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José Antonio Estévez

Nuevas aventuras de la directiva Bolkestein

El día 15 de agosto, el Consejo de Ministros presidido por José Luis Rodríguez Zapatero adoptó un programa de medidas para hacer frente a la crisis económica. Una de ellas consistía en acelerar la transposición de la directiva europea de servicios. Es decir, en incorporar lo más rápidamente posible al ordenamiento español las disposiciones contenidas en esa norma europea.

La “directiva de servicios” (como la han denominado los medios de comunicación españoles) o, para ser más precisos, la directiva 2006/123 relativa a los servicios en el mercado interior no es otra sino nuestra vieja conocida la “directiva Bolkestein”, llamada así por el apellido del Comisario europeo que la promovió inicialmente.

Habíamos dejado el relato de las andanzas de esta norma en febrero de 2006: después de una intensa campaña de movilizaciones, el Parlamento Europeo, en una votación celebrada el día 16 de ese mes, había introducido una serie de enmiendas a la propuesta inicial de la Comisión. Para entender mejor lo que ha ocurrido desde entonces es necesario recordar cuál era el sentido de “la directiva Bolkestein” y por qué suscitó tanta oposición:

Desde mediados de los años ochenta, la Unión Europea está embarcada en la tarea de la creación de un mercado único dentro de sus fronteras. Se trata de construir un espacio económico homogéneo para que las empresas puedan operar a nivel europeo. Para ello, es necesario que esas empresas no tengan que ajustarse a normativas distintas para producir y distribuir bienes y servicios en el territorio de los diferentes estados de la UE.

El mercado europeo está ya muy unificado en materia de bienes. Por ello, la mayor parte de los productos fabricados en un país de la UE pueden comercializarse sin restricciones en cualquier otro estado de la Unión. Sin embargo, no existe un mercado único de servicios a nivel europeo (aunque, dicho sea de paso, la distinción entre bienes y servicios ha perdido buena parte de su sentido en la llamada “sociedad de la información”). Una de las vías para conseguir la unificación del mercado es la armonización normativa. Consiste en la elaboración de directivas que establezcan unos criterios de regulación común para todos los Estados. Eso puede tener como resultado un incremento de las exigencias para las empresas, como ocurrió en materia medioambiental. En ese terreno, los países más estrictos en cuestiones de protección del medio ambiente exigieron que las directivas en esta materia establecieran unos estándares medios bastante exigentes para todos los estados de la UE (la eficacia de las directivas resultantes es ya otro cantar).

Otro de los mecanismos para conseguir el objetivo de que las empresas europeas no tengan que adaptarse a diversas normativas es el llamado “principio del país de origen”. De acuerdo con este principio, la empresa se regirá por las normas del país donde tenga su sede oficial y los estados en que desarrolle su actividad deberán respetar esa normativa. El proyecto de la directiva Bolkestein optó decididamente por el principio del país de origen: éste quedó explícitamente establecido en el artículo 16 del proyecto.

Ese artículo y el mecanismo que establecía fue uno de los objetivos centrales de las movilizaciones contra el proyecto de directiva, que culminaron en las grandes manifestaciones de febrero de 2006 en Estrasburgo, sede del Parlamento Europeo. El principio del país de origen abría claramente las puertas al “dumping social” por parte de las empresas de servicios. Incentivaría que esas empresas establecieran sus sedes en los países menos exigentes en materia social o fiscal. Así, una empresa de servicios alemana podía crear una filial en Polonia y ofrecer servicios en Alemania con trabajadores, salarios y fiscalidad polaca.

¿Cómo ha quedado esta cuestión en el texto de la directiva aprobada finalmente el 12 de diciembre de 2006?

Como ya se ha señalado, el Parlamento Europeo votó el proyecto de directiva en febrero de 2006 en primera lectura. En el periodo que va de mediados de 2004 (cuando se da cuenta al Parlamento de dicho proyecto), y febrero de 2006 (cuando tiene lugar la votación), los socialdemócratas negociaron un acuerdo con los cristianodemócratas y los liberales para introducir una serie de enmiendas a la directiva. Tras la votación, los partidos socialdemócratas y los medios de comunicación ofrecieron la versión de que se había conseguido suprimir el principio del país de origen. También lo hizo así la Confederación Europea de Sindicatos y bastantes dirigentes sindicales de los diferentes estados de la UE. Por no señalar a nadie demasiado cercano, el responsable de Relaciones Internacionales de la CGTP, el sindicato mayoritario portugués, declaró textualmente: “el principio del país de origen fue derrotado”. De ese modo, se creó la apariencia de que se habían alcanzado los objetivos principales de la lucha, lo que tuvo un efecto desmovilizador.

Lo que se ocultó en esta versión de los hechos es que una enmienda del grupo Izquierda Unitaria Europea, que planteaba prohibir expresamente la aplicación del principio de país de origen, fue rechazada por el Parlamento. Si se quería eliminar el principio del país de origen, ¿por qué se votó en contra de una propuesta que lo excluía de forma explícita?

Después de la votación parlamentaria en primera lectura, el texto se transmitió al Consejo (integrado por los representantes de los gobiernos) que adoptó una resolución (una “posición común” en lenguaje técnico) en la que aceptaba algunas enmiendas del Parlamento y rechazaba o matizaba otras. El Parlamento se plegó totalmente a los planteamientos del Consejo (aunque hubiera podido oponerse) y votó a favor de la “posición común” en noviembre de 2006. Renunció así a mantener sus enmiendas (con lo que el proyecto hubiera tenido que ir a un Comité de Conciliación) o a rechazar la propuesta, con lo que la directiva no se hubiera aprobado.

Una de las enmiendas que el Consejo aceptó fue la supresión de la referencia al principio del país de origen. De ese modo, este principio no se reconoce explícitamente en el texto. Si embargo, se mantiene de manera implícita. No hay más que ver las restricciones que se imponen a los estados a la hora de regular la actividad de empresas de servicios extranjeras en el nuevo artículo 16 titulado ahora “libre prestación de servicios”.

Con ser la cuestión del principio del país de origen muy importante, hay otra que tiene igual o mayor trascendencia y a la que quizá no se ha prestado la suficiente atención. Se trata de que la directiva lleva a cabo una desregulación radical de la actividad de prestación de servicios. Una vez que se trasponga, los poderes públicos de todos los niveles verán enormemente restringida su capacidad de reglamentar esta materia. Por poner un ejemplo cercano, con el texto de la directiva en la mano (especialmente el artículo 14) será prácticamente imposible que la Generalitat catalana pueda mantener con éxito su pretensión de regular los horarios comerciales. Eso significará un triunfo de las grandes superficies, con las consecuencias sociales, urbanísticas, laborales y culturales que tiene un modelo de comercio basado en hipermercados abiertos a todas horas siete días a la semana y a los que sólo se puede llegar en automóvil privado.

Frente a ese panorama sólo cabe tener la esperanza de que las fuerzas políticas y sindicales honestas y responsables aprovechen los diferentes hitos del proceso de trasposición de la directiva para reabrir el debate e informar con claridad a la opinión pública acerca de las consecuencias reales que acarreará su implantación. Sería necesario que con ocasión de la apertura del proceso se reactivaran, a nivel estatal, las movilizaciones contra la directiva. Pues las razones que llevaron a las protestas del año 2006 no han cambiado en nada que sea realmente sustancial.

9 /

2008

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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