La lucha de clases, que no puede escapársele de vista a un historiador educado en Marx, es una lucha por las cosas ásperas y materiales sin las que no existan las finas y espirituales. A pesar de ello, estas últimas están presentes en la lucha de clases de otra manera a como nos representaríamos un botín que le cabe en suerte al vencedor. Están vivas en ella como confianza, como coraje, como humor, como astucia, como denuedo, y actúan retroactivamente en la lejanía de los tiempos.
Albert Recio Andreu
Cuaderno de depresión: 4
La trampa del euro
I
Lo peor que puede ocurrirle a una profecía es que se cumpla, y la crisis del euro nos sitúa en esta posición a todos aquellos —más bien pocos y con poca energía— que nos movilizamos contra el Tratado de Maastricht. Basta realizar una búsqueda documental en las revistas críticas como mientras tanto, o en los materiales que en su momento elaboraron las plataformas críticas, para constatar que nos encontramos en uno de los peores escenarios previstos por los analistas críticos. Supongo que, como a muchos otros, a uno le entra la sensación de padecer el síndrome de Casandra: el de la impotencia por no haber convencido a suficiente gente en el pasado y el de la misma impotencia por no poder impedir la catástrofe a la que nos condenan una serie de malas decisiones.
Como dijimos entonces, el problema fundamental del euro era su construcción como una mera unificación monetaria, sustentada en una institución, el Banco Central Europeo, a la que sólo se le encargaba el control de la inflación mientras, en cambio, estaban ausentes tanto una política fiscal común como la creación de un marco estatal colectivo. Dado que los países integrantes de la Unión Europea mantenían entre sí enormes diferencias en cuanto a estructura productiva, dimensión económica y desarrollo del sector público, era previsible que estuvieran sometidos a tensiones económicas de desigual magnitud, que serían en muchos casos insoportables a falta de una política fiscal colectiva. De hecho, el propio proceso de unificación podía acelerar estas tensiones. Por una parte, uno de los argumentos más favorables a la unión (bien reflejado en el documento “Los costes de la no Europa”) era que la integración económica favorecería la eficiencia económica al posibilitar el funcionamiento de plantas productivas más grandes que se beneficiarían de economías de escala mayores. Sin embargo, se pasaba por alto que si la lógica de la integración conducía a esta reestructuración y concentración de plantas productivas, ello podía tener importantes impactos territoriales, puesto que unas naciones o regiones saldrían beneficiadas (aquellas en los que se concentraran esas plantas) y otras perjudicadas. Algunos de los problemas del sur de Europa radican en esta estructura productiva desigual y en la dinámica generada por la integración. Por otra parte, la moneda única tenía muchas posibilidades de apreciarse frente a otras monedas cuyos gobiernos optaran por promover políticas de gasto más generosas o simplemente con manejo político del tipo de cambio. Esto es lo que ha ocurrido con el euro frente al dólar y el yuan, y ha agravado la posición de los países con menor desarrollo, más afectados por la competencia de países con bajos salarios y sin la oportunidad de devaluar su moneda cuando las cosas fueran mal.
La negativa a desarrollar un sistema fiscal único ha privado a la UE de la posibilidad de desarrollar una política comunitaria de apoyo a las áreas más desfavorecidas en caso de crisis y ha favorecido la competencia fiscal a la baja (propiciada incluso por la incapacidad o falta de voluntad de la propia Unión para erradicar los paraísos fiscales interiores, como son los muy destacados casos de Luxemburgo, las diversas colonias británicas y, en parte, Irlanda y Holanda). Las políticas de limitación del déficit impuestas por el Tratado de Maastricht, en parte para evitar la lenidad fiscal de los siempre sospechosos países del sur, lejos de contribuir al desarrollo de una fiscalidad responsable se han traducido en políticas de ajuste que han limitado el desarrollo del sector público de estos países sin tocar las bases del fraude fiscal.
