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Roman Ceano

Marshall y su refundación de la economía

La economía aspira a ser una ciencia superior al resto de ciencias sociales. Esta pretensión de superioridad empezó hace un siglo y medio, cuando Alfred Marshall decidió refundar la economía sobre la base de las matemáticas. Hasta entonces, la economía había sido una técnica empírica que se aprendía sobre la marcha y cuyas enseñanzas estaban teñidas de incertidumbre y provisionalidad. A partir de Marshall, sería una ciencia seria, que podría codearse con la física, en lugar de compartir miserias con la sociología o la psicología.

Como veremos más abajo, el propio Marshall no quedó nada convencido de haber logrado ese cambio de status, pero la profesión académica acogió sus ideas con un entusiasmo desbordante que no ha cesado hasta nuestros días. No importa que su base epistemológica sea absurda e inconsistente, y que por ello haya sufrido un sinnúmero de refutaciones inapelables (como las de Veblen, Polanyi, Robinson, Bunge, o la más reciente de Keen). Tampoco importa que en el plano empírico nunca haya podido ser falsada por la falta total de correspondencia entre las variables del modelo y cualquier magnitud real observable.

Son la sociología y la psicología las que pueden explicar por qué los economistas académicos comulgan con las ruedas de molino del marshallianismo para mantener la ficción de que su profesión está basada en una ciencia que se parece en algo a la física. Y son también la psicología y la sociología las que pueden explicar por qué esa supuesta ciencia es promovida con tanto entusiasmo por los propietarios de bienes de capital. La respuesta es que la economía creada por Marshall —llamada neoclásica— cumple en la sociedad moderna el papel que cumplían las religiones en el pasado: justificar el statu quo con un relato inefable y trascendente que pone el cambio social en el terreno de la herejía y el tabú. Alfred Marshall era un hombre de orden, y cuando se dio cuenta de que su economía científica no solucionaba nada, simplemente se resignó a ello. Pero lo cierto es que contra lo que muchas veces se piensa, al principio sí que quería cambiar las cosas. Su vida es la historia de un fracaso científico convertido en éxito académico por la hipocresía y los intereses creados.

1. Grandes esperanzas

El padre de Alfred Marshall trabajaba en el Banco de Inglaterra, pero descendía de una larga estirpe de reverendos. Quería que su hijo volviera a la tradición familiar, y le impuso un programa intensivo de estudio de lenguas clásicas que hizo que el pequeño Alfred dominara desde la infancia el latín, el hebreo, al arameo y las diferentes variantes del griego antiguo. El colegio en el que estudiaba —la Merchant Taylors School— ofrecía un programa de matemáticas muy avanzado que llegaba hasta el cálculo diferencial. A pesar de las muchas horas que dedicaba a las lenguas muertas, Alfred destacaba extraordinariamente en esa asignatura que se convirtió en su pasión secreta. Siempre llevaba en el bolsillo un ejemplar de los Elementos de Euclides, que sacaba en cuanto podía eludir la vigilancia paterna. Fue su fascinación por las matemáticas lo que terminó para siempre con la saga de reverendos.

Marshall decidió estudiar matemáticas en Cambridge para dedicarse a la física molecular. Todo el mundo con formación académica era consciente de que el desarrollo matemático era la clave principal de la explosión científico-técnica que estaban presenciando. Desde que Kepler había metido las órbitas de los planetas en una fórmula, todos los éxitos científicos estaban escritos en lenguaje matemático. La física molecular utilizaba las matemáticas más avanzadas de la época para crear un nuevo nivel de comprensión de la estructura interna de los fluidos. Utilizando álgebras con un extraordinario nivel de abstracción, se podía describir la temperatura, la presión y la dinámica de las reacciones químicas como efectos emergentes de la interacción entre las partículas que formaban el fluido.

