La lucha de clases, que no puede escapársele de vista a un historiador educado en Marx, es una lucha por las cosas ásperas y materiales sin las que no existan las finas y espirituales. A pesar de ello, estas últimas están presentes en la lucha de clases de otra manera a como nos representaríamos un botín que le cabe en suerte al vencedor. Están vivas en ella como confianza, como coraje, como humor, como astucia, como denuedo, y actúan retroactivamente en la lejanía de los tiempos.
Antonio Antón
Formación y diversidad del sujeto
Clase es una categoría histórica… Ningún modelo puede proporcionarnos lo que debe ser la ‘verdadera formación de clase en una determinada ‘etapa’ del proceso… Lo que debe ocuparnos es la polarización de intereses antagónicos y su correspondiente dialéctica de la cultura… El error previo: que las clases existen, independientemente de relaciones y luchas históricas, y que luchan porque existen, en lugar de surgir su existencia de la lucha (E. P. Thompson, Tradición, revuelta y consciencia de clase, 1979: 38 y 39).
1. El carácter de los sujetos colectivos
Estas referencias iniciales representan bien mi posición sobre el sujeto de cambio. Comparto con mi colega de la Universidad Autónoma de Barcelona y excoordinador de En Comú Podem, Xavier Domènech, una primera valoración: E. P. Thompson es el historiador más importante, al menos, sobre este tema del sujeto social que se forma a través de su experiencia relacional en el conflicto socioeconómico, la pugna sociopolítica y la diferenciación cultural respecto de las clases dominantes.
El concepto de sujeto colectivo
Antes de avanzar, una consideración previa sobre el concepto sujeto. En las democracias liberales existe la soberanía nacional o la soberanía popular, en las que el sujeto (soberano) es la nación o el pueblo que constituyen el demos. El sujeto político es la ciudadanía con derechos políticos (excluyendo, por tanto, a los extranjeros residentes), que se expresa (aunque no solo) como electorado. No voy a entrar en ese aspecto general de la soberanía del Estado moderno, que está también vinculado a los procesos de co-soberanías y gobernanzas multinivel, la realidad plurinacional y su articulación, los derechos de las personas inmigrantes o el universalismo de los derechos humanos. Me centro en el tema más específico del sujeto social como la parte de la sociedad que puede ejercer una dinámica de cambio, en particular la clase social en cuanto actor o agente sociopolítico y, de forma similar, la problemática de los movimientos sociales, la activación cívica y la formación de unidad popular en cuanto sujetos colectivos.
El concepto clase social expresa una relación social, una diferenciación con otras clases sociales. Su conformación es histórica y cultural y se realiza a través del conflicto social. Por tanto, es un concepto analítico, relacional e histórico. Existe una interacción y mediación entre posición socioeconómica y de poder, conciencia y conducta, aunque no mecánica o determinista en un sentido u otro. Pero hay que analizar a los actores en su trayectoria, su interacción, su multidimensionalidad y su contexto.
Este enfoque realista y crítico de clase social como actor o sujeto se opone a dos posiciones influyentes entre las izquierdas y fuerzas alternativas. Una, la versión determinista del marxismo economicista de tipo althusseriano, que prioriza las ‘condiciones objetivas’ en su definición y desarrollo, habitual en sectores de izquierda de tradición comunista. No obstante, hay que citar que Alberto Garzón, coordinador de IU, se ha distanciado de esa idea rígida, revalorizando la práctica social y siguiendo a Thompson. Dos, el enfoque constructivista o idealista de ‘pueblo’, que sobrevalora la acción discursiva en su formación, según la teoría populista de E. Laclau, influyente en algunos dirigentes de Podemos.
Además, hay que señalar la diferenciación respecto de otros dos enfoques, de influencia liberal y postmoderna. El primero, la simple estratificación social como un continuum de agrupamiento de individuos, con una explicación funcionalista o adaptativa. El segundo, la simple constatación de la fragmentación postmoderna, individual o grupal, teñida de una justificación mixta o ecléctica de determinismos esencialistas (institucionales, biológicos o étnicos) y culturalismos idealistas.
Por tanto, la tarea interpretativa más importante es el análisis del conflicto social y su expresión sociopolítica desde una óptica de la polarización de intereses y la diferenciación de posiciones sociales, comportamientos, demandas y pautas culturales. Por una parte, el bloque de poder o clase dominante, arropado por capas acomodadas y sectores conservadores. Por otra parte, la mayoría social subordinada y su diferenciación cultural y su actitud sociopolítica, la ciudadanía indignada, particularmente su parte más activa o crítica. Ello, con sectores intermedios o mixtos. La interpretación de ese diagnóstico tiene impacto en la legitimidad de los liderazgos políticos y sociales. Por tanto, hay una interrelación entre análisis y política. En todo caso, es imprescindible el rigor intelectual y evitar la instrumentalización partidista.
