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¿Qué hacer en caso de incendio?

Capitán Swing,

Madrid,

256 págs.

Joaquim Sempere

Esta señal de alarma aparece como título de un libro que se define como “Manifiesto por el New Green Deal”. Sus autores, Héctor Tejero y Emilio Santiago, son treintañeros, lo cual da al libro el valor añadido de testificar en nombre de la generación más joven que hoy tiene ya una presencia política en España. Se trata de una obra imprescindible, que describe con gran eficacia el estado actual de la crisis ecológica y la alarma climática y se pregunta a continuación cómo abordar la situación desde posiciones democráticas e igualitarias.

La imagen que dibujan es tributaria de una fecunda lectura cruzada de la literatura anticapitalista y la ecologista, que confiere al resultado una amplitud de perspectiva y una riqueza informativa notables. A eso hay que añadir un estimulante abordaje de las posibles salidas emancipatorias, con mucho conocimiento de la historia pasada de las luchas por la libertad y a la vez mucha imaginación para proyectar propuestas de acción atractivas y dignas de consideración. No en balde uno de los autores ha sido militante y activista político y concejal de Móstoles, de modo que habla también desde la reflexión sobre prácticas políticas y sociales concretas ―un “pragmatismo utópico”, según sus propias palabras― que corrige las tendencias a la especulación libresca que abundan en este tipo de literatura.

Aunque el libro es una buena descripción de la crisis ecológica, su aportación específica es la política de Green New Deal, que arranca de las propuestas ya bastante maduras de la izquierda norteamericana (Alexandria Ocasio-Cortez, Bernie Sanders), y de algunos países europeos, tendientes a asumir como tarea inmediata la lucha ecologista contra el cambio climático y especialmente a favor de la transición energética a las renovables y una transición ecológica. Se desgranan propuestas concretas orientadas a reconstruir un metabolismo sostenible como tarea urgente para evitar los peores efectos de la crisis ecológica en curso y para poner las bases de una alternativa. Estas propuestas configuran un programa ecosocialista muy interesante. En lo que atañe al tema del “sujeto histórico”, no se atribuye protagonismo exclusivo y dominante a ninguna categoría particular de la sociedad (como lo fue el proletariado para los marxismos), sino el reconocimiento de que la crisis afecta a una población mayoritaria que incluye a trabajadores de muchas tipologías, mujeres y hombres, pueblos indígenas víctimas del extractivismo, campesinado, población precarizada en el trabajo y en el acceso a la alimentación, a la vivienda y a otros bienes esenciales para la vida, etc. El capitalismo depredador amenaza y maltrata a amplias multitudes que forman ―en el contexto del cambio climático― lo que los autores llaman “pueblo del clima”, una expresión tal vez no óptima pero que supone un tanteo en busca de una etiqueta de amplia aceptación.

Los contenidos concretos de este New Deal se inspiran en Robert Pollin (Greening the Global Economy, 2015), que da prioridad en el tiempo a la transición energética. Esta transición sería “una meta volante” para abrir, en un plazo de un par de décadas, la vía a cambios más profundos de transición ecológica, que incluiría cambios agroecológicos y el paso a una “economía circular” (o más precisamente “en espiral”) en la industria, incluyendo una reorganización territorial de las actividades humanas destinada a reducir la necesidad de transporte, hoy consumidora de la mitad de la energía en el mundo. La idea de plazos permite imaginar una primera etapa de “capitalismo verde”, en que las fuerzas transformadoras colaborarían con los sectores empresariales dispuestos a invertir en renovables y a ecologizar la economía, y una etapa posterior en que la dinámica capitalista de crecimiento indefinido toparía con dificultades crecientes para mantener tasas elevadas de ganancia. Esta dualidad de etapas creo que está bien vista. Yo mismo la he defendido en mi libro Las cenizas de Prometeo. Ahora mismo se perciben en todas partes confluencias muy amplias en torno a las renovables; el gran capital comprende perfectamente ―como otros muchos sectores del empresariado— que ahí hay un inmenso nicho de negocio que no se puede desaprovechar; y las fuerzas populares deberían ver ahí una oportunidad única para imprimir a la economía un viraje ecologista sin precedentes. Nadie sabe si el ímpetu que inevitablemente se abre con la energía tendrá continuidad más allá, hacia otros horizontes de sostenibilidad ecológica de mayor calado. Los autores aciertan, creo, al vincular ambas etapas y al plantear la necesidad de prolongar la transición energética hacia una transición ecológica más amplia. Y aciertan al exponer los objetivos de esta segunda transición, que se dibuja en las páginas del libro como un ambicioso proyecto de sociedad y de cambio civilizatorio. En este sentido, el libro es un auténtico manual sobre “¿qué hacer?” en caso de incendio, como reza su título: una referencia ineludible para imaginar un futuro liberado tanto de las injusticias sociales como de las hipotecas metabólicas que nos atan tras doscientos años de capitalismo fosilista.

