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Albert Recio Andreu

La ofensiva reaccionaria

I

Una amenaza se cierne sobre la democracia. Y no es el comunismo, sino una oleada de fuerzas reaccionarias que pueden poner en peligro conquistas sociales y políticas que deberían ser irreversibles. No es un simple retorno del fascismo clásico, pero tiene con él muchos elementos en común, empezando por la demagogia de presentarse como una fuerza antisistema (no en España, aquí siempre somos diferentes) y practicar las políticas más radicales del establishment. Trump marca el camino y a su rebufo se sitúa toda la reacción de Europa y Latinoamérica. No puede descartarse que, al menos en Europa, las largas manos del tío Sam estén esforzándose en apoyar a estos movimientos con el fin de eliminar a un posible competidor en la esfera planetaria. En cualquier proceso político local siempre juega una dimensión internacional.

II

En el análisis de la situación hay dos interpretaciones que aparecen con insistencia: la de que hay una vuelta del fascismo y la de que este es el resultado de los efectos que han provocado la globalización y el neoliberalismo. Siempre tendemos a recurrir a experiencias del pasado para caracterizar el presente. Es un recurso que nos facilita comprender los procesos, pero que también nos impide reconocer aquello que de nuevo plantea el fenómeno.

Es cierto que la ola reaccionaria actual tiene una importante conexión con otros movimientos del pasado: autoritarismo, supremacismo blanco y masculino, nacionalismo excluyente… Pero hay también diferencias. De entrada, el fascismo clásico fue en gran parte una respuesta a la Revolución de Octubre y al ascenso del movimiento obrero. Hoy, en cambio, esta “amenaza” no existe; el capitalismo no tiene, hoy por hoy, una alternativa consistente. Lo que enerva en la actualidad a mucha gente es el miedo a la invasión, al “bárbaro” que viene de fuera, al deterioro de los servicios públicos. Y el “enemigo” no es una masa organizada que plantea un cambio de las reglas de juego sino una masa de personas pobres, de fuera o de dentro (algo que es especialmente fuerte en las sociedades con una larga tradición de políticas racistas, como en el caso de Brasil o Estados Unidos), que pone en peligro el bienestar de los de siempre. A ello se suma también una clara hostilidad antiintelectual porque las capas sociales cultas son vistas a la vez como peligrosas defensoras de políticas progresistas (de hecho, en casi todos los países estos sectores votan “izquierda”) y unas privilegiadas que no hacen lo que piensan.

Pero, si bien es obvio que la crisis ha realimentado la cultura reaccionaria, no parece que por sí sola pueda explicar el fenómeno. En algunos países, el crecimiento de los partidos ultras es anterior a la crisis (como en el caso del Front National francés). En otros, como Italia, el deterioro de la cultura de izquierdas y el auge de un populismo reaccionario vienen de lejos (lo de ahora no puede entenderse sin la Liga Norte y el berlusconismo). Polonia no es ni de lejos el país más afectado por la crisis… La oleada actual es el resultado de un largo proceso, que la crisis sin duda ha realimentado, que ha construido una base social proclive a dejarse seducir por los vendedores de alternativas reaccionarias.

En la construcción de esta oleada se combinan elementos que actúan en distintos planos. Por una parte, muchas de las ideas reaccionarias tienen un largo recorrido histórico y su presencia social es quizá mucho más extendida de lo que a menudo pensamos. Cuenta además con anclajes institucionales, como el papel de muchas (y diversas) organizaciones religiosas que no solo las transmiten sino que también participan activamente en la configuración de la vida cotidiana de millones de personas. Por otra, los medios de comunicación de masas, lejos de ayudar a crear una ciudadanía informada y crítica, favorecen la formación de percepciones simplificadas de la realidad, convierten el debate político en una especie de competición deportiva o de concurso de belleza… y tienden más a reforzar los prejuicios de cada cual que a generar una verdadera cultura de debate democrático. No actúan en el vacío, sino en un sistema productivo y de consumo que promueve la individualización, la segmentación social, el apoliticismo. Es cierto que las élites políticas se han mostrado demasiado amigas de los grupos de poder y demasiado encerradas en sí mismas. Pero el discurso de los medios ha reforzado el desprestigio de la acción colectiva, no solo de la política, y ha propiciado la eclosión de personajes que hacen del personalismo, el autoritarismo y el antiintelectualismo la marca que seguir (aunque sean distintos, hay alguna conexión evidente entre un Beppe Grillo y un Trump). Y todo ello ocurre en un contexto en que la gente vive una situación de verdadera quiebra de unas estructuras productivas que daban seguridad y de cambio global que mucha gente vive con verdadero pavor.

La crisis ambiental y las fuerzas desatadas por la globalización (en forma de deslocalizaciones, migraciones internacionales, turismo de masas, políticas de ajuste impulsadas desde instancias internacionales, etc.) contribuyen a generar tensiones que afectan de forma desigual a la vida cotidiana de millones de personas, incertidumbres y cambios. Casi siempre, las causas del proceso exigen un nivel de comprensión que escapa a la mayoría de la población. Y las respuestas que hay que dar a estos retos nunca son ni de la sencillez ni de la rapidez con que la gente espera recuperar su normalidad.