Este tema de la formación del sujeto sociopolítico de cambio, su carácter y el sentido de su trayectoria sociocultural y político-institucional no solo tiene interés analítico o interpretativo. El tipo de diagnóstico es crucial para determinar una línea política transformadora, para encarar el bloqueo y las dificultades del movimiento popular progresista y poder avanzar las fuerzas alternativas en un cambio de progreso. Es decir, afecta a la capacidad estratégica y la legitimidad y el liderazgo de su representación político-institucional, al sentido del proceso político y su carácter democrático-igualitario. La cuestión es en qué medida la teoría social crítica permite acertar con los mecanismos estratégicos de intervención adecuados para una transformación democrático-igualitaria a partir de un diagnóstico realista, superando los prejuicios deterministas e idealistas y sin caer en la adaptabilidad socioliberal. De ahí, que este debate sobre el sujeto de cambio tenga una gran transcendencia, no solo analítica o teórica sino, sobre todo, política, aunque nos situemos ahora en el primer plano interpretativo.
La experiencia de unidad popular
Los grandes movimientos sociales progresistas o los procesos de protesta social más masivos han tenido una composición popular (o interclasista, transversal y frente-populista) de clases trabajadoras y clases medias (incluso de algún sector de las élites dominantes). Esa base social popular es evidente en el movimiento antifranquista de los años setenta, así como en los llamados nuevos movimientos sociales (pacifista, ecologista, feminista —incluido en este 8 de marz—, vecinal, de solidaridad, etc.), para terminar en el nuevo movimiento popular configurado por el ciclo de protesta social democrático-progresista (años 2010-2013) simbolizado por el 15-M.
Este último proceso de activación popular, en el contexto de la gestión prepotente y regresiva de la crisis socioeconómica y nuevas dinámicas reaccionarias, ha tenido un estilo participativo y unitario y una orientación democratizadora, igualitaria y anti-austeridad frente a la clase gobernante y sus políticas autoritarias y antisociales. Incluye no solo la gran expresión pública en torno al 15-M de 2011 y meses posteriores, sino también las tres huelgas generales (años 2010 y 2012), las distintas mareas (enseñanza, sanidad… de carácter mixto, laboral y sociopolítico en defensa de lo público) y grandes manifestaciones unitarias… hasta la más reciente del movimiento feminista en el 8 de marzo. Es la experiencia democrático-progresista más masiva, con un mayoritario apoyo ciudadano, que ha modificado el sistema político-representativo y su agenda político-social, ha facilitado la configuración de las fuerzas políticas del cambio, así como ha producido un cambio cultural hacia actitudes más justas y participativas y mentalidades más cívicas y solidarias. Dejo al margen los movimientos nacionales y las dinámicas reaccionarias-conservadoras.
La interpretación debe ser realista, relacional y crítica. Hay que superar el determinismo economicista y el idealismo discursivo en la explicación del sujeto popular, sobre todo, para definir mejor la tarea de su consolidación.
Integrar posición de clase (trabajadora) e identidad popular
Doy un paso más en esta clarificación. El propio movimiento sindical (incluidos grupos corporativos) también tiene una composición y un perfil popular, no solo de clase. Hoy día no es solo obrero o de clase trabajadora, como el viejo movimiento obrero, sino más amplio y general. Así, incorpora y defiende a capas medias (técnicas y profesionales del sector público y privado). Además, tiene cada vez más importancia para su representación y orientación la llamada élite o burocracia sindical, compuesta por asesores, expertos y dirigentes con un estatus socio-profesional y una función de mediación y gestión institucional similar a la de la clase media ‘pública’ (al igual que otras organizaciones sociales y políticas relevantes, incluidas las grandes ONGs).
Por tanto, es falsa o unilateral la distinción interesada durante estas décadas entre viejos movimientos de ‘clase’ trabajadora (el sindicalismo, la vieja izquierda) y nuevos movimientos de clase media (pequeñoburgueses, nueva izquierda). Entre las justificaciones se caracteriza a los primeros como económicos y a los segundos como culturales; por supuesto, desde el sesgo economicista, jerarquizador de la prioridad de las transformaciones económicas y sus genuinos representantes (obreros). No obstante, ambos tipos de movimientos, organizaciones y expresiones públicas tienen los dos componentes básicos de redistribución (socioeconómica y de poder) y reconocimiento (simbólico-cultural y de empoderamiento individual y colectivo). Es decir, tienen un impacto sociopolítico y cultural, así como, en la medida que son amplios y profundos, una repercusión estructural e institucional, o sea, en las relaciones de poder y dominación-liberación.
En definitiva, esta dinámica de la contienda popular progresista abarca, por una parte, la transformación económica, social y política y, por otra parte, el empoderamiento personal y colectivo y la afirmación cultural y simbólica. Los procesos de dinamización y unidad popular y los de institucionalización son interactivos y se complementan y reequilibran mutuamente.
Mientras tanto, en estas décadas la socialdemocracia se desplazaba hacia la representación prioritaria de las clases medias. Es el giro centrista de la tercera vía o en nuevo centro. Pero su particularidad no es la simple búsqueda del ensanchamiento de su base social, sino la vinculación con el poder establecido y sus intereses y demandas que culminan en su gestión gubernamental neoliberal. En lenguaje marxista podríamos decir que tienen un carácter de clase mixto (popular y oligárquico) y una posición política ambivalente: dominadora, regresiva y reaccionaria frente a representativa y progresista. En los últimos tiempos, la mayoría de las veces, sus aparatos se inclinan hacia lo primero en lo sustancial, en lo socioeconómico y político-institucional, con efectos legitimadores-discursivos. Y lo segundo lo dejan para (algunos) componentes simbólico-culturales para consumo de su electorado progresista. De ahí, la crisis estratégica y de relato de la dirección socialdemócrata europea.
