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José A. Estévez Araujo

Guía ilustrada de la Nación

El Procés de independencia de Catalunya plantea, entre otros, el problema de la delimitación de la nación española. Se discute la cuestión de si los habitantes de España pertenecen todos a una única nación o si existen diferentes naciones en el territorio español. La primera postura queda reflejada en la constitución española cuando señala que “se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española”. La segunda se puede encontrar en el preámbulo a la Llei del Referéndum donde se dice que “El Parlament de Catalunya ha expressat de manera continuada i inequívoca el dret de Catalunya a l’autodeterminació. Així es va manifestar en la Resolució 98/III, sobre el dret a l’autodeterminació de la nació catalana, adoptada el 12 de desembre del 1989”.

La cuestión de fondo que confronta a ambas partes es dónde reside la soberanía. La constitución dice que “La soberanía nacional reside en el pueblo español”. La llei del referéndum dice que «El poble de Catalunya és un subjecte polític sobirà i, com a tal, exerceix el dret a decidir lliurement i democràticament la seva condició política». Aunque la Llei usa más el término “pueblo” que el término “nación” también afirma que, en la convocatoria del referéndum de autodeterminación, “hi conflueixen la legitimitat històrica i la tradició jurídica i institucional del poble català –només interrompuda a llarg dels segles per la força de les armes, amb el dret d’autodeterminació dels pobles”. La referencia a la historia y a la tradición parece poner de manifiesto que se está hablando del pueblo catalán como una comunidad con una identidad nacional.

La cuestión de qué es una nación es especialmente importante si no para resolver el debate, al menos para intentar desentrañarlo. Aquí la abordaremos empezando por exponer la noción de nación defendida por un nacionalista “progresista”, Xosé Manuel Beiras. Sus ideas nos servirán para determinar lo que podríamos llamar la «concepción nacionalista de nación» y los mitos que contiene.

Beiras señala en un texto sobre el tema [1] que la nación es una “comunidad de destino” y que la historia común es la “causa eficiente” que la produce. Las naciones no son, pues, entidades efímeras, sino que tienen un pasado y un futuro. Generalmente la duración histórica que se atribuye a las naciones es desmesuradamente prolongada. A mí me explicaron en la escuela que los españoles habían “reconquistado” la península durante una guerra que se prolongó nada menos que ocho siglos terminando a finales del XVI. Eso implica que ya existían españoles en el siglo VIII y que la Reconquista fue la recuperación de su territorio nacional previamente perdido por la invasión de los «moros». Cuando a un niño pequeño le inculcan esto, la versión aprendida y sus implicaciones se convierten en un punto de referencia de su conciencia histórica. Es necesario hacer un gran esfuerzo para desaprender el mito y entender cómo fue realmente la historia. Por ejemplo, es preciso aprender que las naciones son un fenómeno muy moderno (del siglo XIX) para darse cuenta de que hablar de “españoles” en el siglo VIII (o en el XVI puesto el caso) es algo, cuanto menos, engañoso.

La expresión “comunidad de destino” (que evoca lo que aprendíamos en FEN: “España es una unidad de destino en lo universal”) transmite la equívoca idea de que las naciones son “comunidades”. En sentido estricto, sólo debería hablarse de comunidades en el caso de pequeños grupos que pueden interactuar cara a cara y cuyos miembros se conocen personalmente entre sí. Muchos pueblos “primitivos” estudiados por los antropólogos son comunidades en ese sentido. Pero cuando hablamos de conjuntos integrados por millones de personas, la expresión «comunidad» no resulta adecuada. Tiene unas connotaciones que no se corresponden con lo que en realidad es una «sociedad anónima» cuyos miembros ni se conocen ni se conocerán nunca entre ellos y ni siquiera sabrán de la existencia los unos de los otros.

Esta visión de la nación como una comunidad se puso de manifiesto, por ejemplo, en el llamamiento del vicepresidente de la ANC el 30 de enero de 2018 en el que dijo «no permitiremos enfrentamientos fratricidas entre hermanos» refiriéndose a las desavenencias entre los partidos independentistas. Aquí la nación no solo es una comunidad, sino que es también una familia. Algo similar a las comunidades primitivas en las que sus miembros están vinculados por los lazos de parentesco.