Llegó al St. John’s College de Cambridge en 1861, y sus dos primeros años allí fueron un periodo de éxtasis y plenitud. Sumergido en ecuaciones diferenciales, funciones, integrales y límites, sentía el mismo tipo de felicidad que experimentaban los poetas románticos contemporáneos vagando por Italia. En su tiempo libre, Marshall participaba en tertulias y charlas eruditas, donde su dominio de las lenguas clásicas le granjeó un gran prestigio entre los doctores en humanidades, ya que podía citar la Metafísica de Aristóteles o el Deuteronomio en la lengua en que fueron vertidos al papiro.

El ambiente intelectual en Cambridge estaba dominado por el tránsito desde la confianza tradicional en el Plan Divino a un nuevo optimismo tecnológico que despojaba a Dios de su responsabilidad sobre el destino de la humanidad. La ausencia de un Dios bondadoso —o, al menos, con algún tipo de plan— creaba una duda teleológica sobre el futuro que la ideología spenceriana dominante procuraba saldar con apelaciones al darwinismo, afirmando que la supervivencia de los más aptos garantizaba un progreso social automático. Marshall no compartía este optimismo y veía en la desaparición de Dios una apelación a la humanidad para tomar las riendas. Su desconfianza en el automatismo del progreso no se basaba en especulaciones, sino en sus visitas a las zonas más depauperadas de las ciudades inglesas. Eran lugares insalubres, de calles sin asfaltar, en los que la gente vivía hacinada en infraviviendas a las que volvía tras jornadas de trabajo de doce horas. La visión de esa pobreza extrema y la decadencia moral que causaba en las personas empezó a obsesionarle. Paseaba durante horas por los arrabales de las ciudades industriales buscando una respuesta.

Es difícil para nosotros comprender la profunda fascinación intelectual que causaban la ciencia y la ingeniería modernas a los victorianos. Podemos visualizar su asombro imaginando a un ciudadano del Imperio romano al que moviéramos hacia el futuro a través de los siglos. Durante un milenio y medio reconocería fácilmente todo lo que iría viendo, pero al llegar a la Inglaterra victoriana o a la Alemania guillermina, de pronto no podría entender nada. En apenas una generación todo había cambiado. Un tren de vapor arrastraba con naturalidad docenas de vagones cuyo peso unitario habría supuesto un problema de primera magnitud para cualquier civilización anterior. Los barcos ya no dependían del viento, en las ciudades no se hacía de noche, por no hablar del telégrafo, la química, la metalurgia, etc. Y aquí aparecía la pregunta de Marshall. ¿Por qué en un mundo de prodigios técnicos y abundancia creciente esas personas vivían mucho peor que los campesinos medievales?

Marshall buscó la opinión de los economistas académicos. Estos le dijeron que el problema no tenía solución. La Economía Política era la ciencia que trataba sobre la creación y la distribución de la riqueza. Tras casi cien años de investigaciones se había demostrado que las cosas sólo podían ser como eran. De hecho, algunos autores aseguraban que la insistencia en mejorar la vida de los pobres era contraproducente. Los mecanismos económicos que regían el nuevo tipo de sociedad industrial eran tan complejos que la razón no los podía comprender. La distribución de la renta entre capital y trabajo —nombre técnico para la pobreza extrema de los obreros— podía ser un fenómeno llamativo, pero al reformador bienintencionado solo le esperaban decepciones o males mayores.

Marshall se dio cuenta de la ignorancia abismal de los economistas sobre cómo funcionaba la economía. No solo carecían de una explicación razonable sobre la persistencia de la pobreza de masas, sino que cada diez o doce años se veían sorprendidos por crisis económicas que no podían ni prever ni entender. Decidió informarse por su cuenta leyendo las obras de referencia de la economía académica. En pocas semanas devoró La riqueza de las naciones de Adam Smith, los Principios de economía política y tributación, de David Ricardo, el Ensayo sobre el principio de la población de Thomas Robert Malthus, y terminó con los Principios de economía política, de John Stuart Mill, el intelectual por excelencia de la generación anterior y todavía entonces una autoridad incontestable en temas económicos y morales.

