La lucha de clases, que no puede escapársele de vista a un historiador educado en Marx, es una lucha por las cosas ásperas y materiales sin las que no existan las finas y espirituales. A pesar de ello, estas últimas están presentes en la lucha de clases de otra manera a como nos representaríamos un botín que le cabe en suerte al vencedor. Están vivas en ella como confianza, como coraje, como humor, como astucia, como denuedo, y actúan retroactivamente en la lejanía de los tiempos.
Albert Recio Andreu
Cuatro comentarios sobre el debate de las pensiones
Cuaderno de postcrisis: 6
El debate sobre el futuro de las pensiones es un tema crucial para el futuro de la sociedad, uno de los campos de batalla donde se dirime nuestro modelo social. Y al que en años recientes tenemos que volver en una u otra ocasión. Esta nota es por tanto complementaria de la de Francesc Bayo que publicamos en este mismo número, y de otras anteriores en la que hemos abordado la cuestión. Simplemente trato de discutir cuatro cuestiones que considero claves para el debate y para construir un discurso alternativo a la vez sólido y realista. No entro en una de las cuestiones en la que han incidido los defensores del sistema público, el de que detrás de su demolición están los intereses del sector financiero, su voluntad de participar del pastel en base a desarrollar los planes de pensiones. Y no entro porque por una parte la cuestión es obvia y ya está bien explicada por mucha gente (Miren Echezarreta y la gente de Taifa ha publicado buenos trabajos en esta dirección). Pero, también, porque creo que más allá de este punto hay cuestiones cruciales que merecen por sí mismas atención y propuestas.
1. Pensiones y demografía
El elemento más usado por los defensores de aplicar un recorte fundamental al sistema de pensiones, el que ha justificado la reforma del PP, es la demografía. Tiene la ventaja, para sus defensores, que aparece como un problema “natural”, fácil de explicar y de asimilar por mucha gente. El argumento ha sido repetido hasta la saciedad: en los próximos años se va a jubilar mucha gente, quedará mucha menos gente en el mercado laboral y por tanto los empleados del futuro deberán soportar una carga insoportable para mantener a esta masa de gente ociosa que cada vez vive más años.
El argumento demográfico tiene su parte de verdad y su parte de falacia. La parte de verdad es que va a haber una masa creciente de jubilados que requerirá renta y atenciones. Y que plantea por sí misma dos retos: la necesidad de transferir renta para su sustento y, al mismo tiempo, fuerza de trabajo para garantizar buenos cuidados a una parte de esta misma población.
Lo que en cambio resulta falaz es que la base laboral quede disminuida por el simple efecto de las jubilaciones masivas y la llegada de cohortes poco numerosas al mercado laboral. Este escenario solo es posible en un mundo sin inmigración (o si el mismo proceso se diera a escala planetaria). Hasta ahora siempre, que se ha producido un estrechamiento del mercado laboral a escala local, regional o nacional ha tenido lugar una masiva inmigración, y no hay razones para pensar que ahora las cosas van a ser distintas. Pensar que ahora no se va a dar implicaría suponer, por ejemplo, que los hoteles cerrarán por falta de personal. Esto no quiere decir que la respuesta vaya a ser sencilla. Un proceso masivo de inmigración requiere cuando menos de tres políticas combinadas: educativo- laboral (para garantizar un buen reemplazo de las capacidades laborales), de políticas sociales en un sentido amplio (para acoger adecuadamente a la gente) y político- cultural (para evitar que el proceso dé lugar al rebrote de xenofobias y racismo).
Negar que hay un elemento demográfico que planea sobre el debate de las pensiones me parece estúpido. Denunciar su uso abusivo y falaz no puede llevarnos a “tirar el niño con el agua del baño”. Lo que hay que explicar a la gente es que una sociedad envejecida tiene un enorme potencial de atraer personal, y que cuanto mejor se organice este proceso migratorio mejor y de manera más justa se garantizará el buen funcionamiento social.
2. Pensiones y ahorro
En gran parte de la percepción social persiste la visión de que las pensiones constituyen una cantidad ahorrada en el pasado que simplemente se recupera tras la jubilación. Más o menos como las hormigas que acumulan alimentos en el verano para pasar el invierno. También este planteamiento me parece erróneo. Las pensiones se pagan siempre con la renta anual. Tanto en el sistema de reparto, donde se pagan a partir de las contribuciones presentes, como en el sistema de capitalización, donde se financian con las rentas de capital acumulado por el fondo.
Si la actividad económica presente decae los dos sistemas se enfrentan a parecidos problemas de liquidez. La única forma de garantizar pensiones suficientes en el presente es garantizando una actividad económica y unas normas de distribución de la renta adecuadas. Lo que hacen las contribuciones presentes es, fundamentalmente, consolidar un compromiso social que hay que mantener en cada momento.
Esta confusión es la que por una parte permite a los defensores del sistema de capitalización hacer creer que por el hecho de que se acumule un capital se aumentan las garantías de rentas futuras, sin explicar que los mil elementos que convierten en inestable la actividad económica bajo el capitalismo pueden propiciar un cúmulo de adversidades que pueden ir desde problemas de liquidez hasta la simple y llana destrucción del capital monetario acumulado. Pero tampoco es aceptable pensar que en el sistema de reparto hemos acumulado algún fondo, cuando en realidad hemos estado simplemente adquiriendo el derecho a ser tratados igual que los jubilados presentes. Por tanto, el reto real es diseñar un modelo de distribución de la renta que garantice pensiones dignas, haciendo visible que su garantía depende del buen funcionamiento social.