La tesis de que la historia común es la «causa eficiente» del nacimiento de las naciones defendida por Beiras tiene connotaciones tramposas. Las naciones no son un producto espontáneo del devenir histórico. Es decir, no son el resultado automático de la acumulación de una serie de episodios. No son el fruto aleatorio de un acontecer casual. Las naciones tienen individualmente algún tipo de base histórica, pero son consecuencia de un proyecto político consciente y deliberado. Se fundan mediante la selección de una serie de hechos diferenciales que se vehiculan para construir una identidad común. En el caso de Catalunya, por ejemplo, el proyecto político de crear una nación se remonta a la pérdida de las colonias españolas y la consiguiente crisis del 98. España se había constituido como un imperio y no como una nación y su paso a ser una potencia de segundo orden creó una fuerte crisis de identidad. La burguesía catalana dejó de ver sentido al proyecto español y se afanó en construir uno propio. Esto no tiene nada de excepcional. Es un proceso que se repite en la construcción de todas las naciones europeas. El caso de Catalunya es un ejemplo de manual.

Beiras afirma en su texto que «la Nación [con mayúscula] es lógica e históricamente previa -preexiste- al Estado [también con mayúscula]». Esta afirmación es radicalmente falsa. En la historia europea son los estados los que construyen las naciones. Éstas son el resultado de un proceso de homogeneización brutal sobre unas diversidades previamente existentes. Las lenguas, por ejemplo, experimentan dos momentos especialmente intensos de homogeneización: uno, con la invención de la imprenta, el segundo con la implementación de la escuela obligatoria (se podría añadir un tercero: la difusión de la televisión). En ese sentido, hablar de la base histórica de las naciones tiene sus complicaciones. No es que haya una serie de rasgos que se vayan decantando como los cantos rodados de un río, sino que se construye una narrativa del pasado para, por utilizar la expresión de Hobsbawm, construir “tradiciones inventadas”. Con esto no se quiere decir que las naciones o las identidades nacionales sean meros fraudes, sino que en la construcción de esas entidades se incluyen una serie de mitos y se realizan procesos de naturalización.

Ahora bien, visto el carácter relativamente tosco de los relatos acerca de la nación, es preciso preguntarse de dónde extrae su fuerza movilizadora el nacionalismo.

Una de las explicaciones que se dan de esta capacidad movilizadora es que utiliza poderosos mecanismos pasionales. Este tipo de postura suele ir acompañada de actitudes hostiles hacia el nacionalismo. Una ilustración extraída del Procés es la alocución de Vargas Llosa al final de la manifestación convocada por Sociedad Civil Catalana en octubre de 2017. En su discurso, el escritor peruano afirmó que el nacionalismo moviliza impulsos irracionales. Los independentistas estarían azuzando las pasiones. En particular la «peor de todas ellas» la «pasión nacionalista». Por el contrario, él mismo y los asistentes a la manifestación estaban «armados de ideas y razones».

Resulta llamativo que todo un premio Nobel no se diera cuenta de que estaba participando en un acto nacionalista: en una movilización de afirmación nacional española convocada en contraposición a las movilizaciones de afirmación nacional catalana. Vargas Llosa estaba ante un público que enarbolaba banderas españolas o se envolvía en ellas. Hizo referencia a uno de los mitos del nacionalismo español: que España nació con los Reyes Católicos. Mientras, el público jaleaba «Puigdemont a prisión». Sin embargo, para el escritor peruano los nacionalistas eran «los otros». Él no estaba exaltando pasiones nacionalistas, sino transmitiendo mesuradamente razones e ideas.

Lo que resulta cuestionable de esta explicación es el destierro del nacionalismo al reino de lo irracional. La concepción tradicional de la relación entre razón y pasiones en que se basa esa tesis está completamente trasnochada. De acuerdo con ésta, las pasiones tienen un carácter peligroso y la razón es digna de toda confianza. Por tanto, es necesario que la segunda domine a las primeras. La peligrosidad de las pasiones deriva de su enorme capacidad de impulsar la conducta y de su carácter incontrolable. Eso les confiere una amenazadora capacidad destructiva.