Estas lecturas le causaron una profunda decepción. Para los estándares científicos de su época, ninguno de aquellos autores resultaba mínimamente solvente. Adam Smith mezclaba las ventajas de la división del trabajo ejemplificadas en una fábrica de alfileres con los alegatos tomados de Mandeville sobre «vicios privados y beneficios públicos”, y con consejos para liquidar los gremios y los monopolios del Estado. Grandes ideas, buenas intuiciones, pero más una charla que un libro de ciencia.

David Ricardo tenía un enfoque más parecido a lo que se esperaba de un científico moderno. Describía algunos modelos idealizados de la realidad y analizaba sus comportamientos mediante diagramas. El problema era que los modelos eran extremadamente simples, su caracterización matemática muy rudimentaria, y llegaba a conclusiones que casi siempre ya eran evidentes en las premisas. Si el libro de Adam Smith era un alegato contra las restricciones medievales, el de David Ricardo cargaba contra los terratenientes que promovían una legislación proteccionista para impedir que los precios de la tierra abandonasen la cotización extraordinaria que habían tenido durante las guerras napoleónicas. La supuesta ciencia era solo una muleta del panfleto.

Malthus, por su parte, utilizaba las expresiones ‘crecimiento exponencial’ y ‘crecimiento aritmético’ con una liberalidad que a Marshall le resultó incómoda. No incluía ninguna justificación cuantitativa de su afirmación de que esas eran las tasas respectivas de crecimiento de la población y los recursos. Además, el libro de Malthus estaba siendo desmentido empíricamente gracias a las consecuencias de la revolución industrial en el campo. Contra lo que Malthus había afirmado, la producción de alimentos había crecido exponencialmente, y si las multitudes que malvivían en los barrios obreros no comían lo suficiente era porque no podían pagarlo, no porque no se pudiera producir.

John Stuart Mill escribía mucho mejor que Ricardo y Malthus, y su prosa luminosa era un placer para el lector, pero a nivel científico era un retroceso incluso respecto a Ricardo. Menos gráficos, menos rigor en las descripciones, y aunque todos los párrafos estaban marcados como proposiciones, no tenían una estructura lógica de axioma, postulado y corolario.

La conclusión de sus lecturas era clara: la Política Económica no era una ciencia moderna, y apenas si podía ser llamada ciencia porque carecía de un lenguaje algebraico en el que almacenar y comunicar el conocimiento. Se parecía a una primitiva meteorología de puerto de pescadores, llena de refranes y tópicos mezclados con consejos y apelaciones vacías al sentido común. Para una persona con formación matemática avanzada que estaba al corriente de los trabajos de Kelvin, Maxwell y Boltzman, aquello era ridículo. Se estaba opinando sobre temas que afectaban a las vidas de millones de personas utilizando razonamientos cuyo rigor no sería aceptable ni para construir la casita del perro en el jardín. Los economistas llenaban páginas y páginas con razonamientos verbales que podían ser defendidos o rebatidos simplemente discutiendo el significado de una palabra. Marshall era un experto en palabras, su conocimiento de las lenguas muertas y las sutilezas de la traducción le enseñaban hasta qué punto el significado de una palabra es arbitrario y cambia con el contexto. A la economía le hacían falta las matemáticas que estaban revolucionando todas las demás ramas de la ciencia.

La aproximación matemática a la economía, (llamada “aproximación inductiva”) tenía partidarios, pero era despreciada por la escuela clásica y muy especialmente por Adam Smith. Algunos economistas, como por ejemplo William Stanley Jevons, habían compilado series de valores económicos, estudiando polvorientos registros centenarios. Tenían series que para algunas localidades abarcaban más de un siglo, con los precios de diversos productos en los mercados semanales, las rentas de los hogares, la población, etc. Jevons y los economistas inductivos confiaban en que hallarían regularidades en esas series de números y que podrían describirlas con fórmulas, tal como había hecho Kepler con las observaciones de Tycho Brahe. El plan de Jevons era describir las variaciones en los precios como una estructura de diversos ciclos superpuestos y después averiguar a qué respondía cada ciclo. Si lo lograba, podría predecir los valores futuros de las series tal como Newton había predicho la altura de las mareas. Jevons encontró muchas formas de descomponer las series en ciclos de diferente longitud de onda y conjeturó muchas explicaciones para cada ciclo, pero nunca logró nada sólido.

