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Albert Recio Andreu

Público-privado: tropezar con la misma piedra

I

La cooperación público privada ha vuelto a ser la palabra de orden para salir de la crisis generada por la pandemia. Para los neoliberales, es un retroceso reconocer que el mercado, la empresa privada, por sí sola no es capaz de hacer frente a las necesidades sociales. Es necesaria la intervención pública, no sólo para cubrir los vacíos del mercado, sino también para impulsar la dinámica económica. Para la socialdemocracia demediada, es una oportunidad para justificar su modelo de intervención. Llevo meses oyendo las bondades de un nuevo modelo de gestión económica. 

La velocidad con la que se obtuvieron las primeras vacunas se ha presentado como un éxito del modelo. Es una obviedad. Casi toda la industria farmacéutica se basa en esta cooperación entre centros públicos de investigación, empresas privadas y centros sanitarios públicos que realizan los ensayos. Y no podía ser de otra forma en este caso porque ni la industria privada tiene laboratorios y personal capacitado para la investigación básica, ni el sector público cuenta con las instalaciones para producir en masa la cantidad de vacunas requerida. Tampoco, posiblemente, los equipos capacitados para realizar determinadas fases de la investigación. 

La cuestión principal para ver en qué medida esta experiencia podía significar algún cambio en el modelo depende, al menos, de dos ámbitos: por un lado, la provisión universal de vacunas. Por el otro, su coste. La realidad pronto ha desmentido cualquier expectativa. Las empresas impusieron secretismo en los contratos, especularon con los precios y condiciones todo lo que fue posible —como conseguir que estados como Israel cedan datos clínicos— y ahora se está evidenciando que su ritmo de entregas no es el previsto. Parece que esta interrupción del flujo está asociada a que estas empresas están negociando los suministros al mejor postor, y desviando suministros de un país a otro. Hay otra posibilidad, que simplemente las empresas ofrecieron más de lo que podían con objeto de ganar contratos y después ya veremos. 

Cuando se analizan las prácticas de los proveedores públicos, se advierte que este es un hecho bastante habitual: el incumplimiento sistemático de partes de los compromisos que incluyen muchos de los contratos públicos. El sector privado siempre suele prometer más de lo que tiene capacidad de dar. La única forma en la que se podían haber evitado estos problemas, al menos los de competencia de precios, es que todo el suministro hubiera sido negociado centralmente, por ejemplo por la OMS, pero esto sale de los parámetros actuales del sistema internacional. Los distintos países en el fondo practican un modelo de competencia nacional que facilita el poder de los grandes oligopolios. Tampoco este es nuevo, lo sabemos en el caso de los paraísos fiscales, de una y mil regulaciones. Las grandes multinacionales refuerzan su poder de muchas formas, legales e ilegales. 

II

En los últimos tiempos proliferan más los malos ejemplos que las bondades de la cooperación público-privada. Empezando por la gestión de las residencias de ancianos. Es posible que el drama de los contagios y las muertes masivas no se hubieran podido evitar del todo. Pero hay evidencias de que en muchos casos se trataba de centros infradotados de personal, pensados como negocio y que se desentendieron de afrontar con seriedad la pandemia. Más dudosa aún es la cooperación de la sanidad privada en los momentos álgidos de la pandemia. Una parte del sector entró en ERTE simplemente porque se dedica a actividades marginales, desde el punto de vista de la salud, que decayeron con el confinamiento. Y el resto se ha puesto de perfil todo lo que ha podido (y le han dejado los Gobiernos amigos) en lugar de contribuir a resolver una situación de emergencia. Cuando finalmente lo ha hecho, ha conseguido que sus servicios hayan sido compensados por Gobiernos como el catalán. Más que una cooperación se ha tratado de una nueva variante de la extracción de rentas públicas. 