Los neurocientíficos contemporáneos ponen en cuestión esa distinción radical entre razón y emoción. El homo economicus, un modelo de «racionalidad», sería incapaz de tomar decisión alguna sin la contribución de las emociones. El aparato racional y el aparato emocional de un ser humano tienen que cooperar para que éste pueda decidir. Damasio lo demostró experimentalmente, analizando la conducta de personas que habían sufrido lesiones en el lóbulo frontal. Probó que la orientación emocional resultaba necesaria incluso para tomar decisiones meramente instrumentales. Quienes tenían desconectada la amígdala y el lóbulo frontal eran incapaces de decidir ni siquiera qué día y hora les iba mejor para la siguiente visita [2].

Una versión más sofisticada que la de Vargas Llosa y que pretende también explicar la movilización nacionalista por el recurso a mecanismos irracionales es el denominado «primordialismo». Se trata de una teoría utilizada por los antropólogos para dar cuenta de los enfrentamientos étnicos y nacionales. El término «primordialismo» se refiere a una serie de sentimientos considerados básicos o primordiales: los que las personas experimentan hacia los miembros del grupo familiar. Son vínculos afectivos que crean lazos muy fuertes y que, a la vez, pueden desencadenar conductas agresivas frente a quien amenace a la familia. Los enfrentamientos étnicos o nacionales se explicarían por la extrapolación de esos sentimientos básicos a grupos mucho más amplios. La etnia o la nación serían vistas y sentidas como una gran familia [3].

El enfoque primordialista está íntimamente ligado al colonialismo y a la idea de progreso. Esta forma de atavismo sería una característica de los pueblos primitivos, pero la irracionalidad de éstos puede superarse mediante procesos modernizadores: ésa sería la misión del colonialismo. La «modernización» comprendería entre otras cosas, transformar a las personas en individuos, implantar una economía de mercado, instaurar sistemas representativos como los de las naciones occidentales y establecer sistemas de educación obligatoria. Con esas mejoras, los pueblos dejarían de ser «primitivos» y esos impulsos atávicos que les llevaban a sangrientas guerras étnicas desaparecerían o al menos serían contenidos por medio de la razón modernizadora.

Los enfrentamientos étnicos y nacionales a los que se refiere el primordialismo son enfrentamientos internos o civiles. Sin embargo, la modernización no los ha impedido. Yugoslavia era un estado moderno en muchos sentidos (Sarajevo había sido sede olímpica) y, sin embargo, se desintegró por una sucesión de sangrientas guerras étnicas. Estos enfrentamientos se reproducen también en democracias largamente asentadas, como lo demuestra la proliferación de partidos racistas en Europa. La actitud y, en ocasiones, la conducta de sus miembros respecto de los inmigrantes no es muy diferente de la hostilidad étnica estudiada por los antropólogos. La tesis que propone el primordialismo parece, pues, inadecuada. La vía de la modernización entendida como la occidentalización del mundo, o no controla suficientemente esos mecanismos atávicos, o bien, el diagnóstico primordialista es equivocado.