Cuando la crisis ha estallado y el sistema ha sido puesto a prueba, se han vuelto visibles todas las incoherencias del proyecto. La política monetaria, lejos de paliar la crisis, la ha atizado, con alzas de los tipos de interés en 2008 y 2011 que han agravado la posición de los deudores. La negativa primero a financiar la deuda pública de algunos países, y después a financiarse con eurobonos, ha conseguido convertir un simple forúnculo (el déficit griego) en un cáncer que amenaza la supervivencia del conjunto; la imposición de planes de ajuste a corto plazo pone a las poblaciones de muchos países en una situación dramática y genera una nueva recesión que agrava aún más los problemas financieros; la imposibilidad de practicar una devaluación no es sustituida por ninguna política real que permita recomponer la estructura productiva de muchos países, y la aplicación de nuevas reformas laborales va a resultar tan inútil como las anteriores, aunque puede contribuir poderosamente a aumentar las desigualdades y la demolición de derechos. Todo esto lo avisamos bastantes veces, pero haber acertado en el diagnóstico no nos consuela, porque no ha impedido un ápice de sufrimiento social ni está sirviendo para un cambio de modelo.
Más bien, la propuesta de confluencia fiscal anunciada por la Comisión parece un mero mecanismo para imponer nuevos planes de austeridad a los países con problemas y para garantizar su cumplimiento. Los países periféricos del sur de Europa estamos en el proceso de transición desde el estatus de estados miembros al de meros protectorados, tal y como atestiguan los golpes de mano “blandos” que han impuesto en Grecia e Italia.
II
En este contexto, es fácil entender a la gente que piensa que el euro es la causa del problema y que lo mejor sería salir de la eurozona y volver a adoptar una moneda propia. Su argumento fuerte es que ello traería una devaluación monetaria que permitiría aumentar las exportaciones y tirar de la economía. Asimismo, podríamos eludir la brutal política fiscal que Alemania trata de imponer y ganar autonomía financiera.
No apoyé el modelo del euro ni apoyo la actual política europea (toda ella un dislate y un crimen social), pero me temo que no se va a producir una salida controlada del sistema euro y que, más bien, lo que nos cabe esperar es una operación mucho más caótica y provocada desde fuera. Como de lo que se trata es de prever qué puede ocurrir y contribuir al debate, ofrezco algunas reflexiones sobre qué ocurriría en el caso de una salida del sistema monetario actual.
Es cierto que una “nueva peseta” conllevaría una devaluación monetaria que podría mejorar la posición internacional de los productos españoles, pero hay que tener en cuenta algunas circunstancias que, cuando menos, generan escepticismo. Las devaluaciones tienen dos efectos: abaratan las exportaciones y encarecen las importaciones. El balance neto para un país es el resultado de la respuesta relativa de ambos tipos de productos a la variación de precios (la elasticidad-precio del producto). Cuando devalúa un país que produce bienes y servicios de alta demanda potencial, es posible que el resultado sea positivo. Por ejemplo, a Argentina la devaluación le permitió recuperar el turismo perdido y algo de su producción industrial al tiempo que se beneficiaba del tirón de la demanda mundial de alimentos. No obstante, en España puede que las cosas no estén tan claras, sobre todo por dos razones: por una parte, por la elevada dependencia energética, en un momento en que el precio del petróleo ya tira al alza por razones propias y en que la devaluación no haría sino encarecerlo aún más —una dependencia que vale también para otras materias primas básicas para el aparato productivo actual (soja, metales, etc.)—, y, por otra, por la propia reestructuración industrial de las dos últimas décadas, que ha provocado tanto la desaparición de líneas de producción que es imposible reanimar a corto plazo como la especialización de otras. La respuesta de cada sector es bastante incierta, pero mi presunción es que los efectos netos serían menores de lo previsto.
Si en el plano del comercio exterior las cosas no están claras, más negros aún son los nubarrones en otras esferas. Es poco creíble que un sistema público y un nivel de endeudamiento privado que llevan meses en el punto de mira de los tiburones financieros fueran a paliar las presiones sobre la deuda. Más bien, cabe esperar que la incertidumbre financiera se traduzca en pánico financiero, que es la mejor vía para acabar atrapados en el “corralito”, en recortes drásticos del gasto y en un mayor desastre social. La actitud temerosa de las capas medias con ahorros puede contribuir a acentuar esta tendencia al desastre. El euro fue una trampa, pero a menudo, cuando uno ha caído en ella, la vuelta atrás es lo menos factible y deben buscarse respuestas alternativas. Puestos a hacer proyecciones, parece más verosímil que nos acaben expulsando del euro, no que vayamos a tener un Gobierno dispuesto a desandar ordenadamente el camino. Un camino que, en todo caso, sería una aventura de alto riesgo.