No obstante, la diferenciación alternativa con la socialdemocracia no es por su pretexto de representar (también) a las clases medias o tener un perfil ‘ciudadanista’ al que oponer una posición de clase (trabajadora). La crítica principal desde posiciones alternativas, aunque mantenga cierta representatividad popular, es por ese papel de imbricación con el poder establecido en una dinámica de políticas públicas regresivas con debilitamiento democrático y conciliación, incluso, con tendencias reaccionarias.
Veamos otros factores que dificultan la unidad popular, particularmente el sectarismo. En la tradición de las izquierdas y sectores alternativos se han producido pugnas de distintas élites (viejas y nuevas, o tradicionales y emergentes) por la representación y el liderazgo de ese campo sociopolítico progresista, al menos desde la explosión del mayo francés y el otoño italiano y los movimientos por los derechos civiles en los años sesenta. Ha sido una disputa por conseguir la hegemonía cultural y asociativa y ser eje articulador del conjunto, de tener ventajas de legitimidad para dirigir los procesos de cambio y afirmar el estatus asociativo y político-institucional de las élites respectivas.
Así, en los procesos de conformación de unidad popular o representación político electoral se han generado tensiones y falta de entendimientos unitarios, aunque no en todas las ocasiones ha sido así. En nuestra historia reciente se han conformado dinámicas de confrontación global con los poderosos, aceptación de un interés colectivo o proyecto común y credibilidad de una representación y un cauce articulador unitario, aunque el motivo desencadenante y la representación sociopolítica fuese parcial.
Hay ejemplos significativos de configuración de unidad popular amplia con representaciones sociopolíticas, articulaciones asociativas o coordinaciones político-mediáticas coyunturales y flexibles, como he avanzado antes: desde el movimiento antifranquista, hasta el movimiento pacifista contra la OTAN (con el apoyo de más del 40% de la población en su referéndum contra todo el poder establecido, e incluyendo mayoría ciudadana en Cataluña y el País vasco) o la guerra de Irak, la gran huelga general del 14-D-1988 contra la precariedad laboral y por el giro social o, en fin, los más recientes del movimiento 15-M por la democratización y la justicia social y el movimiento feminista del pasado 8 de marzo por la igualdad.
Unidad desde la pluralidad
La peor fuente de desencuentros ha sido el intento de subordinación de los nuevos movimientos sociales, supuestamente de clase media, al viejo movimiento, supuestamente de clase trabajadora, o la izquierda tradicional, que no ha sido capaz de articular toda esa diversidad. Esa actitud está elaborada desde una visión homogénea y esencialista de clase obrera y su condición económica a la que habría que subordinar los distintos segmentos populares y la diversidad de sus problemáticas socioculturales, de género, étnico-nacionales, etc. Sobre ello se edifica el discurso de la legitimidad de su función de vanguardia legítima del sujeto central del cambio. Confunde el deseo legítimo de unidad de ese conglomerado popular, con la prevalencia prepotente de un segmento y su problemática específica por su supuesto carácter objetivo y representada por una élite particular.
Esa pretensión de injustificado hegemonismo de una vanguardia con el pretexto de auto representar a la clase (económica), evidente durante décadas en Europa, está ya bastante desacreditada, a pesar de su resurgimiento actual. Más, si cabe, ante su impotencia frente a una realidad de fragmentación multicultural y social, relativismo postmoderno o individualización de la relación social, a la que no puede hacerle frente con argumentos convincentes y prácticas unitarias. Así, más allá de evitar la alabanza a esa dinámica dispersa y fragmentaria hay que superar las deficiencias políticas y teóricas de ese enfoque uniformizador contraproducente para la acción colectiva emancipadora. Supone una clara incomprensión de la realidad diversa y multifacética de las clases populares y, en particular, de las características, intereses y demandas de las clases trabajadoras, en plural, empezando por las cuestiones de género con la necesidad de una visión integradora, plural y democrática de sus distintas dinámicas.
Esa auto consideración de vanguardia de una base social homogénea ha entrado en crisis por la realidad popular multidimensional, sus escasos vínculos sociales y su limitada capacidad representativa y transformadora. Así, tendencias de sectores de la vieja izquierda trataban de ganar su hegemonía organizativa, con su argumento fallido de legitimación ideológica de clase, pero con escasa proyección electoral e incluso en el movimiento sindical de ‘clase’. Es uno de los factores de su declive. Era imperiosa su renovación, ya iniciada, precisamente, en la primera constitución de Izquierda Unida en los años ochenta y ahora con la orientación de unidad popular, y que es imprescindible reforzar para que pueda jugar un papel significativo en el futuro inmediato.
Una derivación todavía más distorsionadora es la asimilación de que la situación de explotación económica es la principal y la subordinación social y cultural es la secundaria y dependiente. Pero la opción para configurar un bloque social alternativo debe tener un enfoque global, integrando la diversidad analítica y real de la situación de dominación y desventaja y la respuesta real de la gente. En el fondo persiste una pugna por constituirse en el eje articulador, sociopolítico e intelectual, de un conjunto popular heterogéneo.