Marshall estaba de acuerdo con los economistas de la escuela clásica en que este método de recopilar series de cifras y analizarlas en abstracto no daría resultado. Se había intentado en otras disciplinas como la meteorología o el magnetismo terrestre y no había llevado a ninguna parte. Joseph Fourier había demostrado que cualquier curva, por loca que parezca, puede ser aproximada por una suma de sinusoides regulares. Esto garantiza que cualquiera que busque ciclos en cualquier serie los va a encontrar, y podrá después inventarse la explicación que quiera para cada uno. Para Marshall la verdadera ciencia funcionaba al revés. Primero había que crear un modelo matemático, luego estudiar la relación entre sus variables, y finalmente aplicar valores reales para ver si funcionaba. Kepler había encontrado su fórmula porque intentaba encajar las mediciones reales de Brahe en el modelo de sistema solar de Copérnico. Antes de medir nada hacía falta un modelo matematizable.

Mientras daba vueltas al problema, Marshall leyó un libro muy corto pero que resultó determinante para fijar definitivamente el marco epistemológico con el que trabajaría. Se trataba de Recherches sur les principes mathématiques de la théorie des richesses, escrito en 1838 por Augustin Cournot. La mayor parte de las matemáticas que conocía Marshall habían sido elaboradas por franceses o por extranjeros residentes en París. Muchas naciones europeas habían contribuido al avance del análisis matemático, pero ninguna como Francia. Durante el siglo XVIII se había ido construyendo una tradición que había florecido a caballo entre ese y el siguiente siglo. Una enorme proporción de las herramientas matemáticas utilizadas por los ingenieros y científicos contemporáneos de Marshall llevaba apellidos franceses. Cournot era amigo de Dirichlet (que había dado nombre a una docena y media de celebérrimos objetos matemáticos) y asistía con él a conferencias impartidas por Laplace, una leyenda de la talla de Euler y Leibnitz. Su protector había sido Poisson, otro nombre familiar para quien se adentraba en el país de la alta matemática. Cournot opinaba desde el pedestal de Cauchy, Legendre o Fourier, y a ojos de Marshall era una autoridad científica incontestable.

En su libro, Cournot deploraba el poco uso que se hacía de las matemáticas en la «ciencia económica» y desmontaba la falacia de que, si no era posible poner valores concretos a los resultados de las ecuaciones, éstas resultaban inútiles. Conocer las relaciones entre los movimientos de las variables era muy valioso porque permitía caracterizar la estructura del mecanismo económico. La creación de un modelo matemático congruente a priori era la forma científica de sistematizar la toma de datos. Las variables observables podían ser puestas en relación con las no observables, al igual que los astrónomos deducen la posición en tres dimensiones de los planetas de las lecturas bidimensionales de sus coordenadas en el cielo.

Tras esta introducción metodológica, Cournot dedicaba cada capítulo a un excurso algebraico sobre un tema económico concreto. El más brillante es el que estudia el duopolio (un mercado en que sólo hay dos oferentes), donde a partir de una sencilla reflexión sobre la aproximación al equilibrio en pasos sucesivos construye un elegante sistema de ecuaciones diferenciales. Sin escribir un solo valor numérico ni postular más que un puñado de supuestos muy razonables, Cournot halla el precio y las cantidades que producirá cada empresa cuando la situación llegue al equilibrio, es decir, cuando variar deje de ser rentable a ambos oferentes, un precedente claro de los métodos de inferencia que utilizaría Marshall y una referencia seminal al equilibrio como estado natural del sistema.

