y que le comprendan de una vez y dejen de hacerle sufrir. En el peor de los casos, en el escenario más extremo, me convertiré en un terrorista y estallaré por el aire llevándome conmigo al mayor número de personas injustas y malvadas que no han sabido entenderme y que me han atacado injustificadamente (aunque yo diré que lo hago porque han pecado contra Dios). Y antes de morir pensaré que por fin se hace justicia. Y en el menos malo de los casos, aquel en que no lleve mi agresividad a las últimas consecuencias, me convertiré en una persona resentida, acrítica, incapaz de comprender a los demás, y dispuesta a perpetrar contra otros las injusticias que real o imaginariamente alguien ha cometido conmigo.

4. Mirar a los ojos de la Gorgona

 Naturalmente, ni todo es igual ni nada ocurre porque sí, y si en este escrito se meten en el mismo saco diversos fenómenos, es únicamente a efectos aproximativos. En ningún caso se busca ofrecer una explicación reduccionista de los mismos, ni se insinúa que lo que aquí se llama ego agota toda la vida psíquica inconsciente. Es solo una tentativa muy limitada de encontrarles un mínimo común denominador, reconociendo que, a medida que se acerca uno a un objeto, se va perdiendo perspectiva del mismo, por lo que, cuando el objeto es el propio instrumento de percepción, la perspectiva tiende a cero. Lo único que se pretende es poner en cuestión ciertos relatos naturalizados por las gentes de manera inadvertida, originados y mantenidos en compartimentos estancos tanto a la crítica externa como a la interna. Eso no significa que los procesos cognitivos involuntarios de categorización e identificación sean en sí anómalos —todo lo contrario, es nuestra manera de relacionarnos con el mundo— ni que el sentimiento de pertenencia al grupo no sea funcional en el desarrollo psicoafectivo de la persona. Es más, hay factores que pueden no solo explicar, sino en alguna medida excusar, que ese ensimismamiento, a priori normal, se convierta en patológico en algunos individuos y en algunas comunidades. Por ejemplo, en el caso individual, que obedezca a mecanismos de compensación del sujeto si, por ejemplo, este ha sufrido en la etapa de formación una minusvaloración proveniente de su entorno. O, en el caso de ese repliegue tribal exacerbado de algunas comunidades, que responda a procesos de aculturación de sus miembros o a contextos de hostilidad o explotación de la comunidad propia por parte de otros grupos. También hay que tener en consideración lo difícil que es eludir la vis atractiva de estos fenómenos que penetran capilarmente el tejido social, y lo cuesta arriba que puede llegar a hacerse el marchar con el paso cambiado. Es precisamente esta dificultad de hurtarse consciente o inconscientemente a esas poderosas fuerzas centrípetas ubicuas en nuestra cotidianeidad lo que explica la adhesión de tantos individuos a sus posicionamientos maximalistas y la adopción de patrones de conducta que les son propios (ya sea por mimetismo, introyección, presión del entorno, violencia simbólica contra el disidente, etc.). A veces, ir a contracorriente resulta caro. Asimismo, no todas las manifestaciones de gregarismo visceral son igual de nocivas. Pero, aunque se pueda (y se deba) hallar explicaciones a cada una de estas dinámicas perversas, convendría tener presente, aunque no siempre sea fácil hacerlo, que explicar algo, o incluso disculparlo, no significa en modo alguno justificarlo. Vivir en una mentira no es difícil y forzarse a ver la realidad duele. Por eso nos resistimos con uñas y dientes cuando alguien hace ademán de arrebatarnos las anteojeras, como si estuviera intentando obligarnos a mirar a los mismísimos ojos de la Gorgona. Y como es inútil tratar de sustraernos a nuestra propia naturaleza, no nos queda otra que acostumbrarnos a vivir con ella. El ego es parte de la condición humana. El problema no es tanto la existencia del monstruo como su invisibilidad. No podemos pretender que únicamente exista Jekyll, pero sí esforzarnos proactivamente por desenmascarar a Hyde. 

[*] «I, Me, Mine» es el título de una canción de los Beatles.

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2017

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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