Durante mucho tiempo la mayor tensión se ha producido en su traslación a la hegemonía política y electoral, en particular entre las tres tendencias históricas que resurgen en los años sesenta: la socialdemocracia, la corriente comunista y los sectores de nueva izquierda y movimentistas (incluido los partidos verdes). Ahora, dejando al margen las dinámicas nacionalistas, la competencia y la posibilidad de acuerdos progresivos se produce entre el Partido Socialista, con su ambivalencia, y las fuerzas del cambio.
La sobrevaloración unificadora del discurso
En sentido contrario al determinismo (economicista o biologista) está la sobrevaloración unificadora a través del discurso de una élite interesada. Es la posición idealista o culturalista del populismo de Laclau, que destaca el resultado homogeneizador de un fuerte liderazgo discursivo. Es decir, sobrevalora la acción discursiva de una élite, directamente o a través del poder institucional al que accede, que construye la identidad popular y determina su comportamiento.
Conlleva dos efectos problemáticos. Por un lado, similar resultado impositivo al vanguardismo de clase, sin articular bien la diversidad y el pluralismo. Por otro lado, la dificultad operativa para crear, sumar y converger con distintos actores, así como la incapacidad para ensanchar o ganar credibilidad en sectores no afines, es decir, para conformar un bloque social y político heterogéneo y plural.
Por tanto, esos dos desenfoques, objetivista-economicista e idealista-discursivo, impiden desarrollar mejor la doble dinámica de reconocimiento de la diversidad y respeto a la pluralidad de las capas populares, con la experiencia e interacción unitaria, la capacidad expresiva del conjunto y la acción articuladora de sus sectores más activos, evitando vanguardismos autodesignados.
Por otra parte, los nuevos movimientos sociales han ido afirmando su autonomía respecto de un supuesto interés general que se adjudicaban los viejos actores de la izquierda política y marcando su especificidad respecto del pretexto de su monopolio de la representación del interés común del conjunto asociativo progresista. O sea, se ventila la hegemonía sociopolítica y orgánica de los distintos movimientos sociales y su representación institucional. Y, al revés, ha sido habitual la desconsideración postmoderna de la importancia de las estructuras sociales y el carácter del poder institucional para avanzar de forma unitaria en los derechos civiles, la igualdad social y el cambio de mentalidades.
Esa dinámica se rompe con la superación de la pasividad social y la resignación política ante los nuevos retos que plantean las élites dominantes en su gestión de la crisis sistémica: su carácter regresivo y autoritario. Se conforma una corriente social progresista y crítica, un movimiento popular, unitario, democrático y participativo, representado simbólicamente por el movimiento 15-M y la configuración de un electorado indignado, crítico y distanciado de la socialdemocracia. Y terminan por conformarse las llamadas fuerzas del cambio, incluido una renovada Izquierda Unida, con el predominio de la capacidad política, representativa e institucional de Podemos como eje articulador, aunque todavía con cierta fragilidad unitaria y estratégica.
No obstante, para avanzar en su consolidación hay que reconocer y prevenir estas insuficiencias que han llegado hasta los nuevos movimientos populares y en la configuración de su representación político-institucional y en su interior (Unidos Podemos, Izquierda Unida…, junto con sus aliados y convergencias y las candidaturas municipalistas). A ello hay que añadir la complejidad y la ambivalencia de las relaciones con el Partido Socialista, los acuerdos (y desacuerdos) en los ámbitos locales y autonómicos y el objetivo de avanzar hacia una alianza de progreso que abra un nuevo escenario de cambio en España.
Por tanto, se han dado pasos unitarios positivos, pero todavía frágiles, dadas las tareas estratégicas pendientes. Es una dinámica que conviene reflexionar para superar las dificultades, prejuicios y limitaciones teóricas e interpretativas.
Aunque perviven dinámicas sectarias, competitivas, prepotentes y hegemonistas y una cultura particularista, públicamente ha ganado el discurso de la autonomía de cada actor y la importancia de la convergencia o la unidad popular (el ‘frente-populismo’). Ello sobre la base del respeto mutuo, el talante democrático y las demandas, iniciativas y proyectos compartidos, así como con el componente sociopolítico unitario por un horizonte de cambio democrático y de progreso frente a adversarios fácticos poderosos. Es una base positiva para avanzar.
Desde esta perspectiva, es más secundaria la discusión de carácter de clase o popular de los sujetos por su composición. Habría que definirlos por su sentido político y el grado de polarización con el bloque de poder liberal-conservador o sus adversarios fácticos. Y, respecto a la formación (mejor que construcción que tiene una acepción más voluntarista desde la nada) de un sujeto o tendencia social (o bloque histórico) se abre otra discusión: ¿Cuál es la realidad previa de los actores realmente existentes, su sustancia relacional y cultural? ¿Cómo se pasa de su relativa pasividad, diversidad y fragmentación a una convergencia activa o unidad popular democrática y antioligárquica? ¿Cómo se fortalece su cultura democrática y de justicia social y, sobre todo, su implicación activa en los procesos participativos de progreso?. Antes de avanzar en respuestas más generales, hay que profundizar en la experiencia del movimiento popular en España, convenientemente interpretada, que ya ofrece algunas enseñanzas.