Alrededor de la época en que Marshall leía a Cournot, le fue asignada una sustitución en un curso de economía política, no sabemos si a iniciativa suya o por pura casualidad. Marshall aceptó impartir la asignatura durante un año, pero insistió en que él no era economista, seguramente porque a esas alturas esa palabra para él era sinónimo de «analfabeto matemático». A todos los que le preguntaban si pensaba dedicarse a la economía les contestaba que en ese país él era un visitante que deseaba volver a casa cuanto antes. Pero lo cierto es que el problema moral de la pobreza le creaba un imperativo del que no sabía desprenderse. Se compró un cuadro que representaba un mendigo tirado en una acera y lo colgó en su habitación para que le recordara la existencia de los pobres. Su tradición familiar religiosa le impregnaba de un sentido de misión que lo fue arrastrando hasta que tomó la decisión de consagrar su vida a convertir la economía en una verdadera ciencia que pusiera fin a la pobreza. Al principio había pensado escribir una serie de monografías sueltas al estilo de Cournot, pero cuando había escrito unas cuantas, decidió acometer una obra mucho más ambiciosa que refundara la economía política sobre cimientos analíticos matemáticos tal como los Principia de Newton habían refundado la física.

2. Un nuevo comienzo

La primera parte de la tarea era modelizar la economía utilizando unos elementos abstractos que representaran a los actores reales. Newton había estudiado el comportamiento de los cuerpos celestes abstrayéndolos como objetos puntuales cuya única magnitud era la masa, y cuya única relación entre sí era la distancia. En ese mismo momento, James Clerk Maxwell estaba modelizando los fluidos a base de considerarlos formados por partículas iguales entre sí cuya única magnitud relevante era la velocidad, entendida como energía cinética. Muchos científicos criticaban esta aproximación alegando que las partículas que formaban cada tipo de fluido debían ser diferentes, ya que los fluidos en sí eran diferentes. De hecho, todavía no había ninguna prueba de que los fluidos no fueran continuos o no estuvieran formados por muchos tipos de partículas con cualidades elásticas diferentes. Si el modelo funcionaba, consagraría la existencia de esas partículas iguales, por muy anti intuitiva que resultara la idea. Al igual que Maxwell describía la temperatura de un cuerpo como epifenómeno de la agitación de sus moléculas, Marshall buscaría caracterizar las grandes variables económicas como epifenómenos del comportamiento individual de unos individuos genéricos abstractos e iguales entre sí. Si para Maxwell la velocidad de cada partícula individual era irrelevante e imposible de calcular, para Marshall el comportamiento de cada individuo no importaría sino como parte del agregado social. Adicionalmente, el ejemplo de Maxwell reforzaba la metodología basada en suponer que hay un estado de equilibrio al que tiende el sistema y que por tanto basta calcular cuál es para conocer el comportamiento futuro del sistema.

Para construir su individuo abstracto matematizable, Marshall partió de las ideas de Jeremy Bentham. Frente al modelo de comportamiento humano que presentaban muchos moralistas en el que la creencia en Dios era lo único que evitaba al hombre caer en el pecado y la depravación, en el utilitarismo de Bentham la búsqueda del placer conducía también a la virtud porque la naturaleza humana era virtuosa. Estas ideas tenían una gran difusión y marcaban el abandono progresivo del deísmo entre los intelectuales victorianos. Lo que llamó la atención a Marshall es que, a diferencia del modelo deísta en el que el comportamiento requiere dos variables, placer y represión, para Bentham el comportamiento humano estaba guiado por un solo impulso. El utilitarismo era una teoría moral que especulaba sobre la naturaleza humana y no tenía ninguna pretensión de ser la base de un razonamiento económico. Sin embargo, Marshall halló en el utilitarismo una implicación lógica muy útil para sus propósitos: si el individuo puede guiarse por su preferencia por el placer es que puede clasificar sus comportamientos futuros en función de la satisfacción que le producirán. Si los planetas de Newton caían unos hacia otros, los individuos abstractos de Marshal buscarían obtener la máxima “utilidad”. El axioma implícito al utilitarismo de que eran capaces de discriminar entre las diversas opciones que les eran ofrecidas garantizaba que su comportamiento fuera unidireccional, y que fuera posible construir un conjunto ordenado, precisamente lo que se necesitaba para realizar la analogía con el plano y la recta real que implicaba el tipo de matematización que buscaba Marshall.