III
Sólo somos figurantes del coro de una tragedia que otros han desatado. Pero, a diferencia de las obras griegas en las que el héroe es el que carga con la furia de los dioses o el destino inapelable, aquí todos los males van a caer sobre el coro. Debemos buscar otras respuestas. Unas, fundamentales pero no suficientes, ya las vamos dando cuando protestamos contra los costes del proceso, contra los recortes de todo tipo. Sin protesta no hay salida. Pero necesitamos más propuestas. Y éstas deben cubrir al menos dos posibles eventualidades: que sigamos en el euro o que nos echen de él.
La primera exige desarrollar un nuevo internacionalismo, puesto que no saldremos del marasmo sin un profundo rediseño de la Unión Europea. En nuestras movilizaciones y propuestas debemos incluir demandas de reforma del tratado actual, de creación de una buena política fiscal europea, de conversión del Banco Central en un verdadero prestatario financiero, de eliminación de los paraísos fiscales internos, de una política económica que dé respuestas a las necesidades desiguales de cada territorio… Unas demandas que exigen, además, una necesaria búsqueda de aliados, de movimientos que en otras partes exijan lo mismo y que ayuden a neutralizar lo que en los países del norte ha funcionado como mecanismo legitimador de las políticas actuales: la extendida convicción de que los problemas de la Unión, lejos de ser fruto de una opción económica mala y clasista, lo son de la desidia y la ausencia de rigor de los habitantes de la periferia.
La segunda presupone pensar alguna respuesta si acabamos siendo expulsados del euro y padecemos un verdadero caos económico. Nuestros gobernantes —los que se van, los que vienen y los que siguen— han demostrado con creces su impericia y su impudicia. Por esto hoy es tan urgente que realicemos un ejercicio de reflexión antiutópica que nos permita elaborar propuestas en medio de una situación caótica.
El banco malo y la deuda pública
Una de las posibles contrarreformas que tiene planteado sobre la mesa el nuevo Gobierno de Mariano Rajoy es la creación de un banco malo que absorbiera los créditos inmobiliarios de dudosa recuperación. La banca española lleva tiempo insistiendo en esta propuesta para superar la crisis financiera. Dada la estrecha conexión del PP con los intereses del sector bancario la propuesta tiene bastantes posibilidades de formar parte del paquete de reformas con que nos amenaza la nueva mayoría absoluta.
Desde el punto de vista de la banca esta solución es perfecta. Por una parte el banco malo les permitiría sacar de su balance activos improbables que les obligan a efectuar provisiones que al final reducen su rentabilidad. Este banco sería “vendido” al Estado, La compra se financiaría con títulos de la deuda pública, con lo que los bancos transformarían sus créditos de dudoso cobro por títulos de la deuda pública cuyo pago está garantizado por la misma Constitución española. Además pasarían a aumentar su posición de acreedores del Estado y por tanto verían reforzada su capacidad de “dictar” reformas al sector público. Negocio redondo.
Dado que la exposición de la banca al crédito financiero se situaba en junio en los 176.000 millones de Euros, la creación de este banco financiado con deuda significaría un elevado aumento de la deuda pública y por tanto una reforzada exposición del país a la exigencia de ajustes. Además de un fuerte aumento de la carga financiera sobre el presupuesto público. Oponerse a la creación de un banco malo debe ser la primera batalla por el tema de la deuda. Y una buena oportunidad para denunciar el doble trato aplicado a las deudas del sector financiero y de los particulares que no pueden pagar la hipoteca de su vivienda. A quienes argumentan que no puede aprobarse la dación de pago porque hundiría a la banca se puede objetar la posibilidad de crear algún organismo público que los proteja.