2. El debate sobre la clase social
Las clases populares (trabajadoras y medias, estancadas o en declive), la gente corriente o los pueblos, han cambiado su composición y sus características. Pero, sobre todo, en España, se ha modificado su comportamiento social y político, su diferenciación cultural. Clase social o pueblo, en cuanto sujetos colectivos, han adquirido una nueva relevancia sociológica y política. Ayudan a explicar los procesos sociopolíticos populares y democráticos de los últimos tiempos en confrontación con los poderosos y sus políticas regresivas.
No obstante, es necesaria una clarificación conceptual, con una nueva interpretación que explique las características y la formación de nuevos actores y movimientos sociales con impacto en la representación política e institucional y, en general, en las dinámicas de cambio de progreso (o reaccionarias) en este contexto europeo y global.
En el debate sobre las clases sociales el aspecto más relevante es su influencia y su análisis como sujeto del cambio para impulsar un proceso transformador democratizador y emancipador-igualitario, es decir, como movimiento popular o actitud cívica que expresa un conflicto social.
Para una interpretación multidimensional, en primer lugar, hay que exponer los cambios más significativos en el triple plano de las condiciones objetivas de las distintas clases sociales, su conciencia social y su comportamiento sociopolítico. En segundo lugar, explicar la importancia de la experiencia popular en la construcción del sujeto y la combinación de su carácter unitario y diverso. Me sitúo frente a las posiciones extremas en cada uno de los dos ámbitos.
Por un lado, en el proceso de formación (o construcción) del sujeto, frente a las ideas deterministas (biologistas, etnicistas y marxistas economicistas) que desde un rasgo ‘objetivo’ o ‘esencial’ predicen una conciencia social y un comportamiento determinado. Igualmente, en el otro extremo, frente a posiciones constructivistas (populistas y culturalistas) que sobrevaloran el papel de las ideas, la subjetividad o el discurso en la construcción de pueblo o movimiento social. La realidad es relacional e interactiva y hay que poner a la gente concreta, su posición, intereses y subjetividad, en el primer plano, dentro de su contexto.
Por otro lado, respecto de la combinación entre unidad y diversidad, no son realistas ni integradoras las posiciones unitaristas con la prevalencia hegemonista de un actor particular (la clase económica o el llamado movimiento obrero); pero tampoco es adecuada la versión contraria postmoderna de ensalzamiento de la fragmentación y el particularismo, que también abunda en la división popular. Ambas posiciones dificultan la deseable unidad popular en la diversidad.
Apunto a una articulación democrática y participativa del sujeto como actor cívico en sus distintas configuraciones parciales, trayectorias específicas e interacciones socioculturales y políticas, sean movimientos sociales, tendencias sociopolíticas o corrientes de opinión, con una dinámica y una base social vinculadas a las clases trabajadoras o capas populares (pueblo). Ese sujeto colectivo o corriente popular está conformado histórica y relacionalmente, a través de la interacción práctica por intereses y demandas compartidas, bajo el respeto a su pluralidad interna; por tanto, con mecanismos democráticos, unitarios y flexibles, y con objetivos y dinámicas comunes diferenciadas del poder dominante.
La clase social como sujeto colectivo
Para definir a las clases o grupos sociales de forma completa y como sujetos colectivos, hay que considerar sus condiciones objetivas y su conciencia social: subjetividad, identidad, sentido de pertenencia colectiva. Comparativamente son cuestiones más fáciles de analizar. Pero, sobre todo (siguiendo a E. P. Thompson), hay que explicar su comportamiento o experiencia relacional: práctica social y cultural, estilos de vida, participación en el conflicto social o pugna sociopolítica.
El concepto clase social (o pueblo) expresa una relación social, una diferenciación con otras capas y clases sociales. Su conformación es histórica, relacional y cultural y se realiza a través del conflicto social y según su posición en las relaciones políticas, económicas y sociales, así como los equilibrios y tensiones de género, interétnicos y nacionales.
En los últimos diez años, con la crisis socioeconómica, las políticas de austeridad y el nuevo autoritarismo, se han acelerado grandes cambios en los tres planos, ya iniciados en las décadas anteriores. Los más evidentes son la precarización de las condiciones materiales y de derechos de la mayoría de la sociedad, la configuración de una conciencia de indignación cívica y democrática frente a la injusticia social, el debilitamiento de la democracia y una nueva dinámica sociopolítica progresista que ha terminado por configurar un nuevo sujeto político, Unidos Podemos y confluencias, así como una renovación parcial del Partido socialista.
Se ha generado una actitud polarizada de amplios sectores populares con el poder económico y financiero neoliberal y la hegemonía institucional de las derechas. En la agenda sociopolítica ha reaparecido una amplia opinión crítica y un prolongado conflicto social, a veces de baja intensidad, pero persistente, distinto a los procesos de la etapa anterior. Es la suma de profundos descontentos sociales y la convergencia de movilizaciones y grupos sociales; pero, sobre todo, es la superación de cierta fragmentación representativa y expresiva, con una mayor dimensión, duración y polarización sociopolítica en la expresión pública (incluido en las redes sociales).
