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José Luis Gordillo

Sobre el juicio al procés (II)

En una república democrática bien ordenada las autoridades deben responder de sus actos ante las poblaciones que gobiernan. Si, además, hay indicios racionales de que esos actos pueden ser constitutivos de presuntos ilícitos penales, sus responsabilidades deben ser dirimidas en un juicio público. Ensalzar los abusos de poder y propugnar la impunidad de las autoridades que los han perpetrado, hasta el punto de considerar negativo un proceso penal en el que dichas autoridades puedan, por ejemplo y entre otras cosas, dar razón de sus actos y defender su inocencia, equivale a proponer un retorno a las sociedades estamentales anteriores a la Revolución Francesa.

La actual monarquía parlamentaria surgida de la reforma del franquismo está lejos de ser una república democrática bien ordenada, aunque está más cerca de ella que la dictadura militar del general Franco. Para empezar, el rey, jefe del Estado y mando supremo de las fuerzas armadas, goza del privilegio de la inmunidad judicial (art. 56.3 de la CE), además del privilegio de haber accedido al cargo por ser el hijo del anterior jefe del Estado. Pero para avanzar hacia la república democrática de lo que se trata es de acabar con esos y otros privilegios, no de extenderlos a una lista cada vez más larga de autoridades políticas.

En relación con el procés es preciso, por tanto, exigir a todo el mundo «el respeto al principio de legalidad penal y que [se] investigue todo lo que el Estado de Derecho autoriza y obliga, pero exclusivamente eso, porque sólo dentro de esos márgenes puede haber oportunidad, proporción y justicia», como muy bien han dicho los autores del manifiesto La banalización de los delitos de rebelión y sedición, suscrito por casi un centenar de profesores de materias jurídicas de toda España (se puede leer, entre otras publicaciones, en la revista Sin Permiso).

Los delitos cometidos presuntamente por los dirigentes independentistas

Como se sabe, en las próximas semanas nueve ex consellers del Gobierno de la Generalitat, una ex presidenta del Parlament, seis diputados autonómicos y dos dirigentes de organizaciones sociales deberán comparecer ante el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña y ante la sala de lo penal del Tribunal Supremo para responder, en lo fundamental, a las acusaciones de haber cometido los delitos de desobediencia grave llevada a cabo por autoridad pública, malversación de caudales públicos y/o distracción ilegal de caudales públicos para consumar la rebelión, integración en organización criminal, sedición y/o rebelión formuladas por el Ministerio Fiscal, la Abogacía del Estado y la acusación particular ejercida por el partido de derecha extrema Vox.

Para los independentistas que ya viven mentalmente en una república catalana, el jucio al procés es injusto desde el principio porque ha sido incoado por el poder judicial español y, por tanto, también lo será la sentencia que se dicte, salvo que consista en una sentencia absolutoria. De hecho, algunos acusados ya han declarado que todo el proceso está viciado desde los inicios y que la sentencia condenatoria ya está escrita. Pero si los únicos argumentos que van a invocar sus abogados son esos, el futuro que les aguarda a las dieciocho personas encausadas es bastante negro. Por su bien esperamos que sus abogados intenten desmontar las acusaciones con argumentos legales extraídos de la legalidad vigente, no de las ensoñaciones creadas por las mentes procesistas más calenturientas e imaginativas.

Ciertamente, les va a resultar difícil a dichos abogados rebatir las acusaciones de desobediencia (art. 410.1 del CP), pues los actos que encajan en ese delito se hicieron con luz y taquígrafos y nunca mejor dicho: en muchos casos quedaron recogidos en las actas parlamentarias y provocaron, por si fuera poco, informes negativos de los letrados que asesoraban a los parlamentarios catalanes. Además, entra dentro de lo posible que, ante la evidencia en contra y teniendo en cuenta que ese ilícito penal no está castigado con penas de prisión, sino con penas de multa e inhabilitación para el ejercicio de cargo o empleo público, muchos de los acusados prefieran declararse orgullosamente culpables de haber desobedecido las leyes del Estado español opresor o algo parecido.