Puesto que buscaba describir la economía, estudió cómo esa búsqueda de utilidad de cada individuo se relacionaba con su deseo de adquirir bienes. Ahora ya tenía un modelo, y por tanto podía trabajar en términos matemáticos, considerando las variaciones de estas dos magnitudes como una curva sobre el plano. Parecía claro que la curva sería creciente porque, por construcción, cuanta más cantidad, más satisfacción. Pero Marshall se dio cuenta que la satisfacción no crecería igual en toda la curva. Una persona que hubiera cruzado el desierto y llevara un día entero sin agua obtendría mucho placer de las primeras gotas que le dieran. Luego seguiría obteniendo placer, pero cada vez menos. Finalmente, llegaría un momento en que no querría más agua porque el agua adicional no le proporcionaría placer alguno. Es decir, la satisfacción adicional de cada gota disminuye hasta que llega a cero y la persona rechaza el agua. En términos geométricos, la curva empieza con una pendiente muy fuerte que va disminuyendo hasta que se aplana y se llega a un máximo desde el que solo se puede descender, porque si se sigue proporcionando agua esta le causa al individuo displacer y, por tanto, la utilidad acumulada disminuye. Si en lugar de regalarle el agua se la vendemos, ¿cuándo dejará el individuo de comprarla? La respuesta evidente es que seguirá comprando agua hasta que la satisfacción adicional por la siguiente gota sea menor que el displacer de desprenderse del dinero. En términos matemáticos, comprará agua hasta que la utilidad que le proporciona la gota adicional iguale al precio.

Refinando un poco más el modelo, Marshall estudió el caso en que al individuo se le ofrecen dos bienes, como por ejemplo agua y comida. La tasa a la que el individuo cambiará agua por comida variará según la disponibilidad de dinero que tenga. Si tiene poco lo gastará todo en agua, pero si tiene más querrá también comida en una proporción que determina unas curvas sobre el plano llamadas curvas de indiferencia. Para cada importe a disposición del individuo, éste buscará maximizar su utilidad. Si suponemos cantidades crecientes de dinero y marcamos los puntos que representan los óptimos para cada cantidad, trazaremos sobre el plano una curva que no es otra cosa que la curva de demanda individual. Sumando todas las curvas de demanda individuales de todos los habitantes de un país, era posible obtener la curva de demanda agregada. El modelo de Marshall permitía nada menos que definir la demanda de bienes y servicios para toda la economía.

Una vez determinada la relación entre el precio y la cantidad demandada por los consumidores, debía ahora definir analíticamente la curva de oferta. Razonó de forma análoga como lo había hecho con la demanda, y afirmó que, igual que un consumidor saca cada vez menos utilidad de un producto, el dueño de una fábrica obtenía cada vez menos rendimiento a medida que usaba más y más materia prima. Cuando la fábrica estaba parada, las primeras libras de materia prima serían muy productivas. Pero, a medida que la capacidad de producción se fuese saturando, aparecerían cuellos de botella que causarían pérdidas de material. El dueño de la fábrica añadiría más materia prima hasta que el aumento de una unidad más no repercutiese en un aumento de producción que lo compensara. La cantidad de materia prima que utilizaría sería aquella tal que el rendimiento marginal de la última unidad igualase al coste (es decir, el precio unitario de la materia prima). Marshall podía construir también la curva agregada de oferta. Cuando la dibujaba en un mismo diagrama que la curva de demanda, obtenía una representación gráfica del punto de equilibrio. Este era el lugar geométrico en que la economía estaría en equilibrio, produciendo lo necesario para ser consumido, a unos precios que satisfarían a todos los participantes en el mercado. El gráfico donde se muestran las curvas de oferta y demanda se convertiría en el emblema de la economía marshalliana.