Se ha ido configurando, por un lado, una identificación del adversario común (los poderosos, el 1%, …), con una gestión política regresiva de la crisis socioeconómica, además del autoritarismo y la corrupción entre las élites dominantes; por otro lado, una dinámica emergente, con una actitud social y ética más igualitaria y democrática en defensa de la mayoría social que padece el paro masivo, la austeridad y los recortes sociolaborales y de derechos, así como con una opinión crítica respecto de la representación política tradicional y la pérdida de calidad democrática de las instituciones.
Son aspectos que aparecen como blanco de las movilizaciones y la contienda política de estos años, junto con la deslegitimación del poder financiero e institucional, incluido el europeo (la troika). Es una dinámica social progresiva y democratizadora con importante impacto político-electoral que apunta a un cambio institucional significativo y que es objeto de la reacción airada de las derechas y el poder establecido, así como de la extrema derecha autoritaria y xenófoba.
Se reconfiguran las clases sociales en su dimensión de actores y vuelven al espacio público agentes sociales y políticos con una dinámica de empoderamiento ciudadano frente a los poderosos. Se reafirma una cultura cívica de justicia social y se conforman nuevos y renovados sujetos colectivos con fuerte impacto sociopolítico. Se configura un laborioso proceso, lleno de altibajos y vacilaciones, de conformación de una representación social, unitaria y arraigada en un amplio y diverso tejido asociativo, aunque solo converge públicamente en las grandes movilizaciones. Incluso partiendo de un movimiento social específico se ha podido configurar un movimiento popular unitario con unos intereses comunes y una dinámica compartida. El último ejemplo ha sido la reciente y masiva expresión pública del movimiento feminista en defensa de la igualdad que ha representado y canalizado un profundo clamor popular contra la injusticia y la discriminación de las mujeres.
Estas tendencias sociales de fondo han cristalizado en el campo político europeo con el declive de la derecha y la socialdemocracia y, paralelamente, la emergencia, por un lado, de fuerzas de extrema derecha, xenófobas, autoritarias y nacionalistas, y, por otro lado, nuevas dinámicas alternativas, solidarias y progresivas. No hay una crisis profunda del poder establecido europeo (en torno al eje Merkel-Macron), pero sí de su legitimidad y su articulación representativa, con asimetrías de distinto signo en el norte y el sur de Europa y una pugna de fondo entre dinámicas reaccionarias y regresivas y tendencias democrático-igualitarias y progresivas.
Particularmente, en España, tras el amplio proceso de protesta social democrática simbolizada por el movimiento 15-M, se han conformado nuevos gobiernos municipales y autonómicos progresistas y de izquierda, así como un nuevo ciclo político tras el desalojo gubernamental del Partido Popular, con una mayor colaboración entre Partido Socialista y Podemos y sus aliados. Se ha generado la expectativa de un giro favorable a la mayoría ciudadana, con una agenda social y abordando la plurinacionalidad, aunque todavía incipiente y limitado y con el aplazamiento del horizonte de un Gobierno de progreso en España. Persisten energías populares, democráticas y de justicia social, su impacto sociopolítico es evidente y de su activación dependerá la dimensión del cambio social e institucional.
Clase social ‘objetiva’ y ‘subjetiva’
La clase social o el pueblo han adquirido nueva relevancia sociológica y política. No solo para la explicación de los nuevos procesos sociopolíticos presentes. Sino como interpretación de los mecanismos que influyen en el campo social y político y la profundización normativa y estratégica para la transformación socioeconómica, cultural e institucional. Se ha superado el simple análisis convencional reducido al sujeto individual y su expresión electoral, por una visión más compleja de las interacciones sociales y los actores colectivos.
El elemento fundamental para un análisis de clase ‘objetiva’, partiendo de la relevancia de la situación ‘material’ en las relaciones sociales y económicas, es el de la posición de dominio, control o posesión respecto de los medios de producción, distribución y reproducción, y la fuerza de trabajo, incluida la capacidad de decisión y gestión productiva y de los recursos humanos y su relación con los educativos y familiares.
Esta idea de clase social, por sus condiciones ‘objetivas’, anclada también en el (neo)marxismo de influencia weberiana (representado por E. O. Wright), aborda mejor la realidad sustantiva de las posiciones de explotación y poder en las relaciones económicas y productivas. Es significativa la diferencia entre la posesión y el control efectivo y la situación derivada de la propiedad jurídica.
No obstante, esa realidad objetiva todavía no constituye una ‘clase social’, concebida como actor sociopolítico. Todo lo más, como algunos autores, podríamos hablar de clase ‘latente’, ya que el aspecto principal a dilucidar es la conexión no mecánica, y mediada por distintos mecanismos sociales e institucionales, de esa condición real de explotación y subordinación con su actitud sociopolítica y cultural respecto de las élites dominantes.
Podemos simplificar la realidad de tres grandes clases sociales ‘objetivas’, con fuerte segmentación interna: dominantes, medias y trabajadoras. Con la diferenciación interna de las clases medias, en el actual contexto de crisis, se produce la formación, por un lado, de un bloque de poder, al que se incorporan capas acomodadas (20%) (y el aval de sectores populares conservadores), y, por otro lado, las clases populares: trabajadoras y medias estancadas o descendentes (80%).