Pienso en casos con los que me he topado en diversas ocasiones. Por ejemplo, la crisis de la minería del carbón asturiana puede ser producto tanto de la competencia internacional y de decisiones adoptadas en Bruselas como de una política ambiental responsable. Pero, a corto plazo, lo que la población local advierte es que se pierden puestos de trabajo y que las alternativas a corto y medio plazo no existen. De igual forma, la llegada de menores marroquíes, por ejemplo, puede ser producto de causas diversas (crisis económica o ambiental en su modo de vida tradicional, política deliberada del gobierno marroquí, presión familiar, aventura juvenil, etc.), y su comportamiento en el país de llegada puede ser más o menos conflictivo en función de las políticas de acogida. Pero en muchos casos su llegada genera algún tipo de molestia a la población local, y las respuestas suelen tardar en concretarse o ser insuficientes. Pongo dos casos extremos en que la complejidad del tema y la dificultad de ofrecer respuestas adecuadas, con medios suficientes e ideas claras, son manifiestas. Son dos campos en los que un líder reaccionario que defienda o fomente el proteccionismo, desprecie las regulaciones ambientales y/o promueva políticas migratorias restrictivas puede ser fácilmente aceptado por una población que participa de la cultura xenófoba y que nunca se ha planteado la validez de lo que estaba haciendo.

III

No existe una respuesta fácil a estos retos, y hay grandes posibilidades de que se opte por soluciones equivocadas. La orientación de diversas fuerzas de izquierda europeas hacia un “nacionalismo de izquierdas” para combatir el “nacionalismo reaccionario” me parece la peor. Pues el reto que plantean tanto la globalización como la crisis ambiental (dos caras de la misma moneda) es planetario, y la respuesta a dicho reto en forma de cierre de fronteras y vuelta al espacio que conocemos, a la defensa de lo nacional, se enfrenta a dos problemas que la invalidan. El primero es que, por más que se intente cerrar fronteras, las fuerzas de la globalización y la crisis ambiental son tan poderosas que seguirán ejerciendo su influencia (por poner un ejemplo: por más que salgamos del euro, si tenemos contraídas deudas con acreedores externos, estos continuarán teniendo mecanismos para obligarnos a pagarla, para seguir imponiendo algún tipo de austeridad) y seguirán generando el mismo tipo de problemas que tratamos de eludir. El segundo es que el espacio de lo nacional siempre está dominado por unas visiones tradicionales en que las fuerzas reaccionarias tienen siempre ventaja. Tratar de combatir al enemigo allí donde es más fuerte constituye una estrategia con bastantes probabilidades de fracasar.

Entiendo a los que plantean el soberanismo como un medio de confrontar la democracia con la dictadura de las grandes corporaciones o con la emanada de instancias internacionales en beneficio de aquellas. Es evidente que no hay democracia si la gente no puede participar en las decisiones que afectan a su vida. Pero el problema del soberanismo es que muchos de los problemas que afrontamos tienen efectos no solo locales sino de alcance internacional, algo que resulta evidente cuando se analizan las cuestiones ambientales en términos de huella ecológica, cambio climático o biodiversidad. Pero que también están presentes en todo lo que tiene que ver con la actividad económica o las migraciones internacionales. Si es evidente que hay que conseguir un equilibrio entre democracia en la base y arquitectura institucional internacional (capaz de ayudar a plantear los problemas globales), ello conlleva que también la construcción cultural y política debe potenciar un cosmopolitismo igualitario difícilmente compatible con la visión de la soberanía cerrada que caracteriza a todas las visiones nacionales. En el internacionalismo tradicional, en la experiencia del bloque soviético y del “comunismo” chino, lo nacional ha sido siempre lo dominante, y explica en parte la deriva reaccionaria de gran parte de los países del Este.

Nos hallamos ante una situación difícil. A menos que ocurra un giro inesperado, en los próximos años vamos a enfrentarnos a una presión reaccionaria en lo político, lo social y lo ecológico en muchas partes del planeta. Y para enfrentarse a ella no existen respuestas sencillas. Hay que basarse en esta parte de la humanidad que participa de valores igualitarios en un sentido amplio, de la gente que entiende o intuye lo que significa la crisis ecológica, de la gente que tiene un sentido de humanidad que va más allá de su grupo de pertenencia local. Por fortuna hay mucha gente así, y esto es lo que anima a tejer estructuras de respuesta a todos los niveles, empezando por lo local. Pero es también necesario que esta base trascienda y se configuren movimientos, instituciones y procesos a escala planetaria. No es tiempo de encerrarse. Es tiempo de cosmopolitismo igualitario, activo. De relanzar lo de “actúa localmente, piensa globalmente”.

29 /

10 /

2018

La lucha de clases, que no puede escapársele de vista a un historiador educado en Marx, es una lucha por las cosas ásperas y materiales sin las que no existan las finas y espirituales. A pesar de ello, estas últimas están presentes en la lucha de clases de otra manera a como nos representaríamos un botín que le cabe en suerte al vencedor. Están vivas en ella como confianza, como coraje, como humor, como astucia, como denuedo, y actúan retroactivamente en la lejanía de los tiempos.

Walter Benjamin
Tesis sobre la filosofía de la historia (1940)

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