Satisfecho con su modelo, Marshall se dispuso a escribir su opus magnus, que se llamaría Principles of Economy para emular los Principia Mathematica de Newton. Por fin, la sociedad dejaría de estar a merced de las fuerzas oscuras y desconocidas que creaban las crisis de demanda, los pánicos bancarios, la pobreza crónica y todo el resto de desastres que caracterizaban a la “ciencia sombría”, uno de los sobrenombres de la economía.

3. Decepción

Marshall se debió dar cuenta muy pronto de lo artificioso e inútil de su modelo. Durante veinte años luchó por ampliarlo y sofisticarlo para que los resultados pudieran compararse con observaciones en el mundo real, pero el resultado fue bastante pobre. Se sabe que no estaba satisfecho con lo que iba escribiendo porque lo discutía a menudo con sus alumnos y estos lo veían dudar y cambiar de opinión, más frustrado cada vez. Especialmente problemática le parecía la modelización de la función de producción, que efectivamente sería refutada en innumerables ocasiones, como por ejemplo en “el debate de los dos Cambridge” a mediados del siglo XX cuando Joan Robinson demostró su absurdidad intrínseca.

Es posible, hasta cierto punto, aceptar que un consumidor puede consumir cualquier combinación de bienes, variando la cantidad de cada uno atendiendo a los cambios en el precio y a la utilidad (placer) que le reporte el consumo de cada uno. En cambio, un ingeniero que dirige una fábrica que produzca un bien concreto carece de ese margen para sustituir unos factores por otros. Como mucho puede variar las cantidades adquiridas de materia prima para regular la cantidad producida del bien, pero está claro que no puede cambiar la proporción entre unas materias primas y otras. Además, el modelo no distingue entre capital fijo y capital variable, ni tiene manera de expresar las variaciones de stocks. La conclusión evidente es que las funciones matemáticas “continuas y derivables” que requiere el cálculo infinitesimal no podían modelizar el comportamiento real de las fábricas.

La intención de Marshall de hacer un libro completamente científico en sentido de que todas sus proposiciones fueran de índole matemática se fue torciendo hasta frustrarse completamente. El resultado final fueron páginas y páginas del tipo de prosa que tanto había odiado en sus antecesores. Sus matemáticas son de un nivel infinitamente superior a las de Ricardo o Adam Smith y en los Principles of Economy el álgebra es la protagonista de los momentos estelares, pero el libro no gira sobre ella. Lo que da unidad al libro son largas disquisiciones salpicadas de notas, excepciones y puntualizaciones. A diferencia de muchos de sus seguidores durante el siglo y medio siguiente, Marshall tuvo la honestidad científica de renunciar al exceso de modelización cuando eso le alejaba de la realidad, y convirtió los diagramas en consecuencias de la prosa, lo contrario de lo que había pretendido.

Parte del desconcierto que sufrió durante la redacción del libro se puede relacionar con la crisis económica de 1873, que se desató cuando apenas había empezado a escribir. Aún hoy, esa crisis se puede considerar como la más larga y profunda de todas las que han sucedido desde que la economía dejó de estar gobernada por el ciclo de las cosechas. En pocos meses cerraron 10.000 empresas solo en Estados Unidos, enviando al paro a millones de trabajadores. Pero lo que resultó más llamativo fue su duración: veinte años después, cuando Marshall por fin publicó su libro, los precios aún estaban cayendo. Un bien comprado en 1873, en 1890 valía menos de la mitad. El modelo de Marshall no podía explicar qué estaba pasando o qué había que hacer para solucionarlo. La explicación de los economistas no-matemáticos que Marshall había despreciado seguía los parámetros clásicos. El descubrimiento de oro en Australia y California en la década de 1850 había creado dinero que no tenía respaldo real porque aparecía de la nada (de las minas). Esto había producido una “falsa prosperidad” que había hecho que tanto los bancos como los gobiernos hubieran incrementado el efecto poniéndose ellos mismos a crear dinero (los bancos dando crédito al descubierto y los gobiernos imprimiendo billetes). Cuando, en 1870, se habían agotado las minas de oro y éste había dejado de fluir, la economía había vuelto a su “nivel natural”. Eso había hecho que también el “dinero falso” (sin respaldo) creado por los bancos y los gobiernos se destruyera, haciendo el escalón a bajar aún más alto. Así que, en realidad, no había habido ninguna crisis sino solo una vuelta al nivel real tras unos años de falsa prosperidad. Y no faltaban los economistas que decían que los precios no estaban bajando, sino que era el oro el que subía, por lo que la deflación era tan solo la percepción incorrecta de un fenómeno intrascendente. En definitiva, se imponía una vez más el blablablá que tanto le había ofendido en su juventud.

