La lucha de clases, que no puede escapársele de vista a un historiador educado en Marx, es una lucha por las cosas ásperas y materiales sin las que no existan las finas y espirituales. A pesar de ello, estas últimas están presentes en la lucha de clases de otra manera a como nos representaríamos un botín que le cabe en suerte al vencedor. Están vivas en ella como confianza, como coraje, como humor, como astucia, como denuedo, y actúan retroactivamente en la lejanía de los tiempos.
Albert Recio Andreu
Política en tiempos confusos
Escribir al final de las vacaciones es siempre un reto. Hacerlo en un momento de enorme incertidumbre, de multiplicación de situaciones críticas, puede constituir una temeridad. Como mi confusión supongo que es compartida, simplemente trataré de presentar algunos argumentos que considero sirven para orientar el debate.
El punto de partida es sencillo de explicar. Se acumulan las situaciones de tensión: una crisis sanitaria de incierta duración e impacto, una crisis económica provocada o acelerada por la anterior, una crisis política local con dos focos de alimentación, el territorial y el de la monarquía, una crisis social profunda, una crisis ecológica… Tenemos un gobierno “progresista”, la primera vez en que el PSOE lo comparte con una fuerza a su izquierda, Unidos Podemos. Una situación que los de Pedro Sánchez trataron de evitar y que sólo se concretó cuando ambas fuerzas estaban algo tocadas y era obvio que no existía otra alternativa. Un gobierno que además de tener que hacer frente a una situación insólita es objeto de continuos ―y barriobajeros― ataques por parte de una derecha que concibe el país como patrimonio privado y que cuenta con múltiples resortes y aliados en todas las estructuras de poder público, incluyendo a altos cargos en ejercicio y a buena parte de los nacionalistas periféricos. Un gobierno que no cuenta con aliados leales a pesar de que una gran parte de los partidos que apoyaron al actual gobierno son conscientes de que una alternativa derechista sería muy mala para todos ellos (y por supuesto para el conjunto del país). Un gobierno que ha conseguido adoptar algunas medidas que han permitido superar el primer embate de la pandemia, pero que ahora se encuentra ante una situación de enorme dificultad, propicia a la aparición de tensiones internas y de coyunturas propicias al descalabro. Una situación que puede ser especialmente peligrosa para Unidos Podemos y todo el espectro social que tratan de representar, y que debería obligar a sus dirigentes a hacer una seria reflexión sobre alternativas y acciones a tomar.
La primera cuestión a considerar es tomar conciencia de que estamos ante un escenario de saturación de problemas, que no pueden resolverse de golpe ni existen respuestas fáciles, ni todas conducen a proyectos compatibles. Tengo la sensación de que esto tan elemental no es compartido ni por las direcciones políticas ni por gran parte de sus bases. Cada vez que aparece un tema llamativo, hay una tendencia a embestir de frente y a plantearlo como un reto inmediato. Se corre con ello el riesgo de adoptar respuestas impulsivas, y de perder de vista una visión estratégica que sea capaz de priorizar objetivos y adecuar los “tempos” de cada iniciativa. No es fácil orientarse bien cuando, además, toda la acción política tiene lugar con un intenso ruido ambiental que dificulta una reflexión racional. Un ruido ambiental en parte externo, especialmente generado por la derecha, la ultraderecha y el independentismo, pero también interno. En mi observatorio de Facebook comparto a diario esta acumulación de ruido emocional que se produce entre mucha gente próxima, en muchas direcciones: desde los que se comportan como meros fans de los líderes, a los que se enervan por cualquier concesión al nacionalismo periférico, pasando por los que en cada momento exigen medidas radicales desconociendo la correlación de fuerzas y las dificultades reales para adoptar una línea de acción. La crisis monárquica es un buen ejemplo de ello. Para una buena parte de la gente de izquierdas es hora de exigir un referéndum sobre la forma de estado. Es justo, pero difícilmente realizable y, el resultado, de llevarse a la práctica, es más que incierto (los que participamos activamente en el referéndum sobre la OTAN aprendimos bastante de cómo funcionan estas cosas). Lo del 1-O en Catalunya no fue un referéndum, fue una movilización de adeptos. Para otros, ahora hay que centrarse en lo social, y perderse en la cuestión monárquica no toca. Con ello se corre el riesgo de quedar alineados detrás de la vergonzosa línea del PSOE que no plantea, ni siquiera, una reforma del estatus de la Corona en términos de transparencia, responsabilidad y papel institucional. Una demanda que sí puede poner en apuros a los monárquicos bunkerizados.