Por lo que se refiere al delito de malversación o distracción de caudales públicos, las cosas son más complejas para todas las partes implicadas. Este delito, como todos, debe ser probado con facturas y documentos y, aunque en los escritos de acusación se citan datos muy concretos, recordemos que según el antiguo ministro de economía del PP, Cristóbal Montoro, no hubo desviación de dinero público para fines ilegales mientras su ministerio supervisó los gastos de la Generalitat. En relación con este asunto será muy importante todo lo que se haga y se decida en el período de prueba y la valoración final que de todo ello haga el tribunal. Desde luego, esta cuestión será más disputada que la anterior, dado que la malversación está castigada con penas de prisión que pueden oscilar entre los dos y los ocho años.

La acusación de pertenencia a «organización criminal» es exclusiva de Vox al considerar que todos los encausados (que militan, dicho sea de paso, en organizaciones tan dispares como PDeCAT, la Crida, ERC, CUP, EUiA, ANC, Òmnium, etc.), conforman una «agrupación formada por más de dos personas con carácter estable o por tiempo indefinido que, de manera concertada y coordinada, se reparten diversas tareas o funciones con el fin de cometer delitos», según se la define el art. 570 bis del Código Penal. Por la pertenencia a esa «organización criminal», a la que ni siquiera se llega a poner nombre, Vox pide para todos los encausados 12 años de prisión (que en el caso de los acusados de rebelión/sedición y malversación de caudales públicos habría que sumar a los solicitados por esos delitos). En un primer análisis parece una acusación muy cogida por los pelos porque cuesta identificar a esa organización «con carácter estable» que de manera coordinada habría repartido «tareas o funciones», más allá de unas cuantas reuniones en petit comité en las que más bien se escudriñaba hasta donde estaba dispuesto a llegar el rival político antes que repartirse funciones de forma regular.

Sobre la rebelión

En cualquier caso, los temas estrella del juicio serán, sin duda, las acusaciones de rebelión y/o sedición debido, entre otras cosas, a las largas penas con las que están sancionados. El primero (art. 472.1, 5 y 7 del CP) puede ser castigado con penas que oscilan entre diez y veinticinco años de prisión, y lo cometen aquellos que se hayan «alzado violenta y públicamente» persiguiendo, entre otros, los fines de derogar, suspender o modificar total o parcialmente la Constitución, declarar la independencia de una parte del territorio nacional o sustraer fuerza armada a la obediencia del Gobierno. El segundo, el delito de sedición (art. 544 y 545.1 del CP), está castigado con penas de cárcel que pueden ir de los ocho a los quince años y lo cometen todos aquellos que indujeran, sostuvieran o dirigieran un alzamiento público y tumultuario «para impedir, por la fuerza o fuera de las vías legales, la aplicación de las Leyes o a cualquier autoridad, corporación oficial o funcionario público, el legítimo ejercicio de sus funciones o el cumplimiento de sus acuerdos, o de las resoluciones administrativas o judiciales.»

Según el Código Penal, los sediciosos no pueden ser al mismo tiempo rebeldes ya que un delito excluye al otro. La diferencia reside fundamentalmente en los fines perseguidos y, sobre todo, en si el alzamiento ha sido violento o no. La cuestión es muy controvertida incluso entre quienes ejercen la acusación. Como es sabido, el Ministerio Fiscal estima que se dan todos los elementos del tipo penal de rebelión, mientras que la Abogacía del Estado la excluye y opta por la sedición. Vox pretende ir más lejos que nadie, pero tanto celo represor le lleva a incurrir en una contradicción lógica. Solicita penas muy altas, 25 años de cárcel, para Junqueras, Forn, Turull, Romeva, Bassa, Rull, Sánchez, Cuixart y Forcadell por considerarlos reos del delito de rebelión, pero alternativamente solicita 15 años de privación de libertad por el delito de sedición. Al hacerlo, muestra su escaso convencimiento sobre la aplicación del primer tipo penal, pues como ya se ha dicho una de las diferencias fundamentales reside en la existencia de violencia y Vox llega a recurrir a un concepto tan nebuloso como el de «violencia latente» para justificar la aplicación del tipo penal de rebelión.