A medida que la depresión y la deflación se prolongaban, Marshall se sintió más y más interpelado a dar respuesta. Intuitivamente, se dio cuenta que el dinero financiero era una mercancía extraña que no encajaba en su modelo. Algunos actores económicos podían crearlo a voluntad, y cuando se destruía no dejaba ningún rastro. Pero aquí Marshall llegó a su límite como científico. En lugar de analizar la naturaleza del dinero financiero (es decir del dinero en general, porque la materialidad del oro es ilusoria), se apuntó a la tesis de que el mercado de dinero “distorsiona” el resto de mercados porque los operadores “se comportan mal”. La típica verborrea clásica a base de juegos de palabras y apelaciones morales.

El fracaso de su proyecto no hizo que Marshall perdiera la fe en la aplicabilidad de las matemáticas a la economía. Pensó que él había establecido los fundamentos y que quedaba para la siguiente generación continuar construyendo sobre ellos. Aceptó que mientras la economía científica, es decir matemática, no estuviera en condiciones de ofrecer una descripción del mecanismo interno de los procesos económicos habría que conformarse con el tratamiento empirista, sintomático y aproximativo que habían practicado los economistas desde tiempo inmemorial.

A pesar de la decepción de Marshall con su propio proyecto, sus contemporáneos saludaron los Principles of Economy como si Marshall fuera realmente el Newton de la economía. La elegancia de las demostraciones y la sofisticación del aparato matemático causaron sensación entre los economistas, la mayor parte contables o moralistas en la estela de Stuart Mill. Llegaron noticias de académicos que estaban construyendo modelizaciones parecidas. Carl Menger en Viena, capital entonces del Imperio austrohúngaro, Léon Walras en la ciudad suiza de Lausanne, así como varios autores más habían tenido noticia del libro de Cournot y habían desarrollado sistemas parecidos al de Marshall con pequeñas diferencias de nomenclatura. El propio Jevons había abandonado sus series de números para volcarse en un análisis teórico similar al de Marshall. Este fenómeno de científicos trabajando de manera independiente en un problema y llegando a conclusiones similares era muy conocido en las ciencias físicas, y era un excelente augurio de que todos estaban en el buen camino. En este caso, sin embargo, era producto de que todos compartían las mismas limitaciones conceptuales.

Contra su propia intención inicial, Marshall había creado una poderosa justificación científica de la necesidad económica de la pobreza, y muy especialmente de la conveniencia de mantener los salarios en el nivel de la mera subsistencia (la “Ley de Hierro” ricardiana). En su búsqueda de una modelización de los procesos económicos, Marshall había acudido fatalmente a la astronomía de Newton y a la física molecular, introduciendo en su modelo la metáfora del equilibrio como estado estacionario y por tanto “natural”. Para que en su modelo existiera ese equilibrio, los salarios y el dinero debían funcionar como las demás mercancías. Las consecuencias eran salarios de subsistencia y el patrón oro. Marshall había sustituido el imperativo moral de mejorar la felicidad de los más desfavorecidos por un imperativo quasi físico de garantizar el “equilibrio natural” del sistema, asociando este equilibrio a una eliminación de las “interferencias” (como, por ejemplo, los sindicatos o las leyes laborales). Marshall había creado una religión laica que justificaba científicamente el mundo que había querido cambiar.

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9 /

2021

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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