En lo más crudo del invierno, el sector eléctrico nos ha deparado otra de sus actuaciones estelares. Y en campos diversos. En el de los precios, donde una vez más se puso de manifiesto la perversidad del sistema tarifario ideado en tiempos del ministro Soria, pero que nadie de momento ha tocado. Las compañías tienen otros mecanismos para aumentar precios, contratando por ejemplo niveles de potencia exagerados. También está el mal servicio que ofrecen en ocasiones, ejemplificado en una sucesión de cortes de luz en barrios obreros y populares. No hay nada extraño en ello. Forma parte de la falta de inversiones en la red en baja endémica en el sector. En el caso de Barcelona, donde Endesa es la compañía dominante, nadie puede llamarse a sorpresa. Endesa es una compañía que reparte casi todos sus beneficios a sus accionistas (la italiana Enel controla el 70%, y el resto está en manos de los tradicionales fondos de inversión). En la época dorada del capitalismo, las grandes empresas financiaban sus inversiones con sus beneficios. En la época del capitalismo neoliberal, la lógica es sacar excedentes y endeudarse. Como el endeudamiento tiene sus límites, otra opción es sub-invertir allí donde se puede. Como es el caso de los ámbitos de pobreza energética, ante la cual las compañías se resisten a cargar con parte de los costes del suministro a personas que han quedado sin recursos. A eso se le suma la persistente criminalización de las víctimas de apagones. Sant Roc en Badalona, la Cañada Real de Madrid o Vila-roja en Girona son barrios que padecen sistemáticamente de un estigma que las empresas se encargan de propagar. Con la estimable colaboración de políticos como Díaz Ayuso. 

La colaboración público-privada no es nueva. Más allá de la retórica del mercado competitivo, aquélla ha sido una parte del núcleo duro del capitalismo neoliberal. El de sectores regulados que explotan monopolios naturales y oligopolios con una regulación adecuada a sus intereses, el de sectores que para ser viables requieren fuertes inversiones públicas como las farmacéuticas, la aeronáutica y el armamento o la gran electrónica. Y la nueva propuesta de cambio estructural que promueve la Unión Europea, lejos de significar un cambio radical, más bien parece diseñada para explorar nuevas variantes del mismo modelo. 

III

Tenemos todo el derecho de criticarlo, de mostrar sus trampas, sus costes sociales, su promoción de un capitalismo rentista. De hecho, hay magníficos centros de investigación que llevan años documentando estos desmanes, las conexiones con la esfera política, las mil y una formas de cooptación y control de los reguladores. Pero no nos podemos limitar a la crítica y la denuncia. Es necesario imponer cambios. Y estos no pueden reducirse al limitado esquema de lo público y lo privado, de la nacionalización o la municipalización. No porque no sean justos. Sino porque en el contexto actual resultan imposibles de poner en práctica por múltiples razones: un denso entramado normativo que sobreprotege los derechos del capital, limitaciones financieras del sector público, dificultad de integrar en los procedimientos públicos a determinadas actividades, etc. Aunque el paso a públicos de determinadas actividades es un objetivo a mantener (pero que requiere una correlación de fuerzas muy favorable), hay que contar con una segunda estrategia basada en formular una regulación adecuada de todas las actividades que tienen un elevado impacto social y funcionan alrededor de lo público. Regulaciones que deben contemplarse en un sentido amplio: normas de contratación, mecanismos de supervisión que introduzcan derechos de participación a representantes de movimientos sociales, reglas de funcionamiento tarifario, pautas de transparencia e información etc. En este proceso, que exige duras batallas (como conocen muchos activistas) no sólo es posible laminar los derechos del capital sobre la sociedad, sino que también puede constituir un buen proceso para que mejore la experiencia para manejar la sociedad desde un enfoque social, no capitalista. Porque, en definitiva, de lo que se trata es de desarrollar una nueva cultura de gestión social de la actividad económica y de limitar tendiendo a cero los mil y un desmanes de las empresas capitalistas. 

30 /

1 /

2021

La lucha de clases, que no puede escapársele de vista a un historiador educado en Marx, es una lucha por las cosas ásperas y materiales sin las que no existan las finas y espirituales. A pesar de ello, estas últimas están presentes en la lucha de clases de otra manera a como nos representaríamos un botín que le cabe en suerte al vencedor. Están vivas en ella como confianza, como coraje, como humor, como astucia, como denuedo, y actúan retroactivamente en la lejanía de los tiempos.

Walter Benjamin
Tesis sobre la filosofía de la historia (1940)

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