La presencia o no de un partido u organización de izquierdas en el Gobierno siempre es una cuestión controvertida y abierta a muchas interpretaciones. Una gran parte de la historia de la izquierda alternativa se ha construido en términos de revolución o cambio radical. Para los que defienden esta opción la presencia en el Gobierno solo tiene sentido si permite acortar los pasos hacia la ruptura o directamente se trata de una toma de poder. Por lo que en la mayoría de situaciones la única opción que queda es apostar siempre por quedar fuera. En esto los anarquistas son más coherentes, aunque ello implique que una opción organizativa alternativa está condenada a vivir fuera de cualquier intervención política cotidiana y centrarse sólo en la movilización de masas. Quizás hace cien años esto podía tener sentido. Pero las estructuras sociales de las sociedades actuales no favorecen el desarrollo de praxis totalmente ajena a la acción institucional ni exclusivamente centrada en la ruptura radical a corto plazo. Lo que en la tradición anarquista puede entenderse, resulta más incomprensible en la cultura marxista. Uno de los aspectos fuertes de esta tradición intelectual es el reconocimiento de la importancia de las estructuras económicas, de poder, de organización social sobre los comportamientos individuales y colectivos. Pero esta llamada al realismo a menudo choca con una cultura voluntarista que conduce a sobrevalorar el papel de la propia acción por encima de los condicionantes reales. A una parte de la izquierda este voluntarismo le ha llevado a alinearse con el pretendido rupturismo del independentismo catalán, un proyecto político que combina una retórica emocional con una despreocupación real por los problemas concretos y un predominio subyacente de conservadurismo social. Nunca es fácil encontrar un equilibrio entre el apego a la realidad y la necesidad de trascenderla. Por eso es necesario en todo momento saber conscientemente el espacio que media entre una realidad desagradable y una transformación necesaria, y tratar de encontrar vías de acción entre una y otra.
Estar en un gobierno de coalición permite intervenir en algunos campos y, posiblemente, obliga a comerse muchos sapos. La cuestión es siempre saber si lo primero predomina sobre lo segundo. Depende no sólo de la correlación de fuerzas, sino también de la capacidad de acción en cada momento, algo que se dirime no sólo en el interior de los espacios de Gobierno, sino también fuera. Esto último depende de la capacidad de penetración cultural, de organización política, de influencia o relación con los movimientos sociales, de generación de debates sociales en la sociedad.
Si analizamos la acción de Gobierno de Unidos Podemos (y más allá de la experiencia de los Ayuntamientos del cambio), creo que es obvio que su intervención ha permitido introducir cuestiones que seguramente hubieran quedado relegadas de no haber estado ellos y ellas en el Gobierno, especialmente en la introducción de un conjunto de políticas laborales y sociales diseñadas para paliar los costes sociales del parón económico. Aunque, también en ello, es necesario reconocer un aprendizaje necesario de los últimos meses: una cosa es legislar y promover políticas, y otra es definir cómo éstas se concretan en la práctica. Gran parte de las medidas decretadas (por ejemplo los ERTES, la renta mínima…) han quedado encalladas en un inadecuado funcionamiento de la administración, en problemas estructurales de la misma. Las mejores ideas pueden naufragar si no se piensa con realismo en cómo llevarlas a la práctica. Y la defensa de lo público exige también pensar en cómo organizarlo y hacerlo funcionar. (Un ejemplo cruel: en el debate sobre la hecatombe de las residencias, se ha puesto claramente de manifiesto el papel que en las mismas juegan los grupos financieros, pero los datos de Catalunya que público Infolibre muestran que las residencias gestionadas directamente por la Generalitat tuvieron un índice de mortalidad parecido al de los grupos privados; parece obvio que falló la gestión). Donde hay un fallo clamoroso es en la organización de todo lo demás, en saber desarrollar un discurso comprensible de lo que se propone y de lo que inevitablemente se transige, de los problemas estructurales que impiden cambios, en desarrollar un discurso propio, en articular una verdadera fuerza social capaz de sostener una presión cultural y social adecuada… Lo he vivido directamente en Barcelona, donde el Ayuntamiento propició la elaboración de un pacto de ciudad, pero donde los Comunes ni supieron desarrollar un discurso propio ni fueron capaces de contrarrestar la presión de los viejos grupos de interés. Al final, acabaron encontrando el rechazo de un importante grupo de entidades que, en cierta medida, articulan su base social. Y todo apunta a que esta dinámica se está reproduciendo en otros muchos lugares. Posiblemente derivada del excesivo personalismo con la que intervienen muchos de los grandes líderes, de la falta de un proyecto organizativo y social adecuado a la complejidad de nuestra sociedad.
Vienen tiempos muy difíciles, con tensiones en muchos campos. Tiempos en los que el peligro de una involución autoritaria y de un descalabro de la izquierda, tras su paso por el gobierno, no se puede minusvalorar. La crisis del Covid ha abierto muchos frentes, y se corre el peligro de que éstos nos lleven a un colapso, que solamente parece evitable si se acierta en priorizar en cada momento las cuestiones clave, y si éstas se acompañan de una adecuada respuesta social. La trayectoria seguida hasta ahora, desde el ciclo que inauguraron las municipales de 2015, resulta inadecuada para los tiempos presentes. Todo el mundo del activismo político y social de la izquierda debería tomar conciencia de ello, y trabajar para cambiar el rumbo organizativo, cultural y político. Empezando por reconocer tanto las limitaciones como los logros alcanzados, generando marcos de diálogo y reflexión a diversos niveles y buscando el desarrollo de proyectos que sirvan para presionar y transformar. Si algo bueno ha tenido la fallida experiencia barcelonesa es que ha permitido ampliar el espacio de encuentro entre movimientos y entidades sociales, pero requiere que esto también alcance a los espacios de la acción institucional. Y aquí sí que se requiere una buena dosis de voluntarismo para alterar una dinámica en la que tienen demasiado peso los personalismos, las capillitas, la falta de diálogo y de elaboración colectiva.
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8 /
2020