Uno de los errores (o falsedades) del primordialismo es no tener en cuenta que los enfrentamientos étnicos, especialmente en África, fueron promovidos por las potencias coloniales. Éstas trazaron fronteras arbitrarias que no se correspondían con las divisiones étnicas. Pero, sobre todo, se apoyaron en unos grupos en contra de otros para ejercer su dominio colonial. La excepcional novela Medio sol amarillo de Chimamanda Ngozi Adichie pone de manifiesto la responsabilidad de la administración colonial inglesa en los enfrentamientos subsiguientes a la independencia de Nigeria y, en particular, en la guerra de Biafra.  Otro error del primordialismo es que éste presupone la existencia de unos sentimientos y emociones naturales en los seres humanos. Sin embargo, las emociones y sus manifestaciones están moldeadas culturalmente. Lo que hoy día entendemos por amor (dentro de la pareja) es un producto histórico. Ese tipo de sentimiento no se daba en los matrimonios hasta épocas relativamente recientes, según los historiadores de la vida cotidiana. Aprendemos a sentir y a expresar nuestras emociones como parte de nuestro proceso de socialización. Ahí estriba la debilidad de afirmar que son los sentimientos familiares extrapolados los que explican los enfrentamientos étnicos y nacionales. No existen sentimientos familiares universales, ahistóricos y pre-culturales. No se pretende con esto decir que en las movilizaciones nacionalistas no intervengan elementos emocionales, sino que la relación entre razón y emoción es enormemente compleja. Decir, como Vargas Llosa, que el nacionalismo es irracional y la democracia racional no aporta ninguna comprensión del nacionalismo y sólo sirve para descalificarlo. Probablemente, lo que le falta hoy día a las democracias es, precisamente, la capacidad de despertar pasiones.

Hemos descartado por mítico el relato de la Nación y por simplista la tesis de la irracionalidad de los movimientos nacionalistas. Ninguno de los dos sirve para explicar la capacidad movilizadora del nacionalismo en general, ni del Procés en particular.

Llegados a este punto, puede resultar de utilidad explicativa la tesis de Benedict Anderson (el hermano de Perry) de que la nación es una comunidad «imaginada» [4]. Eso quiere decir que existe sólo en la mente de las personas, concretamente, en su imaginación. Los miembros de una nación se imaginan una identidad compartida que crea una relación horizontal con todos sus connacionales.

El hecho de que los rasgos que se atribuyen a la nación sean imaginados no les niega efectividad a la hora de movilizar a las personas. Lo imaginario no es lo mismo que lo fantástico. Muchos soldados han ido a la guerra y han resultado muertos o heridos por defender a su «patria».

La imaginación tiene la capacidad de evocar cosas que no están presentes. También puede representarse cosas inexistentes, algunas de las cuales son posibles. La imaginación puede convertirse, pues, en la fuente que está en el origen de los proyectos transformadores.

Los mecanismos capaces de hacernos imaginar la nación son propios del denominado por Anderson «capitalismo impreso». Los periódicos crean la posibilidad de que grandes conjuntos de personas presten atención simultáneamente a una cuestión o acontecimiento. Eso genera una sensación de conexión. El tema está presente en la mente de todos. Cada uno de nosotros lo sabe. Podemos sacar ese tema para conversar con cualquier desconocido. No nos conocemos personalmente unos a otros, pero sabemos en qué están pensando los demás, aunque ni siquiera sepamos de su existencia. Basta examinar la conexión que genera una final europea o mundial de fútbol en la que participe “nuestra” selección, o un acontecimiento que haya ocupado las primeras páginas de los periódicos, como los sucesos de agosto de 2017 en las Ramblas de Barcelona.

Anderson se queda en el capitalismo impreso. Hoy tenemos que añadirle el capitalismo audiovisual y el capitalismo digital. La televisión potencia enormemente la capacidad de que un acontecimiento sea visto simultáneamente por millones de personas. La fuerza es aún mayor si se añaden los recursos de Internet y las redes sociales. Puede que no exista una comunidad en el sentido de Tönnies, es decir, un conjunto de relaciones basadas en el conocimiento personal y en las interacciones cara a cara. Pero la potencia de la simultaneidad dota a la imaginación de la capacidad de evocarla como existente.

En el caso del Procés, la fuerza de la comunidad imaginada ha resultado enormemente intensificada. Los medios de comunicación se han ocupado del tema en sus primeras páginas continuadamente durante muchos meses. Las redes sociales han servido para articular las movilizaciones. A través de éstas, el tema del Procés se ha convertido en un trending topic permanente. Quienes vivían en Catalunya sabían que el Procés estaba en la mente de todos los demás. También sabían que había muchas personas que concordaban con ellos. Además, las movilizaciones multitudinarias confirieron a la comunidad imaginada una suerte de realidad tangible.