Respecto de su configuración subjetiva debemos renovar la clásica idea de conciencia de clase, como sentido de pertenencia e identidad colectiva. Los contenidos y referencias han cambiado, empezando por la palabra clase (que vuelve a resurgir), pero persisten elementos de diferenciación. Existen percepciones de la existencia de las tres clases fundamentales, con tres niveles distintos respecto del estatus socioeconómico y la posición de poder y dominación o bien de subordinación: élites dominantes (poder establecido, casta, clase gobernante, poderosos, 1%…); capas medias (acomodadas y ascendentes), y gente común o popular (clases trabajadoras, más o menos precarizadas, y clases medias estancadas o descendentes).
No hay una conciencia profunda de pertenencia de clase y existen muchos rasgos transversales o interclasistas, así como mucha fragmentación interna en cada una de ellas; pero sí existen rasgos diferenciadores entre las tres tendencias, aun con fuertes segmentaciones (incluido en el consumo, el ocio y la cultura).
Aunque hay sectores conservadores y acomodaticios, la mayoría popular en España tiene una cultura democrática y de justicia social que, ante la crisis socioeconómica y las políticas de austeridad, se ha reafirmado en la indignación cívica y la exigencia de cambios de progreso frente a los poderosos. Es decir, ha reforzado su actitud popular o de clase respecto del poder. Aparte del fenómeno del nacionalismo independentista catalán y la reacción españolista, no ha habido una masiva reacción populista indeterminada que enlace con una opción autoritaria-regresiva de derecha extrema. La polarización se da entre continuismo neoliberal y autoritario en los ámbitos institucional, territorial y de las políticas socioeconómicas, o cambio de progreso, democrático y social.
Por tanto, hay tres tendencias sociopolítico-culturales globales: conservadoras-continuistas; intermedias-moderadas y adaptativas; ciudadanía crítica o cívica democrático-igualitaria. Son asimilables a derecha, centro e izquierda social, con la distorsión del socioliberalismo y la ambivalencia del PSOE.
El determinismo economicista o de clase es un idealismo
Para el análisis de clase, no es adecuada la posición de la prioridad a la ‘propiedad’ (no la posesión y el control) de los medios de producción —la estructura económica— que explicaría la conciencia social y el comportamiento sociopolítico. Tampoco es acertada la idea de la inevitabilidad histórica de la polarización social, la lucha de clases y la hegemonía de la clase trabajadora. El error estructuralista es establecer una conexión necesaria entre ‘pertenencia objetiva’, ‘consciencia’ y ‘acción’. El enfoque marxista-hegeliano de ‘clase objetiva’ (en sí) y ‘clase subjetiva’ (para sí) tiene limitaciones.
La clase trabajadora o popular se forma como ‘sujeto’ al ‘practicar’ la defensa y la diferenciación de intereses, demandas, cultura, participación…, respecto de otras clases: el poder dominante. La situación objetiva, los intereses inmediatos, no determinan la conformación de la conciencia social (o de clase), las ‘demandas’, la acción colectiva y los sujetos. Es clave la mediación institucional-asociativa y la cultura ciudadana, democrática, de justicia social y derechos humanos (o su contrario reaccionario).
Hay que partir de la experiencia y el comportamiento social sobre la base de intereses compartidos, demandas colectivas, relaciones sociales y expresión cultural. Estos aspectos son claves para la formación de las ‘clases’ o el ‘pueblo’ en cuanto son sujetos colectivos, como pertenencia o identidad y práctica social, o sea los ‘agentes’ o sujetos sociopolíticos. No hay que quedarse en la clase ‘objetiva’ (en sí), considerando que la conciencia puede venir por añadidura, espontáneamente o de la acción y el discurso de élites políticas, y desde ahí construir la clase (para sí).
La existencia de una clase, un pueblo, una nación o un gran sujeto social debe comprobarse en la ‘experiencia’ de la gente, en el comportamiento público, en la práctica social y cultural diferenciada, aunque no llegue a conflicto social abierto (lucha de clases) o esté combinado con consensos o acuerdos. La conciencia social de ‘clase’ (subalterna o dominada) se ‘conforma’, sobre todo, con la participación popular masiva y solidaria en el conflicto por intereses comunes frente a los de las clases dominantes.
El idealismo discursivo en la construcción de pueblo
En la relación entre intereses e ideas y frente al determinismo, tampoco sirve el otro extremo del idealismo discursivo o el culturalismo. Contiene una sobrevaloración del discurso y el liderazgo apropiado para construir movimiento popular. Infravalora las condiciones sociohistóricas y estructurales, las mediaciones institucionales, las ‘costumbres en común’, la experiencia compartida de los actores, así como la teoría crítica y la estrategia democrático-igualitaria vinculadas a esos procesos.
Analizo una cita: No son los ‘intereses sociales’ los que construyen sujeto político. Son las identidades: los mitos y los relatos y horizontes compartidos (Twitter Errejón, 2-4-2016).
Las identidades colectivas no son previas al conflicto, a la práctica social, y las que construyen el sujeto. Ellas mismas se crean en ese proceso y lo refuerzan. Los componentes subjetivos, los mitos, relatos u horizontes, son fundamentales para conformar un movimiento popular… en la medida que son compartidos por la gente. Entonces, con esa incorporación, se transforman en fuerza social, en capacidad articuladora y de cambio.