Pero los obstáculos son enormes. La sociedad de la (para algunos) abundancia fosilista impone un permanente “chantaje estructural” que induce a cientos de millones de personas a consumir de maneras ecológicamente insostenibles. El neoliberalismo, además, “pulveriza la vida colectiva” atomizando las vidas individuales. Los autores proponen la consabida dualidad de lucha en la calle y en las instituciones, pero subrayan sin prejuicios libertarios el potencial insubstituible de la acción estatal: “El Estado es una entidad muy bien organizada, mucho mejor que los movimientos sociales, que concentra recursos humanos, un gran conocimiento administrativo y una enorme capacidad logística para estructurar y definir la vida cotidiana” (p. 152). Por eso ―como muy acertadamente subrayó Podemos cuando surgió en la escena política española con la idea de ocupar el poder del Estado y no limitarse a ser un correctivo de la política hecha por otros— es fundamental la política que aspira al poder institucional. Es limitada ―dicen los autores— la capacidad de los movimientos sociales para hacerse cargo de los asuntos públicos comparada con la que tiene el Estado. En cambio, estos movimientos son insubstituibles en su capacidad de construir alternativas: “Los espacios de contrapoder son laboratorios extremadamente valiosos donde nacen y se prueban prototipos experimentales de las mutaciones antropológicas y socioeconómicas que quizá dentro de veinte años pueden convertirse en la nueva hegemonía de sociedades sostenibles […] se parecen más a pequeños grupos de pioneros que exploran las tierras incógnitas de lo social que a una gran inundación en la que las masas populares desbordan los cauces de lo establecido” (pp. 153-154). El papel complementario de la calle y las instituciones, de los movimientos y el Estado, queda ahí descrito de manera muy clara.

Los autores abordan con valentía “la obsolescencia de la izquierda” y proponen revisiones profundas. Las fuerzas productivas no empujan a formas de vida mejores, al menos más allá de ciertos umbrales. La tarea cultural es insubstituible: hace falta desarrollar un nuevo sentido común. El “sentido común” dominante convencional frena la evolución a la sostenibilidad fraterna que se trata de establecer. Y en este camino, “la clave última de la sostenibilidad ecosocial son los deseos culturalmente construidos y el tipo de demandas que generan sobre los ecosistemas” (pp. 205-206); se trata de “un proyecto en el que la autocontención del consumo de mercancías se puede compatibilizar con una expansión del disfrute del placer de vivir” (p. 230), un hedonismo de la suficiencia que Epicuro reconocería como propio. Uno de los méritos no menores de este libro es su calidad literaria, la creación poética de un lenguaje expresivo y fresco ajustado a una visión nada milenarista de una futura vida buena. Así, por ejemplo, cuando se propone desarrollar un “sentimiento de naturaleza”, se apela al “arraigo enamorado a un sitio concreto al que siempre querer volver”, a experiencias que permitan “rozar la plenitud casi sin darse cuenta” (p. 208). ¡Qué distinto de los paraísos sobre la Tierra que se nos han estado prometiendo hasta hace poco!

No obstante, algunos abordajes del texto me suscitan una cierta incomodidad. Uno es que no queda claro cómo se puede pasar de un capitalismo verde (aliado o no con fuerzas ecosocialistas) al Green New Deal. Otro es que el mundo real no está hecho sólo de chantajes estructurales y de deseos heteroinducidos que bloquean el cambio a mejor: detrás hay grupos sociales con una enorme capacidad económica, política, mediática y militar que vigilan, y que están dispuestos a intervenir sin contemplaciones. Creo que todo proyecto de justicia social y sostenibilidad ecológica debe avisar de esas amenazas, tratando de que dichos avisos no sean paralizantes, sino que permitan prepararse para hacerles frente. Pienso que las inercias y resistencias al cambio serán vencidas más por experiencias de catástrofes que por la asunción en frío, consciente y deliberada, de la racionalidad ecosocial. Y que por eso mismo conviene haber desarrollado, para cuando lleguen las experiencias traumáticas, una actitud de resiliencia colectiva y unas articulaciones sociales que permitan traducir esa actitud en acción constructiva. Hay que acoger con matices la idea de que “la amenaza de crisis ecológica se parece más a una enfermedad degenerativa que a un ataque al corazón” (p. 95). También las cardiopatías avisan con señales, a las que hay que estar alerta para reaccionar, y en esas reacciones fragmentarias ir construyendo conquistas parciales que nos pongan en mejores condiciones para aprovechar mejor las crisis subsiguientes. De hecho, los propios autores apuntan a eso cuando proponen trabajar “sobre lo social tratando de eliminar tensiones y liberando nuevas formas de vida en común y nuevas posibilidades de articulación política imprevistas de antemano” (p. 229).