Liquidez a tope
En la última semana de noviembre el Banco Central Europeo y la Reserva Federal han tenido que aplicar una nueva inyección masiva de dinero para cubrir los problemas de liquidez de la banca internacional. Una operación que viene repitiéndose con mucha frecuencia desde la crisis de Lehman Brothers. La justificación pública es siempre la misma, la de ofrecer fondos para que la banca pueda seguir prestando dinero a empresas y particulares y no se colapse la economía real. Vista la situación que atraviesan empresas y particulares no parece que hasta el momento estas inyecciones hayan cubierto su objetivo.
Es hora de exigir a los responsables de la política monetaria que aclaren cuáles son los circuitos obturados que impiden que funcione su presunto circuito virtuoso, por donde se pierde la inyección de capital. Es posible que una parte se pierda por la retirada de fondos de inversiones nerviosos que tratan de convertir sus posiciones en activos monetarios en otros activos que consideran más seguros (como el oro). Pero es también plausible que gran parte de los desvíos tengan lugar en los complejos y especulativos mercados financieros en los que la banca realiza una parte importante de su actividad. A cualquier tenedor de un modesto plan de pensiones le resulta fácil tomar conciencia de la magnitud de estos circuitos opacos: con preguntar al banco dónde está colocado el fondo, recibirá un listado de fondos de inversión totalmente desconocidos y de difícil control. La liberalización de la banca produjo una enorme expansión de sus campos de acción y favoreció que los circuitos del dinero se volvieran opacos y sinuosos. Las inyecciones de liquidez, más que trasladarse a créditos a un mundo real del que no se fían los banqueros, parece destinado a salvar a los bancos de sus dificultades financieras y a facilitarles su posibilidad de seguir jugando en los mercados financieros que tantos problemas nos crean.
No podemos más que seguir exigiendo dos cuestiones básicas: una nueva regulación del sistema financiero que reduzca el peso de los mercados especulativos y acote y clarifique la actividad de cada institución financiera; y la creación de un verdadero sistema de banca pública que permita que realmente se realice lo que prometen y no hacen las inyecciones financieras de los bancos centrales.
Sanidad pública, intereses mercantiles y cohesión social
Hace tiempo que la sanidad pública está en la mira del capital. No en vano el gasto sanitario constituye una importante partida económica, y por tanto fuente potencial de negocio. La prueba es que una parte del gasto sanitario llena las arcas de las empresas farmacéuticas y proveedoras de equipamiento sanitario, que suelen encontrarse entre los negocios más rentables del planeta. No en vano también allí donde la gestión sanitaria privada está más extendida, los EE.UU., el peso del negocio sanitario constituye la partida más importante del PIB, algo que tiene poco que ver con el nivel de eficiencia del modelo sanitario si se toman como referencia indicadores de esperanza de vida o de desigualdad en el acceso a la asistencia sanitaria.
Hace ya tiempo que algunas Comunidades Autónomas, especialmente Madrid y la Comunidad Valenciana, adoptaron un modelo de externalización de la gestión sanitaria cuyos efectos sobre el bienestar de la población y las condiciones de trabajo del personal merecen ser evaluados. Hace unos meses una evaluación de la calidad de los sistemas sanitarios en base a 19 indicadores sitúo a ambas comunidades en la categoría de “deficientes” (junto con Canarias y Galicia, siendo la Comunidad Valenciana la peor calificada. (El País, 2 septiembre 2010).
También en Catalunya ha existido desde siempre un sistema mixto de gestión sanitaria, en parte heredado del modelo sanitario anterior al establecimiento de la seguridad social. Un sistema sanitario donde se combinan hospitales públicos con una extensa red de centros semipúblicos, en manos de patronatos con presencia de instituciones locales, Iglesia Católica y grupos privados. CiU, en su largo mandato en la Comunidad, reforzó este modelo y le dio estructura, algo bastante parecido al doble circuito educativo. El Triparto fue incapaz de cambiarlo y aunque incrementó el gasto sanitario también llevó a cabo una reforma estatutaria del Institut Català de la Salut (el propietario de la parte pública del sistema) que apostaba por una gestión más liberal. La excusa siempre es el alto y creciente coste sanitario y la necesidad de modernizar la gestión. Un alto coste que es difícil de argumentar cuando se contrasta el gasto sanitario español con el de países de la UE (tanto en términos de PIB como de gasto per capita), como el catalán respecto al resto de España (según el informe citado el gasto per capita catalán solo está 4 euros por encima del gasto medio y se sitúa en la mitad de la tabla.