Pero no es la subjetividad, las ideas (por sí solas), en abstracto, las que construyen el sujeto político. Sino que son los actores reales, en su práctica sociopolítica y de conflicto, en los que se encarnan determinada cultura ética y proyectos colectivos y en un contexto concreto, los que se convierten en sujetos políticos y transforman la realidad.
Así, esa segunda frase, sin esta precisión, denotaría una sobrevaloración de la capacidad articuladora del discurso, de las ideas transmitidas por una élite, en la construcción del sujeto político. La consecuencia es que se infravalora el devenir relacional de la gente, de sus condiciones materiales, su experiencia y su cultura; el sujeto no se puede disociar (solo analíticamente) de su posición social, sus vínculos y su identidad colectiva.
Es la gente concreta, sus diferentes capas con su práctica social, quien articula su comportamiento sociopolítico para cambiar la realidad. Y lo hace, precisamente, desde una interpretación y valoración de su situación social de subordinación o desigualdad, con un relato o un juicio ético, que le da sentido. Es la experiencia humana de unas relaciones sociales, vivida, percibida e interpretada desde una cultura y unos valores, y teniendo en cuenta sus capacidades asociativas, la que permite a los sectores populares articular un comportamiento y una identificación con los que se configura como sujeto social o político. Su estatus, su comportamiento y su identidad están interrelacionados mutuamente.
La teoría populista de E. Laclau, en relación con este tema de la construcción del sujeto, tiene una gran insuficiencia: su ambigüedad ideológica. O sea, es incompleta y necesita ir acompañada de una ideología o estrategia particular que explique el carácter de los contendientes, el sentido político de su antagonismo y su proyecto de cambio. Ello da lugar a los distintos populismos: de extrema derecha, derecha, centro, izquierda, nacionalistas, estatistas….
En el plano analítico y transformador es central explicar y apoyar (o no) el proceso de identificación y construcción de un sujeto, llamado ‘pueblo’, precisamente por su papel, significado u orientación político-ideológica, es decir, por su dinámica emancipadora-igualitaria (o nacionalista, xenófoba y autoritaria). Lo que critico de la teoría de Laclau es, precisamente, que se queda en la lógica política de unos mecanismos, como la polarización y la hegemonía, pero que son indefinidos en su orientación igualitaria-emancipadora si no se explicita el carácter sustantivo de cada uno de los dos sujetos en conflicto (amigo/enemigo) y el sentido de su interacción.
La segunda insuficiencia de Laclau es que parte del proceso de conformación de las demandas ‘democráticas’ de la gente como algo dado; y a partir de ahí expone toda su propuesta voluntarista (equivalencias, discurso, articulación) para transformarlas en ‘demandas populares’ frente a la oligarquía. Sin embargo, la explicación y el desarrollo de ese primer paso es clave, ya que está condicionado por todo lo que expreso como relevante para mi enfoque crítico: condiciones, estructura, cultura, experiencia, conflictos… de los actores y su sentido emancipador-igualitario. El segundo paso se convierte en ‘constructivista’ o idealista.
Pero, además, Laclau admite ese constructivismo, esa ‘independencia’ de las condiciones materiales y relacionales de la gente y los actores, porque lo considera una virtud, como superador del marxismo o estructuralismo. Como efecto péndulo de su crítica al determinismo, se pasa a otro extremo idealista (como Touraine), que prioriza como causa explicativa el cambio cultural del sujeto individual. En ese eje —estructura/agencia— me pongo en el medio, en su interacción, en la importancia de la experiencia de la gente (como Thompson), aun con sus límites
En conclusión, se ha abierto una nueva etapa sociopolítica en España. El cambio se conforma con la suma e interacción de tres componentes: 1) La situación y la experiencia popular de empobrecimiento, sufrimiento, desigualdad y subordinación. 2) La participación cívica y la conciencia social de una polarización social y democrática entre responsables con poder económico e institucional y mayoría ciudadana. 3) La conveniencia, legitimidad y posibilidad práctica de la acción colectiva progresista, articulada a través de los distintos agentes sociopolíticos y la conformación de un electorado indignado, representado mayoritariamente por Unidos Podemos y sus aliados, junto con la posibilidad de acuerdos progresistas más amplios.
En definitiva, en la construcción de la identidad de clase o ‘pueblo’, del sujeto popular transformador, hay que combinar los dos planos —intereses (populares) y discursos (emancipadores)— de la experiencia popular y la cultura cívica, junto con la afirmación (no la indefinición) del primer polo, progresivo o republicano, de cada eje: abajo / arriba; igualdad / desigualdad; libertad / dominación; democracia / oligarquía; solidaridad / segregación.
Antonio Antón es Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid y miembro del Comité de Investigación de Movimientos sociales, acción colectiva y cambio social de la Federación Española de Sociología (FES). Coautor de La clase trabajadora ¿Sujeto de cambio en el siglo XXI?, ed. Siglo XXI. Una parte se ha presentado en el Congreso Internacional Pensar con Marx hoy, Universidad Complutense de Madrid, 2-6 de octubre de 2018. @antonioantonUAM
23 /
10 /
2018