Esto guarda relación con las dudas que les suscita la idea de revolución: “los cambios culturales de onda larga son más bien el fruto de un masaje político indirecto y paciente que obras de un cirujano revolucionario frenético y políticamente explícito, siempre tan cerca de deslizarse al Estado totalitario” (p. 229). En su contribución a un libro anterior (“Los frutos podridos de la economía política. Notas para un posmarxismo ecológicamente fundamentado”, en Ecosocialismo descalzo, coord. por Jorge Riechmann, 2018, pp. 215-310), Emilio Santiago anticipaba, en un tono más efervescente y ambicioso, muchas de las ideas teóricas del libro aquí comentado. Quiero sólo rescatar una de ellas: la idea de que “las revoluciones, entendidas como procesos de transformación social muy acelerados, son estrategias inherentemente fallidas”. Y a la experiencia histórica se remite. Las revoluciones, dice, aunque de modo indirecto puedan triunfar moldeando “la topografía de lo social más allá de su espacio de acción política inmediato”, en cambio “fracasan, al menos de modo directo, porque lo ambicioso de su propuesta y lo violento de su irrupción despierta una beligerancia tan intensa de los intereses creados que sólo puede ser efectivamente contrarrestada con un incremento de la represión política sobre la espontaneidad social” (p. 300). Sería precipitado descartar estas ideas como reformismo claudicante; yo veo en ellas algo distinto: una reflexión sinceramente angustiada ante un dilema mayor de la acción transformadora derivada de las experiencias trágicas del siglo XX y de otras anteriores. El mismo Emilio Santiago se revuelve incómodamente ante el asunto; cuando habla de Cuba en el período especial (en otro libro suyo, Opción Cero), reconoce la ventaja, para hacer frente a la falta de petróleo, de contar con un Estado liberado del poder capitalista y dotado de algunos instrumentos clave para una respuesta solidaria. Un Estado no capitalista tiene, pues, ventajas; pero ¿cómo se consigue un Estado no capitalista sin revolución? ¿No ocurre, además, que a veces la contrarrevolución se anticipa a la revolución, como en el Chile de Allende? Emilio Santiago tiene el mérito de plantear abiertamente los dilemas morales de la acción política sin inhibiciones paralizantes del pensamiento crítico. Después del estalinismo y el maoísmo no se puede despachar este tema sin un debate a fondo y sin buscar maneras de gestionar la necesaria coerción sobre las fuerzas del mal minimizando y manteniendo bajo control la arbitrariedad violenta. No hay aquí espacio para entrar a fondo en este tema (tema, por cierto, de tanto calado que merece una atención muy particular a la que invito al lector/lectora). En todo caso, nos sugiere que el objetivo de minimizar la violencia y la crueldad es un objetivo inexcusable para evitar que el cambio revolucionario genere monstruos en lugar de libertad y vida buena. Y que tal vez la enormidad antropológica de los retos ecosociales del presente acaben resultando una buena ocasión para ensayar pautas de conducta social menos destructivas. La reflexión merece la pena. La apuesta por ello también.

Esta reseña no hace justicia a una obra de una riqueza conceptual y una elegancia en el lenguaje notables. Insisto en la recomendación de leerla. Y quiero terminar con una observación del texto que, pese a todo, invita al optimismo: “La extensión de ideas morales igualitarias en los últimos siglos, que ya se ha traducido en importantes avances jurídicos y políticos, se ha combinado con un factor de la evolución social favorable: […] las relaciones colaborativas y, por tanto, igualitarias, han ido descubriéndose más eficaces que las relaciones depredatorias” (p. 230). Por eso, también, hay razones para la esperanza.

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6 /

2019

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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