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José María Agüera Lorente

¿Por qué no sobrevivió el homo sapiens?

Se apagaron los ecos en el ágora de los medios de comunicación. Ya no se habla de la cumbre del clima de París celebrada tan sólo hace poco más de un mes.

“Una meta global ambiciosa pero sin objetivos de emisiones vinculantes”, se lee en uno de los titulares que recupero de aquellas fechas (13 de diciembre de 2015). Uno lee las diversas condiciones que se acuerdan para los distintos países en función de su pertenencia a la categoría de “desarrollados”, “emergentes» y “los más pobres”, y le da una bofetada una vez más la evidencia de la poca conciencia de humanidad que parece mostrar la humanidad. Su división, la preocupación por la salvaguarda de los intereses nacionales —y entre éstos muy especialmente los económicos— indican una frívola idea de humanidad carente de sabiduría.

Puede ser de utilidad aquí traer a colación cierta distinción de puntos de vista sobre la que llamó la atención el gran filósofo Bertrand Russell en uno de sus ensayos. Me refiero al titulado Lo que yo creo. En él distingue entre “la filosofía de la naturaleza” y “la filosofía del valor”. Veamos: a la filosofía de la naturaleza le incumbe lo que es, la realidad. Una de sus enseñanzas principales es que “lo que consideramos bueno, lo que nos gustaría, no tiene ninguna influencia sobre lo que es”. Otra es que los humanos somos parte de la naturaleza, que estamos subordinados a ella por ser imposible quedar al margen del imperio de sus leyes. Ello —ni que decir tiene— no lleva aparejada la obligación de juzgar positivamente todo lo que la naturaleza disponga. Tampoco prohíbe valorar algo en el plano moral que en el natural carece de valor. En esas páginas se refiere Russell a lo que él denomina “humanismo ingenuo”, en el que caben el optimismo y el pesimismo como “filosofías cósmicas”, siendo la desnuda verdad que al universo le trae sin cuidado si nos hace felices o desgraciados.

La filosofía del valor invierte la perspectiva sobre la relación entre el ser humano y la naturaleza; ésta se convierte en parte del reino de aquél, puesto que es el homo sapiens el creador de los valores, los cuales tienen su génesis en los deseos humanos a decir de nuestro filósofo. Son esos deseos los que dan el vigor necesario a nuestra imaginación para transgredir los límites de la naturaleza. Como “últimos e irrefutables árbitros del valor” —en palabras de Russell— nos otorgamos una importancia que nos eleva por encima del mundo natural y nos convierte en el elemento significativo de la creación.

Nadie con un mínimo de cultura histórico-filosófica puede negar que la filosofía del valor ha predominado durante la mayor parte de nuestra existencia como especie. Se ha expresado en muchas culturas mayormente mediante las distintas religiones. Y sabemos que el gran cataclismo en las creencias tradicionales que supuso la teoría de la evolución cuando fue dada a conocer por Darwin a mediados del siglo XIX tuvo que ver con sus insoslayables implicaciones a ese respecto. La modestia ¡y la cordura! que se derivan de ellas nos deberían prohibir aspirar a ocupar el trono del planeta.

Justamente la carencia de esa modestia y cordura es la que —a mi entender— subyace a la incapacidad humana para enfrentar de forma realista el reto para nuestra supervivencia que supone el cambio climático global. Una prueba de lo que digo es ese eslogan del ecologismo pop con el que se trata de promover ciertos hábitos en la ciudadanía dirigidos a “salvar el planeta” o “cuidemos del medio ambiente”; como si fuese una damisela en peligro o un ancianito que ya no puede valerse por sí mismo. ¡Pero si los que tenemos que salvarnos somos nosotros! Antes que la supervivencia del planeta está en riesgo la nuestra.

Ahora bien, para ser consciente del susodicho reto hay que abandonar definitivamente esa idea del ser humano, cuyos pilares son el antropocentrismo que hemos descrito, sustentado en la concepción finalista de la evolución, y la cosmovisión que nos ve como el ente cuya existencia justifica todo cuanto existe. El ser humano no es la cima de nada; es la conclusión plausible que cabe inferir de los conocimientos científicos a nuestra disposición. Somos una especie única, claro que sí, pero tan única como cualquier otra, como la de los delfines o los ciempiés. La biología rigurosa no admite una evolución entendida como progreso en el que se dé un orden jerárquico que sitúa a unos organismos por encima de otros. Eso es cosa del animal de los valores que es el ser humano. El único valor desde la perspectiva de la filosofía de la naturaleza es la supervivencia de la especie, de la que tenemos, en el caso de la humana, buenas razones para creer que se halla en peligro.

En El planeta de los simios, el clásico de Franklin J. Schaffner estrenado en 1968, un desconcertado astronauta viajero en el tiempo —interpretado por Charlton Heston— que ha llegado a un planeta (la misma Tierra tras un apocalipsis nuclear) dominado por chimpancés y gorilas que tienen las cualidades propias (lenguaje, razón, religión, ciencia, etc.) de los humanos, se enfrenta en la secuencia final con su antagonista simio respecto de la cuestión de quién es superior a quién: si el ser humano al simio o viceversa. El humano defiende la superioridad de nuestra especie, a lo que el chimpancé replica: “entonces, contésteme usted: si el hombre era superior, ¿por qué no sobrevivió?”.

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2016

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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