El nuevo gobierno de CiU, con el ínclito conseller Boi Ruiz a la cabeza, no ha dudado sin embargo en lanzar una auténtica cruzada en pos de la demolición del sector público sanitario. La política de ajuste presupuestario ha sido la excusa para ello. El cierre de camas y quirófanos hospitalarios, de urgencias en los ambulatorios (especialmente grave en zonas semirrurales donde los hospitales están distantes) han generado cabreo y sentimiento de deterioro, Tras las elecciones, CiU se siente con músculo para seguir su política privatizadora, ya visible en uno de los múltiples apartados de la “ley omnibus” donde se contempla la posibilidad que los hospitales públicos alquilen a operadores privados sus plantas cerradas y sus quirófanos, que han dejado de operar por la tarde. Un regalo al sector privado que podrá ofrecer a quien tenga dinero la alta calidad de la asistencia pública sin tener que pasar por las engorrosas (y al menos democráticas) listas de espera. Ahora se propone otra vuelta de tuerca, primero en forma de un nuevo copago por receta médica (como no se puede cambiar la realidad se crea el neolenguaje y se le llama ticket moderador) y después con la propuesta del siempre contundente Boi Ruiz a favor de crear un seguro privado obligatorio para la gente con recursos y dejar el servicio público para los pobres (aunque al paso que vamos con el paro y los recortes salariales la categoría “pobre” va camino de ser universal).
No deja de ser insólito que en Catalunya se defienda la gestión de las mutuas privadas como una muestra de eficiencia y buen hacer cuando en el pasado la Generalitat dedicó importantes recursos al salvamento de gestiones fallidas y fraudulentas (Hospital General de Catalunya, Mutua l’Aliança) y otras importantes instituciones han entrado en barrena (Agrupació Mútua) o han estado salpicadas por importantes casos de corrupción (Mutua Universal). Si de algo puede presumir el sector privado catalán es de fracasos continuados de gestión.
La propuesta, de ir adelante, significa bastante más que una mera privatización. Significa la ruptura del propio concepto de ciudadanía y de solidaridad social por cuanto se rompe el continuo entre los que pueden pagar y los que no. Si el problema es meramente financiero, y se supone que hay una parte de la población con recursos, bastaría subir los impuestos a esta parte de la población para cubrir el aumento del gasto. Propugnar un doble circuito es sin embargo optar por un modelo dual, uno “de pago” (aunque todo el mundo sabe que al final las mutuas privadas practican todo tipo de discriminaciones para reducir sus costes) y otro para pobres. Una nueva oportunidad para fomentar una cultura de la insolidaridad e incultura fiscal de las clases medias y un desprecio frente a los pobres que se salvan del seguro privado. En un país con elevados índices de evasión fiscal, con un elevado porcentaje de población inmigrante pobre, este modelo es una verdadera invitación a la iniquidad y la xenofobia. Ruiz no es solo un privatizador sino un verdadero agente promotor de la fragmentación social. Algo en lo que se muestra tozudo, pues ya antes de hacer esta propuesta atribuyó los problemas de salud a la genética y los hábitos individuales (otra forma de mentalizar a la población de que la gente enferma lo es por culpa propia, de separar buenos y malos ciudadanos, aunque entre los factores de malos hábitos nunca suelan incluir el del uso intensivo de los vehículos que generan contaminación y accidentes, ni el de las malas condiciones de trabajo).
Boi Ruiz, lo que representa, no es solo un peligro para la sanidad sino también para el mismo sentido de sociedad. No solo promueve negocio sino también división social, clasismo. No es por desgracia el único. Ahí están también también los responsables de la sanidad gallega y balear desactivando ilegalmente tarjetas sanitarias a gente desamparada. Hay que pararles los pies: está en juego nuestra salud y nuestro sentido de sociedad.
30 /
11 /
2011