En ese sentido es oportuno recordar que, según el artículo 4 del Código Penal, la leyes penales no se aplicarán a casos distintos de los comprendidos expresamente en ellas. Eso significa que no se pueden aplicar tipos penales mediante interpretaciones extensivas de los conceptos que los configuran, ni mucho menos por analogía. A eso se debe añadir que, como también han escrito con acierto los redactores del manifiesto citado más arriba: «[…] en Derecho Penal no rige el principio de responsabilidad objetiva sino subjetiva por los propios hechos.» Eso significa que los acusadores no sólo deben probar que existió un alzamiento violento, sino que éste existió y que su responsabilidad recae en los encausados por órdenes o actos muy concretos que ellos personalmente hubieran dictado o llevado a cabo.

Bien es verdad que hay muy poca jurisprudencia sobre el delito de rebelión porque en los últimos cuarenta años ha habido, por suerte para todos, pocas rebeliones y/o pocas denuncias por ese delito. El caso que todo el mundo tiene en la cabeza, el 23-F, se juzgó en primera instancia en la jurisdicción militar y, en un segundo momento, en el Tribunal Supremo a partir de la definición del delito de rebelión que se hacía en el Código Penal de 1973, en la cual no se exigía el requisito de la violencia.

La escasa doctrina jurisprudencial existente al respecto no parece abonar la tesis de la fiscalía o de Vox. Los autores del Manifiesto La banalización de los delitos de rebelión y sedición citan una sentencia del Tribunal Constitucional, la STC 199/1987, en la que se dice que «la rebelión se realiza por un grupo que tiene el propósito de uso ilegítimo de armas de guerra o explosivos, con una finalidad de producir la destrucción o eversión del orden constitucional». Asimismo, en un auto de la Audiencia Nacional, de 21 de diciembre de 2015, mediante el que se archivó un procedimiento penal contra los concejales de un ayuntamiento catalán que habían manifestado su apoyo a una declaración del Parlament sobre el inicio del proceso de independencia, se estableció que un alzamiento para ser violento debía ir acompañado del «ejercicio de la fuerza física, o, cuando el empleo de ésta, de resultar necesario de cara a la consecución de alguno o algunos de los fines indicados en la norma penal, constituya una seria y fundada amenaza, por estar dispuestos los alzados a conseguir aquéllos a todo trance, recurriendo inclusive, de así resultar preciso, a la utilización o al uso de la misma.» Una interpretación reiterada posteriormente por el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña.

No parece que nada semejante sucediera en Cataluña en el otoño de 2017. En realidad, se estaba tan lejos de ello que Carles Puigdemont tomó la decisión, frustrada después por la acusaciones de traición, de convocar elecciones autonómicas para darle una salida política mínimamente digna al lío en el que él y los suyos se habían metido con sus actos «unilaterales» y su verborrea mendaz y delirante. Como todos sabemos, Puigdemont optó finalmente por hacer una declaración de independencia que se puede calificar de simbólica si uno quiere ser generoso y condescendiente, o de mamarrachada o bufonada si uno quiere ser serio y riguroso.

Para que una declaración de independencia no sea una bufonada debe ir acompañada, como mínimo, de movilización de fuerzas que intenten, por un lado, fijar las fronteras del territorio que se quiere independizar y, por el otro, expulsar de él a las fuerzas armadas y policiales del Estado frente al cual se lleva a cabo la secesión. La independencia es, antes que nada, una situación en la que cuentan mucho más los hechos que las palabras. Es, sobre todo, una situación de hecho. Por eso, desde sus orígenes, ha habido una relación tan estrecha entre los estados y las guerras. Josep Fontana lo explicaba de forma pedagógica al señalar que quien de verdad desee la independencia debe estar dispuesto a afrontar una guerra por la independencia. Una guerra que en el caso de Cataluña, se puede añadir, se debería llevar a cabo contra los enemigos exteriores e interiores entre los que habría que incluir, según los resultados en votos de las últimas elecciones autonómicas del 21-D, a la mayoría de los catalanes. De ahí también el carácter irresponsable y criminal de las declaraciones del nada honorable Quim Torra sobre la vía eslovena a la independencia, esto es, sobre la vía violenta a la secesión.