De este argumento deduzco dos cuestiones prácticas. En primer lugar, que el nivel de pensiones no es independiente de los avatares de la actividad económica y, por tanto, en un contexto de decrecimiento o estancamiento lo que debe plantearse es el debate general sobre las rentas. En segundo lugar, me parece peligrosa la demanda de eximir de impuestos directos a las pensiones con el argumento que ya fueron gravadas en el pasado. Ni está claro que lo fueran —dados los diferentes modelos fiscales y de rentas en el transcurso de un lapso de tiempo tan elevado— ni se trata de un argumento muy consistente. De hecho, una gran parte de los descuentos fiscales que ha obtenido el capital en las últimas décadas se han basado en este argumento de la doble imposición. Hace pensar que la principal respuesta del Gobierno a los pensionistas ha sido anunciar una desgravación fiscal cuando más bien el reforzamiento de las pensiones lo que exige es reforzar los ingresos públicos.
3. El problema de la financiación
Hay un evidente problema de financiación. No sólo porque hay más gente que cobra pensiones y, muchos de los nuevos jubilados, de mayor importe. También porque se ha adelgazado la base de aporte por la caída del empleo y los salarios (sin contar con el uso abusivo que ha hecho el PP de la caja de la seguridad social para financiar generosas subvenciones al empleo). El problema que tienen muchos modelos de Seguridad Social es que basan sus ingresos en los salarios, lo que deja la financiación ligada a los avatares del empleo. Un cambio en la distribución de la renta en favor del capital, como el ocurrido en las últimas décadas, afecta negativamente a su base de financiación. Y al mismo tiempo, los sistemas de pensiones acaban por incluir a personas con muy diferente vida laboral, incluso personas que han contribuido muy poco al sistema (durante mucho tiempo el déficit del sistema se generaba en autónomos y agricultura).
Lo que muestra la crisis actual no es la insostenibilidad de algún sistema de pensiones, sino de seguir financiándolo exclusivamente a partir de salarios. Cualquier sociedad decente debe garantizar rentas adecuadas a su población. Cualquier sociedad con esperanzas de vida como la nuestra debe pensar que una parte de esta población deberá dejar el empleo en algún momento de su vida (volveré más tarde sobre ello). Y, por tanto, lo que debe construirse es un modelo social que garantice este objetivo. La vieja política del estado del bienestar, la que diseñaron los informes de la Comisión Beveridge, confiaron en que políticas de pleno empleo combinadas con una orla de políticas de bienestar (pensiones de paro, enfermedad y jubilación) garantizarían el logro de este objetivo. Pero el neoliberalismo arruinó a la vez la posibilidad del pleno empleo y erosionó los sistemas públicos. Garantizar pensiones dignas exige una nueva “arquitectura social”, exige cambios profundos en la financiación pública y la organización de la vida laboral. Sin ellos, la crisis de las pensiones va a ser recurrente. El mantenimiento del poder adquisitivo sólo es posible en un modelo diferente del actual. (Y tampoco es necesariamente un objetivo a largo plazo, donde lo que hay que garantizar son condiciones de vida aceptables para todo el mundo, algo que supone combinar prestaciones monetarias, prestaciones directas y reorganización de las formas de vida y consumo.)
4. Problemas de equidad
El debate sobre las pensiones y las políticas de jubilación plantea además problemas de equidad difíciles de soslayar, y que tienen implicaciones diversas. Me centraré en dos: la edad de jubilación y la cuantía de las pensiones.
La edad de jubilación es otro de los temas que plantean las actuales reformas, de nuevo con un argumento simplista: como la gente vive más años y con mejor salud, se puede trabajar más tiempo. Lo que esconde este argumento es que ni las condiciones de salud son homogéneas ni las posibilidades de empleo a determinada edad son iguales para todo el mundo. Los defensores de este argumento son a menudo profesores universitarios que realizan trabajos poco estresantes y que efectivamente están en condiciones físicas de mantener una actividad laboral. Y si tienen algún prestigio, tienen incluso posibilidades de encontrar actividades complementarias tras la jubilación. Extrapolar esta situación al conjunto social es una muestra de una enorme ignorancia social (cuando no de un cierto clasismo). Una política equitativa debería reconocer las desigualdades de salud y de otro tipo que existen entre diferentes empleos, y modular la edad de jubilación en función de ello. Algo que seguramente también implica cambios en la propia organización del trabajo.
La segunda cuestión es más complicada y simplemente la apunto. Una respuesta radical a la cuestión de las pensiones (y posiblemente es una de las que tiene probabilidades de imponerse) pasa por garantizar una renta básica a todo el mundo. Un igualitarismo en las pensiones que contrasta con las desigualdades laborales. Si el importe de esta renta básica es suficiente, garantizaría al menos un estándar social aceptable. Que iría acompañado de desigualdades en sistemas complementarios de pensiones, seguramente de mayor nivel que el sistema actual que las acota. Lo peor es que cuando se limita a un sistema de mínimos hay el enorme peligro de que el mínimo sea insuficiente y acabemos teniendo un sistema con pensiones indignas que sólo una minoría podrá complementar con planes privados. Si somos muy insistentes en un igualitarismo radical en las pensiones y, sobre todo, si no abrimos el debate de lo planteado en el punto anterior, existen enormes probabilidades de que acabemos teniendo este último modelo. Avanzar hacia el igualitarismo en sociedades donde la desigualdad está socialmente tan legitimada exige posiblemente estrategias sofisticadas que eviten caer en soluciones nefastas.
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3 /
2018