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Juan-Ramón Capella

Mercantilización y politización del deporte

La noticia de los problemas de adicción a las drogas del tenista retirado André Agassi contiene una particularidad: fue el propio padre del deportista quien le facilitó “pastillas” para que siguiera compitiendo. La irresponsabilidad de ese padre, ansioso por lucrarse con las ganancias del hijo, es un caso extremo. Más cerca tenemos otros, también en tenistas empujados por familiares al más alto rendimiento deportivo y publicitario. Ahí está la brevedad de la carrera de Sergi Bruguera, entrenado por su padre; y no se puede excluir que las dificultades de Nadal para mantenerse a máximo nivel cuando aún no ha alcanzado la plenitud de su desarrollo físico tengan que ver con el hecho de haber sido entrenado por su tío. Estamos hablando de la cúspide: abajo, entre los parias, están los trabajadores que animan a sus hijos a abandonar o preterir los estudios para dedicarse al deporte con la esperanza de salir de la pobreza. Muy pocos de éstos se convertirán, siempre por breve tiempo, en estrellas.

Es obvio que el deporte ha dado varias vueltas de tuerca en la modernidad reciente, en los últimos cincuenta años. De la práctica deportiva se pasó primero al deporte como espectáculo de masas. Ahí se pusieron las bases de la identificación entre espectadores y deportistas, alimentándose una emoción nueva: la emoción partidista. Una emoción peligrosa, que a veces acaba a cuchilladas y a veces en catástrofes en los estadios. Pero que suministra, en una sociedad desquiciada como la contemporánea, una válvula de escape a la tensión social, a las vidas sin esperanzas reales de mejora que el mercantilismo anti-igualitario construye para la mayoría.

Se trata de un mecanismo importante. El fútbol fue inicialmente una pasión de la clase trabajadora británica. Los mecanismos psicológicos de la identificación con un equipo en competición merecerían un estudio pormenorizado que, obviamente, es imposible aquí. Un mecanismo que probablemente nos retrotrae a nuestro pasado de horda. Tiene la fuerza de los mecanismos religiosos (ya sabéis: la religión es el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón, el alma de un mundo desalmado). Es el opio del pueblo.

En los últimos años del deporte-espectáculo de masas se ha pasado al deporte como soporte de la publicidad en los medios masas. El deporte es objetivamente una simple pieza de la maquinaria de creación de sentimientos de carencia en las personas, de la incitación a consumir. Las retransmisiones audiovisuales de acontecimientos —en realidad meros hechos— deportivos son simples soportes publicitarios. Se ha generado no sólo un pequeño ejército de deportistas de élite profesionalizado —según las preferencias de las distintas sociedades, pero con predominio mundial del fútbol—, pagado a partir de los ingresos publicitarios, sino también un ejército muy superior en número de plumíferos y comentaristas audiovisuales encargados de mantener engrasado ese soporte mediático. Se editan periódicos dedicados específicamente al deporte y en ninguno de información general pueden faltar las páginas deportivas. Los telediarios han de convertir en noticia la menor minucia de esos circenses. (Curiosamente, las dificultades específicamente técnicas de la práctica y la competición deportiva ocupan en los medios de masas un espacio marginal.)

Además, al deporte se le echa la guinda política. Los poderes públicos y los sponsors privados saben muy bien que una sociedad enajenada necesita superhéroes, que la publicidad los crea y que asociarse a tales superhéroes proporciona a los detentadores de poder una legitimación que necesitan desesperadamente dada su característica incapacidad para cumplir sus promesas de mejoramiento social. Por eso los jefes de estado y de gobierno, los dirigentes de partido, los ministros, alcaldes y banqueros abrazan a los deportistas sin importarles su sudor ni su olor —el olor no lo transmiten los medios audiovisuales—. El deporte se convierte también en asunto de estado crecientemente importante (hasta el punto de que una alcaldía puede gastar millones de sus ingresos fiscales en la mera solicitación de una sede deportiva); el fisco financia organismos públicos e instituciones que aseguran el sistema deportivo profesional. Algún gladiador con mentalidad corporativa y el partido de la derecha han solicitado en España la creación de un Ministerio de deportes. ¿Qué pasaría si no hubiera deporte publicitario? Lo principal es que sólo pasaría todo lo demás. Y eso sería insoportable.

El deporte profesional de competición tiene otra consecuencia importante: difunde socialmente una representación de la vida como una competición de unos contra otros y sacraliza unos valores individualistas que adquieren más relevancia que los valores de solidaridad interna que caracterizan a los buenos equipos. Valores que nunca llegan a ocupar el primer plano en las representaciones colectivas. Para los chavales de los colegios lo que cuenta es destacar como “crack”, o sea, el individualismo. No la solidaridad con los demás. Publicita el deseo de ganar, cuando, en realidad, se puede perder ganando y ganar perdiendo. El film La soledad del corredor de fondo debería ser de proyección recomendada en las escuelas que no busquen formar corderos conformistas.

Sin el ejército publicitario y político algunas gentes podrían optar. Podrían aceptar que el deporte como espectáculo es esencialmente infantil, emocional, basto e infinitamente repetitivo. Que la mayoría de las competiciones son un tostón de escasa calidad aunque no falte la emoción por ver quién gana. Y que a fin de cuentas los sueldos millonarios de los deportistas, los negocios de los clubs y las lujosas sinecuras viajeras de las autoridades se pagan con el coste por publicidad incorporado en el de los productos que adquieren con sus salarios, y también con sus impuestos. El deporte mediático es un producto más de una sociedad barbarizada. Donde el dominio social se aprovecha de la admiración que despiertan los héroes en las  subjetividades aunque los sujetos se nieguen a ver que esos héroes, en realidad, se suceden contínuamente y que suelen ser de cartón, a diferencia de los héroes anónimos que padecen por la defensa de las libertades de todos; de los científicos que aportan con esfuerzo desinteresado avances de la medicina; o de ellos mismos, verdaderos héroes cotidianos en su esfuerzo por mantener a sus familias.

12 /

2009

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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