Un último argumento contra la aplicación del delito de rebelión al caso catalán: si la retahíla de crímenes perpetrados por ETA desde la muerte de Franco nunca han sido calificados jurídicamente de rebelión, sino de terrorismo, mucho menos se puede considerar así lo ordenado o inducido en Cataluña en el otoño de 2017 por las autoridades independentistas.

Sobre la sedición

La aplicación del delito de sedición plantea, a su vez, el interrogante sobre si lo ocurrido en Cataluña hace un año puede ser caracterizado como un alzamiento tumultuario. Los actos que se les pueden atribuir directamente a los encausados son la aprobación de las leyes de «desconexión» del 6 y 7 de septiembre, la convocatoria del referéndum del 1-O y las declaraciones parlamentarias de independencia. Los moderados desordenes públicos del 20 de septiembre de 2017, cuando una multitud rodeó el Departamento de Economía para protestar por un registro que estaban llevando a cabo agentes judiciales de la guardia civil, no impidieron —y nunca fueron planificados para impedir— que los funcionarios ejecutaran dicho registro. Tampoco se los puede calificar de «alzamiento violento» constitutivo del delito de rebelión. Por eso son tan injustas y desmesuradas las acusaciones y la prisión provisional decretadas contra Jordi Cuixart y Jordi Sánchez.

Tal vez el intento de referéndum del 1-O sea lo que más dudas pueda plantear jurídicamente sobre la aplicación del delito de sedición. ¿Se puede considerar un «alzamiento tumultuario» la acción de muchos miles de personas consistente en intentar votar en un referéndum cuya validez jurídica ya había sido declarada nula por el TC? ¿Y se puede considerar a los encausados personalmente responsables de los tumultos provocados por la acción de la policía que actuó a las órdenes del Gobierno español? Sin la acción de la policía, el simulacro de referéndum habría tenido la misma trascendencia política que los referéndums convocados por la Liga Norte y fuerzas afines en Italia, en 1997 o en 2014, con los que después se pretendió legitimar la independencia imaginaria de la Padania o de la Serenísima República de Venecia. Personalmente considero que esa parodia de referéndum tuvo tan poco de «alzamiento» como el «proceso participativo» del 9-N o las consultas populares por la independencia que comenzaron en Arenys de Munt en 2009. Como muy bien ha dicho el fiscal jubilado José María Mena: «El único alzamiento que se hizo [en Catalunya en el otoño de 2017] fue ponerse de pie y cantar Els segadors» (en la entrevista que le hizo Siscu Baiges para Catalunyaplural.cat, publicada el 19 de octubre pasado).

En última instancia la cuestión de fondo consiste en tomarse en serio o no a los dirigentes del PDeCAT, ERC, CUP, ANC y Òmnium Cultural. Quienes compartimos el análisis que del procés ha hecho el periodista Guillem Martínez (en La Gran Ilusión, Debate, Barcelona, 2016, y en 57 días en Piolín, Lengua de Trapo, Madrid, 2018) como una sucesión de actos propagandísticos sin voluntad real de hacer realidad los grandes objetivos que se proclamaban, no conseguimos ver la rebelión y la sedición por ninguna parte. Lo que sí vemos son los intentos desesperados de agarrarse al poder de los nacionalistas catalanes —y de su base electoral—, los cuales estiman que poseen una especie de derecho natural y/o un mandato divino para gobernar Cataluña.

Todo lo dicho hace caer por su propio peso las acusaciones de rebelión y sedición, pero también las entusiastas versiones de los mismo hechos difundidas por las huestes indepes (y por sus palmeros) que creen haber vivido en 2017 algo parecido a una revolución o una revuelta. Si fuera así, esas voluntariosas versiones les estarían dando la razón a la fiscalía, la Abogacía del Estado y hasta a Vox.

De todos modos, la decisión final al respecto no la tomarán los famosos independentistas hiperventilados, ni sus palmeros autodeterministas, ni tampoco los profesores que hemos firmado el manifiesto sobre La banalización de los delitos de rebelión y sedición. La tomarán los jueces de la sala de lo penal del Tribunal Supremo. Esta circunstancia merece un comentario más detallado. Continuará.

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12 /

2018

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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