Como se ha señalado, la imaginación tiene capacidad proyectiva. Nos permite representarnos cosas no existentes, pero posibles. Los proyectos parecen tener tanta o más capacidad movilizadora de los grupos que las identidades construidas retroactivamente. Más que el relato mítico del nacionalismo, la movilización suscitada por el Procés ha sido producto de un proyecto: la independencia de Catalunya. En este supuesto concreto hay que mirar más hacia el futuro que hacia el pasado para entender la capacidad movilizadora del Procés. Los catalanes no se movilizaron porque su sistema «constitucional» (sic) hubiera sido abolido después de 1714. Tampoco se movilizaron en realidad por la decisión del tribunal constitucional en relación al Estatut. Se levantaron movidos por un proyecto de futuro: construir una república catalana. Esa era la base de la ilusión y el contenido de la imaginación. España no tenía un proyecto equivalente. Su único proyecto era impedir la realización del proyecto catalán.

La intensidad de la comunidad imaginada, unida a la existencia de un objetivo compartido explican la fuerza movilizadora del nacionalismo catalán mucho mejor que las remisiones al irracionalismo. Sin embargo, es necesario analizar las características de ese proyecto para completar la explicación.

Algunos elementos de lo que Laclau denomina «populismo» pueden resultar útiles en este punto, aunque esto no significa estar de acuerdo con su concepción del fenómeno populista [5]. Lo que nos puede resultar útil son las ideas de «significante vacío» y de «agregación de demandas». Laclau concibe la dinámica político-institucional en términos de demandas. Los ciudadanos plantean exigencias a las instituciones y éstas responden a ellas. Cuando son incapaces de hacerlo, se genera una crisis institucional. En ese contexto, se abre la posibilidad de la utilización de mecanismos populistas. Uno de ellos son los significantes vacíos. Se trata de «palabras» que no tienen ningún significado preciso. Esta característica les permite agregar demandas muy diferentes e, incluso, contradictorias. Cada cual confiere al significante vacío el sentido más acorde con sus propias exigencias. Muchas palabras o expresiones han sido utilizadas de ese modo en muy diversos contextos: «democracia», «progreso», «regeneración» o «America first». La independencia de Catalunya ha funcionado, si no como un significante vacío, sí como un concepto vago susceptible de agregar demandas de naturaleza muy diferente.

Cuando a mí me preguntan si estoy a favor de que Catalunya sea independiente, mi respuesta es «depende de para qué». ¿Qué tipo de proyecto socioeconómico desarrollará esa república independiente? ¿Existe una voluntad decidida de reducir las desigualdades sociales? ¿Dejaremos de ver gente sin hogar, durmiendo en la calle? ¿Se crearán expectativas de trabajo digno para los jóvenes? ¿Seremos independientes de la Troika y del Banco Central Europeo? ¿Cómo se distribuirán los costes generados por el proceso de independencia, que serán, previsiblemente, de gran magnitud? Esas son preguntas generalmente dejadas sin respuesta y que revelan un componente populista en la formulación del proyecto supuestamente común del Procés. En la independencia pueden proyectarse aspiraciones muy diversas e incompatibles entre sí. Eso, unido a la intensificación de la imagen de comunidad, puede servir para entender, al menos en parte, la fuerza movilizadora que el independentismo ha demostrado tener.

 
Notas

[1] El texto se titula «Las ‘cuestiones nacionales’ en el estado español actual», está incluido en un libro editado por Ana Domínguez, titulado Repensar la España plurinacional, publicado por Icaria en 2017 y reproducido en Sin Permiso el 13 de enero de 2018.

[2] Puede verse, entre otros, DAMASIO, A. R. El error de Descartes: la razón de las emociones. Andrés Bello, 1994.

[3] Sobre el primordialismo y las críticas al mismo, véase APPADURAI, A. La modernidad desbordada. Fondo de cultura económica Buenos Aires, 2001.

[4] ANDERSON, B. Imagined communities: Reflections on the origin and spread of nationalism. Verso Books, 2006.

[5] LACLAU, E. La razón populista. Fondo de cultura Económica, 2012.

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2 /

2018

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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